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La imprescindible laicidad

El debate relativo a la laicidad en general, y su inclusión en la futura ley de educación de Mendoza en particular, ha dado oportunidad para conocer la opinión de representantes de colectivos sociales que luchan para hacerla efectiva, junto a un funcionario clerical católico.

De las respuestas de los participantes – sobre todo del clérigo -, surgiría una discrepancia respecto a qué debe entenderse por laicidad, cómo se manifiesta y qué papel le caben al Estado y a las religiones que solicitan tener canales de expresión pública.

El fenómeno de la laicidad puede ser enfocado desde diversas perspectivas: culturales, históricas, religiosas, jurídicas, políticas. Para quienes lo investigamos desde lo político y jurídico, entendemos que éstas últimas son las que deberían dar el marco para que pueda construirse y consolidarse.

El contexto internacional ayuda al análisis ya que las religiones, contra todo pronóstico, no han desaparecido y sus grupos generan en diversos países innumerables conflictos de índole política, social, cultural y económica. Problemas como la presión que hacen referentes religiosos para que no se sancionen leyes que contrarían sus postulados; la lucha que sostienen determinados grupos para poder vestir públicamente sus atuendos religiosos (por ejemplo, el velo islámico); la irrupción violenta de fanáticos en museos públicos para que se prohíban exposiciones de arte que consideran “blasfemas”; los escándalos financieros que repercuten en la economía global (el ejemplo más reciente es el del I.O.R., más conocido como Banco del Vaticano), demuestran la vigencia y dimensión del problema y su directa relación con la laicidad.

En nuestro país también el contexto social y político es propicio para evaluar la vigencia del fenómeno ya que han surgido conflictos como la enseñanza religiosa en las escuelas públicas de la provincia de Salta, o la campaña iniciada por la Conferencia Episcopal Argentina para evitar que se sancionen las reformas en el Código Civil relativas a materias como familia, matrimonio y bioética, entre otras, que se suma a las presiones que los obispos católicos hacen a los gobernantes para que no se implementen los protocolos sobre aborto no punible, autorizado desde 1921, y cuyo último fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sido clarísimo en cuanto a su legalidad.

¿Por qué en pleno siglo XXI se debe seguir trabajando  para apuntalar la laicidad? Por la presencia de los colectivos integristas que no digieren que las sociedades se encaminen hacia dos postulados manifestados hace siglos por John Locke en su “Carta sobre la tolerancia”, considerada por algunos como el hito fundacional de la laicidad: no coacción para la creencia y libre búsqueda del sentido de la vida.

El integrismo, casi siempre asociado al conservadurismo político pretende, conforme el pensamiento de Umberto Eco, que sean los principios religiosos quienes modelen la vida política y social de los pueblos y sean fuente de sus leyes. No soportan la autonomía de varones y mujeres para dirigir sus vidas y darse sus normas jurídicas.

Por lo tanto, el “desacuerdo” surgido del debate permite que se aclaren algunos presupuestos relativos a la laicidad con el fin que los lectores sepan qué se quiere decir cuando se habla de ella.

1. Estado laico, sociedad laica, ética laica

Desde el punto de vista de las ideas políticas algunos consideran que el origen del término es cristiano (que no significa que sea católico romano): “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22:21). Lo habría manifestado el laico y no católico Jesús. Otros autores consideran que el término surge de la frase de Hugo Grocio “Como si Dios no existiera”, punto de partida de la modernidad según Paolo Flores d’Arcais, idea que resalta “que en la vida pública el Estado debe legislar como si Dios no existiera”. Se trataba de un intento para que la vida pública se basara en la laicidad “para salir de la situación endémica de guerra civil de sustrato religioso que había estado destruyendo Europa durante tres siglos y medio” (1)
Si nos remitimos a la segunda acepción que figura en el diccionario de la RAE la laicidad es el “principio de separación de la sociedad civil y de la sociedad religiosa”.

¿Qué implicancias tiene en la realidad política y social? Varias. Como se definió significa la separación entre poder político y religioso que debe plasmarse jurídicamente en leyes fundamentales y normas inferiores.

