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La guerra de los crucifijos

El anuncio de que el Gobierno piensa ordenar por ley la retirada de los crucifijos de los colegios públicos ha suscitado nuevamente el debate entre una parte de los católicos, partidarios de que aquellos sean permanentemente exhibidos en los lugares públicos y, los laicos, que consecuentes con su visión de una sociedad aconfesional, son partidarios de la eliminación pública de cualquier símbolo religioso.

No voy a entrar en los argumentos que esgrimen unos y otros, aunque me declaro laico hasta el tuétano, porque existen organizaciones católicas y laicas que sabrán defender mejor sus respectivas posturas, tan sólo quisiera resaltar un antecedente histórico de nuestro país que aporta al debate una especial singularidad, al margen de razonamientos estrictamente confesionales o laicos.

Cuando en noviembre del pasado año un juzgado de Valladolid ordena la retirada de los crucifijos de un colegio público porque, según el juez, la exhibición de símbolos religiosos vulnera los derechos fundamentales de igualdad y libertad de conciencia, el Vaticano lamentó la sentencia pues, según manifestó el presidente del Consejo Pontificio de Cultura, “no hay ningún símbolo que exprese mejor el dolor de las víctimas de la violencia y del poder”.

Ocurre, sin embargo, que en nuestro país el Pontífice Pío XI, que representaba a Cristo en la época de la última guerra civil entre españoles, puso el crucifijo al exclusivo servicio de uno de los contendientes; el que se sublevó contra el orden democráticamente querido por la ciudadanía. De la página web generalisimofranco.com he rescatado el discurso, que dirigido a la “Hermandad de los los Alféreces Provisionales de la Guerra de Liberación” y titulado “Por Dios y por España”, pronunció el Cardenal Primado de España, Enrique Plá y Deniel, el 30 de junio de 1958, del que reproduzco un extracto por su enorme interés en la aclaración de la verdad histórica:

“Fue el sano pueblo español el que se incorporó al Ejército, dándole el carácter de Cruzada al luchar por Dios y por España. (…) La Iglesia no hubiera bendecido un mero pronunciamiento militar ni a un bando de una guerra civil. Bendijo, sí, una Cruzada. El Pontífice Pío XI, por encima e independientemente de toda consideración política, bendijo a los que emprendieron la difícil empresa de defender los derechos de Dios y de la religión en España. (…) La Iglesia ha predicado y predica la paz y pide el perdón, el olvido, la verdadera fraternidad. Sabe bien que no basta vencer, sino que es necesario convencer; que ahora no es tiempo de luchar con las urnas, sino de trabajar juntos para remediar injusticias sociales que había en nuestra España, para promover su progreso espiritual y material. (…) La Iglesia bendice, pues, vuestra Hermandad para que, como ayer en la Cruzada, hoy en puestos tan distantes como os halláis colocados, en tan diversas profesiones, trabajéis unidos con el mismo lema de la paz, por Dios y por España”.

Y, ahora, vuelvo sobre la valoración que hace el Vaticano del crucifijo cuando dice que “no hay ningún símbolo que exprese mejor el dolor de las víctimas de la violencia y del poder”, para exigirle al presidente del Consejo Pontificio de Cultura que sea más explícito y delimite con exactitud a qué víctimas se refiere, qué violencia tiene o no la bendición de la Iglesia y cuál es el poder que puede ser detentado al margen de los ciudadanos, teniendo en cuenta que su primado en España decía, cuando habían transcurrido ya veinte años de posguerra, que “no es tiempo de luchar con las urnas”.

Termino con un deseo en forma de pregunta. ¿Cuándo bajará Cristo de nuevo a explicarle a muchos católicos, entre otras cosas, el significado de “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”?. Pero en esta nueva ocasión, de producirse, que se deje de parábolas y que hable clarito, que luego ellos sólo entienden lo que quieren y lo que les conviene.

Gerardo Rivas Rico es Licenciado en Ciencias Ecónomicas

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