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La Iglesia mantiene el secretismo y desoye a las víctimas de pederastia tras un año con 500 denuncias

EL PAÍS pregunta a 141 órdenes y diócesis sobre el resultado de sus investigaciones y cuántos casos conocen, después de entregar tres informes con cientos de testimonios. El silencio continúa siendo la respuesta general

EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.

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La Iglesia católica española ha tenido un año para afrontar su primera gran investigación sobre la pederastia en España, que se vio obligada a emprender a raíz del primer informe de EL PAÍS, en diciembre de 2021, con 251 casos inéditos. Esta cifra se ha doblado hasta 500 en este año, con un segundo dosier, entregado en junio, y un tercero, presentado este mes. En total, más de 1.000 páginas. Sin embargo, un año después, el balance es nulo: nada se sabe de la respuesta a estos casos y la transparencia no solo no ha aumentado, sino que ha empeorado. La Iglesia ha cerrado filas y se sigue negando a revelar lo que sabe: este diario ha preguntado a las 141 entidades con acusaciones, entre órdenes y diócesis, sobre el número de casos que conocen, cuántos procedimientos canónicos han abierto y cuántas indemnizaciones han pagado. Más de un mes después, casi ninguna ha facilitado información. El silencio es aplastante, solo el 13% ha aportado algún dato. Los casos de cada entidad y sus respuestas se pueden consultar en las tablas de datos que acompañan esta información.

Por otro lado, la atención a las víctimas ha sido decepcionante en la mayoría de las ocasiones, según denuncian decenas de afectados, con criterios erráticos en función de la sensibilidad personal de cada obispo o la política de cada congregación. Va del ninguneo a recibir, en casos contados, hasta 40.000 euros, según la suerte que tenga cada afectado de con quién le toque. EL PAÍS no facilitó en sus informes la identidad de las víctimas, pero se ofreció a la Iglesia para mediar con ellas y que pudieran colaborar en la investigación, si así lo deseaban. La Conferencia Episcopal Española (CEE), no obstante, se negó en un primer momento a coordinar esta tarea y este diario tuvo que gestionar el contacto entre cientos de denunciantes y decenas de entidades. A raíz del segundo informe, seis meses después, la CEE por fin se decidió a hacerlo. En todo caso, muchas de las víctimas, escépticas con la investigación —pues cada diócesis y orden se investiga a sí misma—, no han accedido a contactar con los organismos eclesiásticos y han preferido hacerlo con el Defensor del Pueblo.

Obligadas por el Vaticano, las diócesis abrieron en 2020 oficinas de atención a las víctimas, pero en muchas de ellas ni se encuentra el contacto en su web. Se desobedece sistemáticamente al Papa en varios puntos: en ocasiones no se abre una investigación si no hay denuncia directa de la víctima, algo que ya no es necesario; no se la informa de la posibilidad de una compensación; cuando se hace, se imponen cláusulas de silencio; y aunque haya una condena del abusador, no se le da a la víctima la información del caso, ni siquiera el nombre del acusado cuando no lo recuerda, pero sí ha sido identificado por la Iglesia. Aunque condene al acusado, tampoco revela luego dónde ha estado destinado: por ejemplo, la diócesis de Orihuela-Alicante se ha negado a informar de los destinos de un cura pederasta durante 35 años.

Es frecuente que la respuesta se limite a tratar la denuncia de abusos exclusivamente como un asunto jurídico, sin contemplar la escucha y la ayuda. En muchos lugares, la primera reacción con la víctima no es de acogida, sino de desconfianza y cuestionamiento. En poblaciones pequeñas, a veces se acompaña del rechazo social hacia quien denuncia.

Un ejemplo de falta de empatía es el caso de Roberto, nombre ficticio de uno de los denunciantes del primer informe de este diario, en diciembre de 2021. En la diócesis de Orihuela-Alicante lograron identificarlo y fueron a buscarlo directamente a su vivienda unos días más tarde. “Estaba en casa y llamaron al telefonillo. Era la voz de una mujer que me dijo: ‘Abre, que vengo a hablar de los abusos’. Me inundó el pánico, no sabía cómo me habían encontrado”, explica.