El punto de partida para asegurar la laicidad en materia legal son los sistemas de relación entre Estado e iglesias. Son numerosas las clasificaciones, lo que refleja el debate académico que existe sobre la materia. Los estudiosos distinguen, entre otros, sistemas de laicidad y confesionalidad. Entre los primeros identifican el laicismo hostil o agnóstico; laicismo neutral o indiferente (laicidad); laicidad respetuosamente neutral, laicidad simplemente profana; se agregan la separación plena y la separación semi-plena. Mientras que dentro del régimen de confesionalidad se distingue la confesionalidad formal y la confesionalidad sustancial. Esta es la línea del profesor Antonio Mostaza Rodríguez.

Como se habrá observado, son varios los sistemas, cada uno con su particularidad y sus matices, siendo clave este punto para entender si en un determinado país se respeta o no la laicidad.

¿Qué defiende el estado laico? Siguiendo el criterio de Ignacio Ramírez, defiende la democracia como el valor político fundamental para un desarrollo con justicia social, paz y gobernabilidad; un régimen político-social creado por las sociedades para que la pluralidad y diversidad  puedan ser vividas de manera pacífica, tolerante, incluyente y armoniosa, defiende la libertad de conciencia, así como otras libertades que derivan de ella: de creencia, de religión, de expresión, de culto y pensamiento; la autonomía de lo político frente a lo religioso y la igualdad de todas las personas frente a la ley; la promoción y respeto a los derechos humanos especialmente de las minorías, sean estas religiosas, étnicas, de género o por preferencia sexual; la equidad y el trato justo, lo que implica una autonomía real frente a cualquier doctrina religiosa;  reformas legales que garanticen los derechos humanos de la población, como el derecho a la salud, a una educación de calidad y otros derechos sociales; la implementación de políticas públicas basadas  en evidencias científicas e información objetiva, veraz y suficiente, y no en dogmas religiosos; las libertades de todos y todas, en el respeto de su libertad de conciencia, evitando coerciones y limitaciones de todo tipo sobre ella. Defiende la educación libre de dogmas y doctrinas religiosas, enfocada en la ciencia, por lo tanto, no admite la imposición de cualquier enseñanza religiosa, sus festividades y simbología en las escuelas públicas.

En un Estado laico los intereses de la sociedad están por encima de los de cualquier religión, todas las organizaciones o entidades religiosas están sometidas al derecho privado en igualdad de condiciones sin ningún tipo de privilegios; las leyes no tienen como fuente dogmas ni doctrinas religiosas, sólo válidos para quienes creen en ellos; y la ética pública se identifica con la ética laica, la que es universal y común para todos/as, siendo la moral religiosa válida para los fieles de determinada religión. Finalmente, en la sociedad laica “tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos” (2).

2. La laicidad según el integrismo católico

Como bien dijo el funcionario clerical en el debate “… la Iglesia ha hecho un proceso para incorporar el concepto de laicidad, y lo entendemos como la expresión de otro concepto fundamental sobre el que nos parece que también hay que reflexionar, que es el de la libertad religiosa, lo que implica la libertad religiosa a nivel individual y colectivo”.

Sin embargo, el referido proceso ha sido dominado por la visión del integrismo que gobierna actualmente su iglesia, motorizado por los dos últimos papas. Ha sido Benedicto XVI quien en línea con el pensamiento de un aliado de Hitler como fue Pío XII definió a la “sana laicidad”:
“Es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según las normas que les son propias, pero sin excluir las referencias éticas que encuentran su último fundamento en la religión” (3).

Fue el ex jesuita José María Castillo quien le contestó: “El papa admite la laicidad del Estado. Pero sólo admite la laicidad ’sana’. Es decir, la que no excluye ‘las referencias éticas’. Una fórmula inteligente desde el punto de vista de un buen dirigente religioso. Porque, desde el momento en que apela a las referencias éticas, está sacando al Estado de sus competencias específicas y lo está llevando a un ámbito que «encuentra su último fundamento en la religión», según el criterio del papa.

A la vista de este razonamiento pontificio, se entiende la lógica del discurso episcopal. Los obispos admiten el Estado laico y sus leyes. Pero con tal que todo eso sea ’sano’. Y sano es solamente el Estado que acepta como ‘último fundamento’ del bien y del mal lo que dictamina la religión, es decir, el papa y los obispos” (4).

