El 17 de abril de 1946 Francisco Franco envió una carta a Rigoberto Doménech y Valls, arzobispo de Zaragoza. El español «es el único Estado verdaderamente católico que hoy existe», le decía el Generalísimo, y por eso le «acechan» la masonería y el comunismo, «por su condición de católico y anticomunista».
No se trataba de una declaración aislada. Franco pudo comprobar muchas veces a lo largo y ancho de su dictadura lo útil que resultaba ese recurso al catolicismo. Gustaba mucho a los obispos, satisfechos con que los grandes problemas históricos de España hubieran acabado así, con el sueño cumplido de un Estado «verdaderamente católico«, en pleno siglo XX y después de todas las guerras y revoluciones imaginables.
El nacionalcatolicismo, como antídoto perfecto frente a la República laica, el separatismo y las ideologías revolucionarias, tuvo un significado específico para burgueses y terratenientes, para los militares y para un amplio sector de pequeños propietarios rurales y clases medias urbanas. El nacionalcatolicismo resultó una ideología eficaz para la movilización de todos esos grupos que se propusieron desterrar los conflictos sociales y darles una solución quirúrgica. El nacionalcatolicismo, pensaban sus defensores, tenía raíces profundas y lejanas en la historia de España, en la época imperial de los Reyes Católicos, en la Edad de Oro y en la Contrarreforma. De la decadencia posterior eran causantes las diversas herejías extranjeras, el protestantismo, el liberalismo y el socialismo, a las que los malos españoles se habían agarrado. Desde Menéndez Pelayo a finales del siglo XIX hasta los apologetas católicos del orden y la autoridad de los años veinte, esa visión fue repetida en manuales escolares, publicaciones religiosas, cartas pastorales y sermones.
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