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La ficción de Barberá: sobre la visita del Papa a Valencia

A lo que nos cuentan, la actual alcaldesa de Valencia dice no leer novelas por que apenas dispone de tiempo. El día que se inauguraba la Feria del Libro, la munícipe hacía estas declaraciones aprovechando para recomendar algún volumen del actual Papa, una biografía o un ensayo, textos que, en cualquier caso, no se leen como novela, como ficciones. Se trata, añadía la alcaldesa, de un interesante libro y, además, su atractivo o su oportunidad son mayores si tenemos en cuenta que en pocas semanas tendremos al Pontífice por Valencia. Es curioso: esa declaración (supongo que circunstancial, sólo motivada por la inauguración de la Feria y por la próxima visita) me hizo recordar otra lectura papal, la de Memoria e identidad, que yo mismo hiciera hace justamente un año, coincidiendo con la agonía de Juan Pablo II.

Por lo que veo, en ambos casos, el repudio del mundo moderno es el rasgo compartido, esa aversión que sienten por el laicismo, por una secularización que avanza y que disuelve el otrora poder temporal y moral de la Iglesia. Es significativo, además, que quien luchara por la libertad del catolicismo en Polonia, el propio Karol Wojtyla, creyera que el rumbo de Occidente había comenzado a perderse con el cartesianismo, con el cógito cartesiano, con el pienso luego existo. Al racionalismo que se esfuerza en pensarse sin Dios, al hombre rebelde que se aúpa hasta su trono, le achacaba el anterior Papa el espanto del siglo XX, las ideologías del mal, nada menos. Declaraciones semejantes le he leído a Benedicto XVI. En el número 18 de la revista Pasajes (que edita la Universidad de Valencia) se reproduce un célebre debate entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger sobre el laicismo. En esas páginas, el nuevo Papa postula una vuelta racional a la fe al tiempo que condena lo que juzga arrogancia de la razón. En fin, lo de siempre.

¿Regresará Europa a los preceptos cristianos? ¿Se dejarán guiar los europeos descreídos por el maestro de moral? Hay tres fuerzas, en la tierra, decía alguien, un gran y temible preceptor cuyo nombre no les diré de momento, «únicamente tres fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia de estos canijos rebeldes [los seres humanos descreídos], por su propia felicidad, y estas fuerzas son: el milagro, el misterio y la autoridad (…). Los hombres son como niños que se han amotinado en clase y han echado al maestro. Pero también se acabará el alborozo de los niños, y les costará caro. Demolerán los templos e inundarán de sangre la tierra. Mas, al fin, esos estúpidos niños se darán cuenta de que, aunque rebeldes, tienen pocas fuerzas, y son incapaces de resistir su propia sublevación». A eso parece que viene el Papa, a hacernos ver que somos incapaces de resistir nuestra propia sublevación. Pero una porfía sostenida y, sobre todo, una escenificación en la propia Valencia del gran acto de predicación, y verán, verán. Quienes aún declaremos nuestro descreimiento nos arrastraremos a sus pies clamando algo así como: «sí, vosotros teníais razón, únicamente vosotros estabais en posesión de su misterio y volvemos a vosotros, ¡salvadnos de nosotros mismos!». ¿A que esas palabras parecen una cita novelesca? Pues lo son: los entrecomillados que he reproducido proceden de una novela, en concreto están extraídas de la declaración del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamázov.

Tal vez debamos desconfiar de aquellos políticos nuestros que pretextan no disponer de tiempo para leer novelas. Cuando eso se declara con tanto énfasis, con resuelta franqueza, con ese desparpajo, entonces es que nuestros representantes ya no necesitan la ficción: están en ella o en ese género de la fantasía que, al decir de Borges, es la especulación teológica. Vean, si no me creen lo que le sucedió a Silvio Berlusconi. A lo que nos cuentan, cuando aún estaba en el Gobierno, pero ya ajeno a la realidad, el italiano tuvo la audaz intención de introducir en el aula todo tipo de materiales electrónicos para así ir reemplazando, sustituyendo, eliminando los libros de texto y las novelas. «Es verdad que el presidente del Gobierno», señaló Umberto Eco, «ha dicho en algún momento que hace veinte años que no ha leído una novela», y lo ha dicho como si su ejemplo sirviera para los jovencitos. Hagan como yo, no lean novelas. «Pero la escuela», apostillaba Umberto Eco, «no debe enseñar a convertirse en presidente del Gobierno (al menos, no como éste)». Como las novelas: que no enseñan qué pasos hay que seguir para convertirse en alcaldesa.

Justo Serna, profesor de Hª Contemporánea de la Univ. de Valencia

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