Resulta claro cómo el papa busca desnaturalizar la laicidad y la autonomía de los hombres. De seguir aquel criterio, no son buenas las consecuencias para el Estado Constitucional de Derecho y la sociedad laica. Primero, porque el jefe de un estado extranjero como es el papa católico tendría injerencia en los asuntos internos de nuestro país; segundo, porque impondría a gobernantes y legisladores libremente elegidos por el pueblo los intereses de la Iglesia Católica por sobre los del Estado y la sociedad; tercero, porque el poder religioso estaría por sobre el poder político de la nación, siguiendo el pensamiento de Juan José Tamayo.
El camino que propone el integrismo católico es el del totalitarismo en versión religiosa dominado por papas y clérigos quienes serían los “guardianes” de la sociedad, voceros de lo que estaría bien o mal infantilizando a la sociedad.

Se pueden entender, entonces, las “dudas” del obispo auxiliar relativas a la laicidad y su propuesta de “ponerse de acuerdo” respecto a su noción. El punto está en que bajo un disfraz de “benevolencia” y aire “convivencial” (típico del clero católico), se oculta la noción de laicidad que pregona su jefe político.

De manera que la idea de laicidad del integrismo católico explica la actual campaña iniciada por la Conferencia Episcopal Argentina (que el obispo auxiliar integra), contra la reforma del Código Civil oponiéndose al derecho de mujeres y varones de elegir y decidir libremente, por ejemplo, en materias de matrimonio y familia. La campaña incluye dos documentos (que seguramente el obispo auxiliar adhirió y refrendó), alocuciones en el Congreso de la Nación, lobby informal a legisladores, y homilías en los templos católicos. Toda una muestra de respeto a la sociedad laica.

La idea también explica la otra campaña: contra los protocolos que regulan el aborto no punible, autorizado desde 1921, ley laica cuyo último fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación despejó las dudas en cuanto su legalidad y obligatoriedad si una mujer lo solicita. 
Es decir, el clero católico integrista está operando a pleno como un actor político más contra dos leyes laicas, y en contra del derecho a decidir y elegir libremente de los ciudadanos/as. Cumple en este aspecto con las órdenes del estado extranjero al que deben obediencia y al monarca absoluto que los eligió a dedo. El ataque a la laicidad de la sociedad y del estado aconfesional argentino es frontal y sin ningún tipo de pudor porque hace tiempo que lo perdieron.

3. Dos argumentos del integrismo católico: libertad religiosa y factor histórico

Bajemos a la realidad. En el debate se planteó el problema de los símbolos católicos y las celebraciones de esa religión en las escuelas públicas de Mendoza.

Los argumentos del obispo auxiliar hacen depender la laicidad de la libertad religiosa, que sería una expresión de esta; justifica la exposición de simbología católica en escuelas públicas bajo el disfraz del “patrimonio cultural” o “valores históricos y culturales”, o del “pluralismo” que, paradójicamente, combate su iglesia puertas adentro.

Acá aparecen dos cuestiones. Por un lado, el ejercicio de la libertad religiosa y por otro la “naturalización” de los hechos históricos para justificar la violación a la laicidad.

Ahora bien, parecería que la libertad religiosa puede ejercerse de cualquier modo y sin limitación alguna. La pregunta que cabe plantear es: ¿Tiene límites el ejercicio de la libertad religiosa? Por supuesto que sí.

La Constitución Nacional, que también rige para el obispo auxiliar, no regula ni derechos ni libertades absolutos. Todos los derechos y libertades son relativos incluida la libertad religiosa. Este criterio, seguido por la doctrina y jurisprudencia, es lo que no entiende el integrismo católico.

Vamos a darle un ejemplo al obispo auxiliar a ver si entiende. En nuestro país existe el antecedente judicial de la Asociación por los Derechos Civiles que presentó un recurso de amparo con el objeto que se declarara la inconstitucionalidad de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de autorizar la colocación de una imagen la Virgen de San Nicolás (y de cualquier otro símbolo religioso), en la entrada de los Tribunales donde también tiene su sede la Corte.

