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La fe necesita la increencia

En medio de tanto tambor y redoble por las calles, de cristos crucificados, de dolorosas y capirotes descalzos, de sermones en radios y televisiones, de procesiones del dolor, de látigos y sangre… he encontrado un artículo sensato en Der Spiegel de Georg Diez ofreciendo una explicación y que me ha recordado, también a mí, un libro de Emmanuel Carrère, titulado Le Royaume y que apareció en Anagrama como El reino. Dice el artículo de Georg Diez:

Un predicador mesiánico ambulante, que anunciaba el “reino de dios”, tuvo que ser considerado por los romanos como un opositor. ¿Y cómo un mensaje subversivo se trocó en un mensaje del amor?

Las religiones monoteístas se asientan en la violencia. Su fundamentación es: no debes tener otros dioses, yo soy tu único dios. Por tanto este dios, que tanto desconfía del hombre, que le prohíbe pensar, que permite a su pueblo vagar errante eternamente por el desierto, este dios en cuyo nombre se asesina y degolla, este dios, que se divierte malamente con Job y todavía le tilda de inútil en comparación suya, este dios que inventa el pecado para así prometer el perdón, este dios, que finalmente sacrifica a su hijo y predica el amor…, por lo visto llega un momento en el que ya no se le cree más.

Este dios, que dice una vez y otra que se enoja y se enfada, que como un niño mimado sólo él quiere reinar, que no tolera a nadie a su vera que le haga sombra, tampoco a los hombres, este dios hacia dentro exige obediencia y hacia fuera busca enemigos. Son los enemigos quienes le legitiman: “¡eh, ved, necesitáis que os proteja!”. Y así se encuentra dios en la guerra, no sólo en el Antiguo Testamento –la Biblia termina como es conocido violenta e impetuosamente en el Apocalipsis de Juan. “Y quien supere y cumpla mis mandatos hasta el final, se dice, a ése le daré poder sobre los paganos y él los apacentará con mano de hierro, y hará añicos de ellos cual ánforas de barro, e igual que yo he recibido de mi padre quiero entregarle la estrella de la mañana”

El mundo dividido en ellos y nosotros

La fe necesita de enemigos, es el medio más antiguo de cualquier dominio, confiere sentido, mantiene unido, la fe divide el mundo en un nosotros y los demás. La fe necesita de esta desfiguración del mundo, necesita de un sistema de verdades, que exista independientemente de las verdades de los demás o incluso de todos los demás.

La fe, al menos originariamente, necesita también de la increencia –y quien separa a la gente de esta forma ése tal sí quiere que los hombres desconfíen entre sí, que se odien, que se peleen.

La estabilidad del sistema de fe monoteísta descansa y se basa en la inestabilidad del mundo: resulta una paradoja que el hombre se haya inventado un dios para poner orden y a través de él crear el desorden.

De muchas maneras, lo muestra ya el Antiguo Testamento, se reflejan conflictos mundiales por motivos religiosos; de muchas maneras, lo muestra la actualidad, el mundo religioso produce conflictos bélicos. Y se da una escalada en cadena, que se sustenta en la fe misma y recorre el mundo, el regalo de dios al hombre fue el miedo y éste le agradeció con la sumisión y la dependencia.

Jesús como amenaza

También Jesús forma parte de este contexto, de este conglomerado guerrero, también Jesús fue un guerrero, quizá un guerrero de la palabra, pero en cualquier caso amenaza lo suficientemente grande para que los romanos lo ejecutaran. Un “revolucionario celoso”, le denomina el científico americano-iraní de la religión, Reza Aslan, en su libro sobre Jesús, es claro que un predicador mesiánico ambulante, que predica el “reino de dios”, automáticamente es visto y considerado como opositor de la ocupación romana.

Pero éste no es el Jesús, que se celebra en pascua, el Jesús terrorista. En la pascua se celebra un Jesús aseado, liberado de su historia y de la historia de su tiempo, y con ello liberado de la violencia que él representa y que brota de él.

El escritor francés Emmanuel Carrère en su fascinante libro, recién aparecido, “El reino”, describe cómo ocurrió que un mensaje de la amenaza y de la revolución se convirtiera y trocara en un mensaje del amor y de la reconciliación.

Según Carrère todo comenzó con un falseamiento de la verdad, se podría decir, con una mentira: los evangelistas -que contaron, compactaron e inventaron la historia de Jesús- determinaron presentar a Jesús, en contra de la verdad histórica, “como opositor de la religión judía y no como opositor de la ocupación romana”.

O dicho de otro modo: la invención del cristianismo desde el espíritu del antisemitismo. La razón fue sencilla: Un “Che Guevara”-Jesús, como Carrère le denomina, hubiera sido siempre un impedimento al tratar de fundamentar una Iglesia sobre él. Que es lo que especialmente quiso Pablo, para quienes, según Carrère y otros muchos, es el verdadero fundador del cristianismo, ese Jesús pascual marcado por la crucifixión y la resurrección. Es decir, Pablo en su narración posterior del hecho buscó culpabilizar a otros de la muerte de Jesús en la cruz, y encontró a los judíos, quienes habrían ejecutado al judío Jesús.

El círculo del poder y de la violencia

Fue un golpe genial y taimado, ya que “Jesús, que tres siglos antes fracasó como rey de los judíos, se convirtió en rey de todos menos de los judíos”.

Y aquí se cierra el círculo del poder y la violencia: El hombre Jesús, que quería dinamitar y echar abajo el estado, porque lo rechazaba, se convirtió en el hombre que suministró la religión al estado sobre la que fundar su poder.

Sigue siendo una historia torcida y atravesada por la mecánica monoteísta de la exclusividad y del egoísmo espiritual de ambos, de dios y de los cristianos; por parte de un dios, que rabia y mata si hay alguien que le haga sombra, y por parte de los creyentes, que se cabrean y matan si encuentran personas libres.

“Señor, compadécete de mí”, se escucha en la radio, y se realza y ensalza el sufrimiento. Esta religión necesita la muerte, celebra la muerte y promete algo a cambio: “Cristo es mi vida, morir mi ganancia”.

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