Roberto bajó y, según su relato, lo invitaron a que subiera a un coche y lo condujeron a una iglesia donde estaba el fiscal general de la diócesis. Lo sometió a un interrogatorio. “Me dijeron que mis declaraciones tenían contradicciones. Yo estaba muy nervioso por todo lo que estaba pasando. Me sentí como un terrorista”, narra. Esta víctima, que acusa de abusos entre 1998 y 1999 a un sacerdote de iniciales F. N. C., afirma que los encuentros siguieron en su casa: “Se encerraron con mi madre en el salón para hacerle preguntas, quedaron con algunos de mis amigos… No aguanté más, sufrí sarpullidos y tuve que volver al psicólogo. Le dije a la diócesis que no quería saber nada de ellos”. Roberto, de hecho, tiene miedo de que, al contar en la prensa su historia, la Iglesia vuelva a llamar a su puerta.

En todo caso, lo que están haciendo órdenes y diócesis con las denuncias es un misterio. Solo cuatro obispados han respondido a EL PAÍS sobre su actuación en los casos que les afectan: Tarragona, Cartagena, Bilbao y Madrid. Esta última ha sido la única en hacer una descripción precisa del estado de cada proceso, junto con los nombres de los acusados y sus destinos.

La archidiócesis madrileña es una de las pocas que ha demostrado un compromiso creíble por averiguar la verdad y escuchar a las víctimas, con la puesta en marcha del servicio de atención Repara. Ha habido dos diócesis, Astorga y Pamplona-Tudela, que ni han respondido a la consulta. Solo en 12 no constan casos o aseguran no conocer ninguna acusación: Barbastro-Monzón, Cádiz-Ceuta, Huesca, León, Lleida, Menorca, Mondoñedo-Ferrol, Osma-Soria, Sigüenza-Guadalajara, Urgell, Vitoria y el arzobispado castrense. En cuanto a las órdenes, solo ocho han accedido a informar sobre sus casos. El resto, 34 no han contestado.

La Iglesia siempre ha ido a remolque del escándalo: ha pasado de negar que hubiera casos en España a reconocer 220, en abril de 2021, y un año después, de golpe, 506, sin dar ningún detalle. Sigue sin haber más cifras que la contabilidad que lleva este diario en una base de datos abierta que se nutre de informaciones de medios y sentencias: ya ascienden a 906 clérigos y laicos acusados y al menos 1.713 víctimas. Hace cuatro años, cuando EL PAÍS inició su investigación, solo se contaban 34 acusados.

El hermetismo se mantiene: ninguna orden ni ninguna diócesis quiere informar de cuántas denuncias, además de las remitidas por este diario y las que han salido a la luz por otros cauces, les han llegado a sus oficinas de atención a víctimas. Algunas que hasta ahora lo hacían, y aportaban detalles de los casos en las investigaciones de este diario, han dejado de hacerlo. Ahora la respuesta más frecuente es que remiten sus datos a la Conferencia Episcopal. Pero la CEE tampoco responde.

El órgano de los obispos ha pasado de sostener que ignoraba el número de casos en España, escudándose en que no podía pedir datos a las diócesis, por no tener autoridad sobre ellas, aindicar a los obispos qué información deben entregar a la Fiscalía y reclamarles que remitan a la CEE toda la información.El resultado sigue siendo el mismo, total opacidad. En teoría, se está centralizando la información para ofrecerla el próximo marzo, según revelan documentos internos.

El despacho de abogados Cremades & Calvo Sotelo, al que la CEE encargó una auditoría sobre los abusos en febrero, está recopilando la información. Los obispos, que siempre se habían negado a encargar una investigación externa como en Francia o Alemania, dieron ese paso a raíz del impacto del primer informe de EL PAÍS, y ante la primera reacción desde las instituciones: en marzo el Congreso ordenó una investigación al Defensor del Pueblo.

La auditoría del bufete madrileño en realidad no es una investigación en profundidad: se están limitando a pedir a las diócesis que les entreguen los datos que tengan. No van a revisar los archivos personalmente. “Nos ha pedido documentación y nosotros se la entregamos. El trabajo lo estamos haciendo nosotros, podemos reservarnos la documentación que nos dé la gana”, critica un alto cargo de un obispado. Por otro lado, el bufete afirma que “está teniendo numerosas reuniones con los obispos” en sus sedes episcopales.

El buzón de denuncia del bufete, acusado por algunas asociaciones de víctimas de falta de credibilidad, tampoco está funcionando: las últimas informaciones del despacho cifran los testimonios recibidos en más de un centenar. Aunque también le están llegando por otros canales, como asociaciones de víctimas y organizaciones como Save The Children. “No nos estamos centrando en la cantidad de testimonios. Cremades ya tiene suficientes para el corazón del estudio: la reparación y la prevención”, contesta un portavoz, que precisa que la fecha de entrega de la auditoria será antes de junio.