En primera instancia se hizo lugar al amparo y la Corte acató la sentencia trasladando la imagen; no obstante fue apelada por la Corporación de Abogados Católicos quienes lograron, en segunda instancia, revocar la sentencia que la Corte ya había cumplido. La Asociación amparista no había logrado probar sus pretensiones.

De los argumentos esgrimidos por los camaristas para sostener su fallo, sobresale uno: el considerar que no resulta manifiestamente arbitraria la colocación de un símbolo religioso en un edificio público “no implicaba un juicio de valor sobre la conveniencia del modo y lugar del emplazamiento de la imagen” (5).

Se leyó bien: no en cualquier lugar, ni de cualquier modo los creyentes pueden ejercer su libertad religiosa. En el caso que nos ocupa, no en cualquier lugar ni de cualquier modo deben exponer sus símbolos ni llevar a cabo sus celebraciones. Aplíquese esto a cualquier espacio, plazas, escuelas y dependencias públicas y del Estado. Este criterio debería ser tenido en cuenta no sólo por el creyente común sino por los funcionarios públicos, magistrados y directores de escuelas. Ejercer la libertad religiosa no implica abusar de ella.

Ningún no creyente pondría símbolos laicos en lugares considerados “sagrados” por los creyentes; por lo tanto los creyentes, actuando con prudencia y limitando el ejercicio de su libertad, deberían respetar los lugares “sagrados” de la sociedad laica que son los espacios públicos entendidos en sentido amplio. Por eso se está vendiendo humo cuando el clérigo sostuvo: “Obviamente un símbolo religioso y mucho menos una convicción no se pueden imponer”.

Si el ejercicio de la libertad religiosa tiene límites y carece de solidez, el argumento histórico no resiste el menor análisis desde lo epistemológico.

En efecto, es muy común que grupos integristas y del extremismo católico justifiquen la imposición de su simbología y celebraciones en el pasado, en la historia y en tradiciones, convirtiendo el argumento en algo “natural”.

Sin embargo, los hechos históricos nada tienen de naturales, estando sujetos a revisión. Sostener, como lo hizo un grupo ultramontano de San Rafael que “La historia de Nuestra Señora del Carmen de Cuyo, se vincula con el ánimo de aquellos hombres que se constituyeron en héroes de la independencia nacional”, podría implicar un argumento válido en la coyuntura histórica y política de la época, lo que no significa que deba aceptársela hoy con la misma vigencia.

La presencia del catolicismo en nuestro continente no responde a un hecho natural sino a una imposición del imperio que conquistó estas tierras destruyendo culturas originarias y saqueando recursos naturales, sin entrar en el análisis de la matanza que se llevó a cabo. El sojuzgamiento de los pueblos originarios y la destrucción de sus identidades fue una política aplicada por el invasor español con aval católico. El reemplazo de una cultura por otra ¿qué tiene de natural? Nada.

El factor histórico permitió, ente otras cosas, que se llevara a cabo la identificación entre identidad territorial e identidad religiosa, entre ser nacional y ser católico; que la Iglesia Católica se convirtiera en “rectora” de múltiples aspectos de la vida cotidiana de las personas y reivindicara privilegios. Así llegó a los primeros atisbos constitucionales como fueron los de 1819 y 1826, siempre defendiendo sus privilegios. Nada de natural hay en ese hecho.

Por lo tanto, este argumento rápidamente se convierte en una falacia denominada “argumentum ad antiquitatem”, es decir, tratar de afirmar que algo es cierto o bueno, simplemente porque es antiguo o porque siempre ha sido así.

El factor histórico también es muy usado por la doctrina constitucionalista de corte confesional para justificar la “unión moral” entre el Estado y la iglesia. Sin embargo, la tan mentada unión es difícil encontrarla.

Lo verificable fue un largo proceso de marchas y contramarchas en la relación Estado-iglesia con períodos históricos donde gobiernos como el liberal de Julio A. Roca legislaron y gobernaron de manera laica en total oposición con el catolicismo. Existieron épocas donde la alianza entre la iglesia y los gobiernos golpistas fue aprovechada por aquella para “recristianizar” la sociedad cada vez más secularizada. No hace falta recordar el apoyo de la institución religiosa a todos los golpes militares desde el primero de 1930 hasta al más sangriento y último de 1976-1983. 

