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La Iglesia sale del templo y entra en la campaña política · por Jordi Ruiz

¿Por qué la Iglesia se está alineando claramente con la ultraderecha? ¿Qué hay detrás de su defensa de la simbología franquista?

La reciente intervención del presidente de la Conferencia Episcopal en la política española, pidiendo elecciones y compartiendo tribuna con la ultraderecha, reabre una vieja pregunta: ¿puede la Iglesia mantenerse al margen del poder cuando tanto tiene que perder?

Durante las últimas décadas, la Iglesia Católica en España ha mantenido un vínculo ambiguo con la política: ora silenciosa y discreta, ora ruidosa y protagónica.

    Sin embargo, lo que parecía una retirada paulatina de los altares al ágora ha dado un nuevo giro. El reciente protagonismo del actual presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Luis Argüello, ha vuelto a colocar a la Iglesia en el centro del escenario político.

   Y lo ha hecho no sólo con palabras, sino con actos que traspasan abiertamente los límites que durante años parecían impuestos por una prudencia institucional: pedir elecciones anticipadas y participar públicamente en actos con dirigentes de Vox, como Santiago Abascal.

     Este episodio no es un rayo en cielo despejado. Es más bien el eco renovado de una larga tradición de implicación política del catolicismo en el Estado español. La Iglesia, desde su alianza fundacional con el franquismo, ha desempeñado un papel crucial en la legitimación del orden social dominante. Tras la muerte de Franco y el paso hacia la democracia parlamentaria, muchos imaginaron una separación definitiva entre púlpito y Parlamento. Pero los hechos han desmentido repetidamente esa expectativa.

EL GIRO CONSERVADOR: MÁS QUE UNA DERIVA ESPIRITUAL

      La figura de Luis Argüello simboliza, para una parte de la jerarquía eclesiástica, una vuelta a las trincheras. Lo hace en un contexto en que las fuerzas de la ultraderecha —católica, nacionalista y reaccionaria— se presentan como las únicas capaces de defender los «valores tradicionales», desde la familia hasta la Cruz de Cuelgamuros, convertida ahora en tótem y bandera ante la retirada de símbolos franquistas.

      Frente a una Iglesia que en los años noventa aún permitía cierta pluralidad —con sectores progresistas centrados en la justicia social, la teología de la liberación y el compromiso con los más pobres—, la CEE actual parece decidida a abrazar sin tapujos a los sectores más radicalizados del espectro político.

     La connivencia con Vox no es, pues, un accidente; es una estrategia. La Iglesia busca preservar sus privilegios y su influencia en un momento en que su poder social y cultural se erosiona día a día.

DEL FRANQUISMO A LA DEMOCRACIA: ¿CAMBIO O CONTINUIDAD?

     Para entender este movimiento hay que mirar hacia atrás. Durante el franquismo, la Iglesia fue una pieza central del régimen. El nacionalcatolicismo no era sólo una ideología, era también una forma de gobierno. El dictador fue presentado como cruzado y defensor de la fe, y la Iglesia, a cambio, obtuvo poder, recursos y control sobre la educación y la moral pública.

  Con la llamada transición, ese poder no desapareció en absoluto: tan solo mutó. Aunque formalmente se proclamó un Estado aconfesional, los acuerdos con el Vaticano firmados en 1979 consolidaron ventajas fiscales, financiación pública y presencia en la enseñanza.

    Desde entonces, cada intento por recortar esos privilegios ha sido denunciado como un ataque a la libertad religiosa, en una retórica que encubre el fondo material de la disputa: quién controla el imaginario colectivo y qué papel debe jugar la religión en la vida pública.

LA CRUZ COMO SÍMBOLO DE RESISTENCIA CONSERVADORA

     La reciente polémica sobre la Cruz de Cuelgamuros —antes Valle de los Caídos— es un ejemplo claro. La defensa airada de su permanencia no es un debate arquitectónico ni cultural, sino profundamente político. La Cruz se convierte así en estandarte de quienes se oponen a la memoria democrática y a la resignificación del pasado.

     En este contexto, la Iglesia se posiciona no como mediadora, sino como parte interesada. Asume la narrativa de la ultraderecha, se alinea con sus demandas, y en algunos casos, como ha hecho Argüello, actúa como su portavoz espiritual. Lejos de asumir una neutralidad institucional, promueve el conflicto como vía para recuperar influencia.

¿UNA ESTRATEGIA DE SUPERVIVENCIA?

       La radicalización de parte de la Iglesia española puede entenderse también como una respuesta a su propia crisis interna. La secularización de la sociedad, la caída en picado del número de practicantes, el desprestigio derivado de escándalos de abusos y corrupción, han colocado a la institución en una encrucijada. En lugar de repensar su lugar en una sociedad plural, ha optado —al menos en sus sectores dominantes— por una huida hacia adelante, buscando aliados en la política más reaccionaria.

     Pero esta estrategia encierra riesgos. Lejos de atraer nuevos fieles o ampliar su base, la Iglesia puede quedar identificada con un proyecto político minoritario y excluyente, incapaz de dialogar con una sociedad diversa.

EL PASADO QUE NO PASA

      La historia de la Iglesia y la política en España es la historia de una relación tensa, compleja y, en la mayoría de las ocasiones, marcada por la subordinación de la espiritualidad al poder. En las últimas décadas, esa relación ha tomado nuevos rostros, pero conserva la misma lógica: intervención, defensa de privilegios, resistencia al cambio social.

      Hoy, cuando un arzobispo convoca a elecciones y se sienta junto a Abascal, no sólo está haciendo política. Está recordándonos que la frontera entre lo religioso y lo político en España sigue siendo más difusa de lo que muchos quisieran. Y que, mientras no se rompa ese lazo histórico, seguiremos viendo cómo la cruz se convierte en arma en las batallas por el sentido común del presente.

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