El Defensor del Pueblo, que abrió otro correo electrónico de atención a víctimas, lleva recogidos 400 desde que comenzó su trabajo en julio. Más de 1.000 personas han escrito ya a EL PAÍS desde 2018.

Si por el lado de la investigación predomina el secretismo y la lentitud (aunque las normas canónicas establecen que el proceso dure tres meses), en la atención a las víctimas reina la anarquía. No hay criterios comunes. Numerosas víctimas relatan muy dolidas la “desastrosa” respuesta que han tenido de obispos y órdenes, a menudo torpes en la mera gestión humana del problema.

Como en el caso anterior de Alicante, a Concha H. Fernández, que contó su historia en EL PAÍS en agosto de 2022, la diócesis de Oviedo también logró identificarla. Su primer contacto con ella, tras narrar los abusos del sacerdote Álvaro Iglesias Fueyo en los años setenta, fue simplemente enviarle una carta a su trabajo, convocándola a un interrogatorio con el fiscal canónico cuatro días después. “Me quedé de piedra, era como si me dijeran que sabían quién era yo y dónde vivía, como la mafia. Sensibilidad cero. Encima el cura sigue donde estaba, dando misa, y a mí hay gente que ha dejado de saludarme. Esto sigue siendo como Vetusta en La Regenta. Ahora comprendo que mis padres no denunciaran cuando se lo conté. Si ahora es así, en los años setenta no quiero ni pensarlo”.

Concha, creyente y que estaba muy implicada en su parroquia hasta el día que sufrió abusos, ha tenido “una decepción enorme” con la Iglesia. “Se sienten por encima del bien y del mal, y el mensaje es que la palabra del cura vale más que la mía”. A la citación respondió con una carta diciendo que no acudiría y solo esperaba que el sacerdote le pidiera perdón. Consultada por este diario, la diócesis de Oviedo no responde. En agosto, cuando se publicó el caso, tampoco lo hizo. No obstante, informó en su web de que investigaría a los acusados cuando la denuncia sea “presentada por la posible víctima, con su nombre y no de manera anónima”.

Las órdenes más grandes, y con mayor número de casos, como maristas y jesuitas, son las que más han avanzado en establecer protocolos de atención a las víctimas que incluyen indemnizaciones, además de asistencia terapéutica. No obstante, los afectados a menudo se resienten de la frialdad burocrática del proceso, con intervención de abogados.

Según los casos que ha conocido este diario, los jesuitas están pagando 15.000 euros como máximo en los casos más graves, en función de un tarifario que antes contempla abusos leves (5.000 euros) y medios (10.000). Los maristas están recurriendo en algunos casos a la mediación de la asociación Betania y han llegado a pagar 35.000 euros, pero, en cambio, en otras ocasiones ni mencionan la posibilidad de una indemnización. Los salesianos también han comenzado a pagar cantidades similares. Pero todo en medio de un gran secretismo, ante el temor de un efecto llamada.

En cuanto a los obispados, ninguno en España admite haber pagado indemnizaciones, aunque algunas sí lo están haciendo. Un responsable de una diócesis explica que lo primero que dice a las víctimas es que investigarán su caso y si es verosímil le pagarán 40.000 euros, pero es una excepción. EL PAÍS ha calculado, según las pocas sentencias que se conocen, que la Iglesia española ya se ha visto obligada a pagar al menos dos millones de euros en indemnizaciones a 173 víctimas en las últimas cuatro décadas.

En un caso de abusos en el colegio de los maristas de Málaga, la congregación pactó con la víctima una compensación de 35.000 euros, pero se negó a darle el nombre del agresor, a quien identificó en una foto. Solo recordaba que se llamaba don José y que era su tutor en quinto curso en 1973. Don José, relata la víctima, vivía al lado del colegio y empezó a llevarse a un compañero de clase a su casa. “Luego nos contaba que le había masturbado y él había masturbado al profesor. Eso nos creó curiosidad, y queríamos ir a su casa, y al final una vez me llevó a mí”. Allí también abusó de él. Tenía 10 años.