4. Algunas pautas para trabajar

Llegamos al final. La consolidación de la laicidad es tarea pendiente, sobre todo, de los gobiernos. Este es un punto importante porque este elemento del Estado es el que está integrado por quienes detentan el poder político, sujetos que por lo general sí tienen una religión. Por ello, su responsabilidad pasa por gobernar para todos/as limitando el ejercicio de su libertad religiosa para no imponerla a nadie.

El debate deja innumerables temas sin tratar: el mantenimiento del bochornoso sistema de privilegios con que cuenta el catolicismo, obtenido mayoritariamente en épocas de gobiernos de facto; el problema de la igualdad religiosa a nivel institucional; la discriminación que sufren las entidades religiosas no católicas; el insostenible pago de sueldos a los obispos gracias al genocida Videla; la vigencia del obispado castrense; la cuestión de los feriados religiosos; la participación de la clase política en el “Te deum”; los vínculos entre el poder político y el religioso que impiden aplicar políticas públicas para toda la sociedad (ejemplo, educación sexual en las escuelas), el contenido de los planes educativos, por nombrar algunos. Unos serán más importantes, otros no tanto.

El integrismo católico en su versión clerical está en pleno enfrentamiento con la sociedad laica. La realidad no miente y la “piedad” de funcionarios clericales no convence a nadie. El obispo auxiliar es parte de la campaña contraria a la laicidad. 

A tal punto el tema no está en la agenda episcopal desde el momento en que no han movido un papel para perder sus privilegios, sobre todo, sus sueldos pagados por todos los argentinos.
El debate es positivo en tanto se haga en un pie de igualdad con los distintos actores gubernamentales, sociales y religiosos, sin apelar a simuladas “tolerancias” que al decir de Albert Jacquard “es creerse en situación de dominar, de juzgar” o en “considerarse muy bueno por aceptar al otro a pesar de sus errores” (6); y sin posiciones hegemónicas. Por eso sería interesante abrir el debate a otros referentes religiosos y a sectores del progresismo católico que no adhieren al pensamiento oficial de la institución.

¿Podrán los gobernantes de turno agregar la laicidad en su agenda de trabajo? ¿Tendrán los directores de escuelas públicas de la provincia la valentía para ajustarse a la laicidad de la educación pública y retirar los símbolos católicos presentes en sus establecimientos?
¿Podrá la Iglesia Católica prescindir de su relación parasitaria para con el Estado, colaborando desinteresadamente en la consolidación de la laicidad?

Tal vez la respuesta la tenga Alejandro Vinet quien sostuvo: “Se nos pregunta: ¿Qué quiere Ud. que sea de la religión sin el apoyo del Estado? Contestamos: que sea lo que pueda; que sea lo que puede ser; que viva si tiene que vivir, que muera si tiene que morir. Ella vino al mundo para demostrar que el espíritu es más fuerte que la materia, fuerte sin la materia, fuerte contra la materia. No debemos impedir que lo demuestre. Si no puede subsistir por sí misma, no es la verdad; si no puede vivir sin el artificio, es porque ella misma es un artificio; si es de Dios, le ha sido dado como a Jesucristo, tener vida en sí misma” (7).

Notas

(1) Entrevista a Paolo Flores d’Arcais, en www.2006.atrio.org/?p=422
(2) SAVATER, Fernando, La Vida Eterna, Ariel, Barcelona, 2007, p. 212. 
(3) Discurso de Benedicto XVI en el Palacio Quirinal al Presidente italiano 24/06/2005.
(4) CASTILLO, José María, ¿Otoño caliente? en juancejudo.blogspot.com/2007/…/otoo-caliente-jos-mara-castillo.htm.
(5) C. Cont. Adm. Fed. Sala IV, 20/04/2004.
(6) JACQUARD Albert, Pequeña filosofía para no filósofos, Debolsillo, Buenos Aires, 2007, p. 16.
(7) Citado por SCIALABBA, Raúl, Los bautistas y la libertad religiosa, en BOSCA, Roberto, La libertad religiosa en la Argentina: aportes para una legislación, Buenos Aires, Konrad Adenauer, 2003, p. 119.

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