Recuerda que a los pocos días fue otro compañero, pero luego se lo contó a sus padres. Lo denunciaron y el centro despidió al profesor. “Se le expulsó, pero no se le abrió expediente. Se tapó todo. Se iría a otro colegio. Lo he preguntado, pero tampoco me lo han dicho”, cuenta. Nada se sabe de si han investigado el encubrimiento. “A los niños entonces ni nos preguntaron ni se interesaron por nosotros. Su respuesta fue mandarnos a otro profesor, una especie de sargento, que fue brutal con nosotros”. A esta víctima lo ocurrido le marcó su vida, pero ahora dice haber quedado satisfecha con la atención recibida de la orden.

“Se lavan las manos”

Otros no han tenido tanta suerte. E. A., por ejemplo, narra una experiencia frustrante con los jesuitas por los abusos que denuncia en el seminario SAFA de la orden en Úbeda (Jaén), entre 1969 y 1970. Acusa al profesor seglar G. M. Q. “Nos encandiló a todos. Era joven, muy activo, portero de fútbol, jugador de balonmano, tocaba la batería. Lo teníamos mitificado. Al acostarnos nos ponía música, Noches de blanco satén, era moderno”. Pero tenía otra cara.

En el internado podían volver a casa el fin de semana, pero E. A. prefería dormir allí ya el domingo, para no tener que madrugar. Vivía en un cortijo y tenía que caminar cuatro kilómetros. “Estábamos pocos y entonces nos mandaba a todos a una habitación. Aquello era su corral y hacía lo que quería con nosotros. Se metía en la cama y cometía todo tipo de tropelías sexuales. Tocamientos de mis partes, me chupaba el cuello, me mordía y chupaba las orejas y se esforzaba en que me diera la vuelta para meterme la lengua en la boca. Era todo asqueroso, quería morirme”, relata.

E. A. recuerda que los abusos le dejaron marcado: empezó a sacar malas notas, perdió la beca y tuvo que dejar de estudiar. Su familia era pobre y empezó a trabajar. Contactó con los jesuitas hace ya dos años, en enero de 2021, y solicitó dos cosas: que le pidieran perdón y una compensación, pero la orden replica que el acusado era seglar, luego dejó el centro y no contempla una indemnización.

“¿Esto sale gratis, que te jodan la vida sale gratis? Este señor era un empleado suyo que hizo daño a muchas personas y los jesuitas tienen un responsabilidad. Se lavan las manos”. La respuesta que le ha dado la Compañía es que escriba al Defensor del Pueblo y a la Conferencia Episcopal. Lo peor es que E. A. ha seguido la pista de este docente y se instaló en un municipio cercano de Jaén donde durante años ha seguido en contacto con niños como profesor de educación física y entrenador deportivo. En internet abundan fotos suyas con menores. Los jesuitas lo localizaron para mediar con la víctima, pero él rechazó las acusaciones y se negó a pedir perdón de nada.

Agustín Molleda, una de las víctimas que escribió a EL PAÍS, sujeta una imagen de él y su compañero de San Cayetano (Gijón), en diciembre de 2021.Foto: MANU BRAVO | Vídeo: JAIME CASAL, BELÉN FERNÁNDEZ

Otras órdenes, como La Salle, usan la técnica de trasladar los casos a la Fiscalía para dirigirlos a una vía muerta y desentenderse: como están prescritos, siempre se archivan y luego la orden no abre ninguna investigación interna. El caso del hermano Joaquín Berruguete es flagrante: EL PAÍS contabiliza al menos 14 víctimas suyas, entre 1976 y 1994, en dos colegios, en Santander y Santiago de Compostela. Las denuncias lo describen como un depredador que ha dejado un reguero de víctimas, pero hasta ahora la orden no ha dado ninguna explicación.

“Además de profesor de matemáticas estaba en la enfermería. Cuando ibas te bajaba el pantalón, aunque no fuera necesario y mientras te echaba mercromina te metía la mano por debajo del calzoncillo y te tocaba”, relata A. L., exalumno del colegio de cántabro. “Además de los tocamientos constantes en clase, otra cosa que hacía era meterse en las duchas del gimnasio, cuando nos estábamos duchando”.

En febrero de 2022 lo denunció al director del centro, que le dirigió a un abogado de La Salle. “Lo denunciamos en Fiscalía y todo fue muy rápido, al cabo de una semana se archivó el caso, y ahí acabó todo. La Salle luego no me ha dicho nada más, ni me ha ofrecido una compensación económica”, dice el afectado. “Tiene que haber decenas de víctimas. Creo que a estas alturas, por mucho que me haya dicho el director que lo siente, no se trata solo de eso”.

Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, escríbanos a abusosamerica@elpais.es.

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