Eutanasia significa, como sabe todo el mundo: buena, bella, óptima muerte ¿Es mucho pedir que, ya que no se nos consultó si deseábamos venir a esta vida, se nos permita y se nos ayude a morir sin sufrimientos?
Las encuestas reflejan que más de un 70% de los españoles aceptan la eutanasia activa voluntaria, los holandeses el 80%. Pero en España los políticos, todos de edades intermedias, por razones electorales, porque ven la muerte lejos y porque a esas edades uno cree que va a vivir toda la vida, carecen de la conciencia necesaria para afrontar con inteligencia la eutanasia activa como opción, no sólo para morir sin dolor sino precisamente y gracias a eso para hacernos más grata la vida.
Si los Parlamentos estuvieran en manos de septuagenarios y octogenarios o en la institución hubiera un número significativo de ellos, tengan ustedes por seguro que la eutanasia activa estaría regulada al día siguiente de constituirse ese Parlamento. Ya se las arreglarían todos aquellos para razonar persuasivamente sobre el asunto e implantarla. La lógica y la elocuencia están para eso, para defender una cosa como su contraria. Sobre todo cuando la decisión afecta a la médula de un asunto capital. Y un asunto capital es la muerte y la manera de vivirla…
La médula –y el mundo entero civilizado está de acuerdo en ello– reside en dos cosas: en rechazar que se quite la vida a quien desea conservarla y en afirmar sin reservas la dignidad de la persona. Pues bien, añadamos una tercera: el derecho a morir sin sufrimiento. Incluso los políticos católicos acérrimos sabrán ceder, pues saben bien que esa obstinada oposición a la eutanasia activa no pertenece al espíritu evangélico ni responde a la defensa de un valor universalmente reconocido, sino a una postura doctrinaria cambiante por definición según las épocas. Por eso, por cambiante, hubo tiempos en que el sacerdote se casaba, y otros en los que el infierno no era nada parecido a lo que es hoy para la teología católica.
Pero sabemos por la historia que tarde o temprano la razón siempre acaba imponiéndose a la obstinación, a la obcecación y al sinsentido. Forzar a una persona al sufrimiento pudiendo evitárselo es propio de un primitivisimo impuesto por leyes cavernarias. Eso se superará. Lo malo es pensar que los provectos de hoy, hoy por hoy no tenemos la esperanza en la certeza de una muerte dulce regulada, y que nos espera un final estremecedor quizá, sobre todo si a nuestra cabecera tocan asistentes de la estirpe de los necios…
En torno a la existencia hay muchas filosofías, recetas y recursos para hacerla más llevadera. Pero en torno a la muerte sólo hay dos opciones, o dejamos a la naturaleza que cumpla su función como la cumple en todo lo orgánico y en lo inorgánico, o la corregimos racionalmente con inteligencia como ha hecho el ser humano hasta ahora y hasta donde ha podido en multitud de cosas. Lo que no es congruente con una inteligencia superior es corregir a la Naturaleza con cirugías caprichosas y estéticas, banalizando con ello la existencia y poniéndola en peligro, y no corregir a la Naturaleza en cambio para suprimir el dolor y la agonía. Es, pues, en el trance de la muerte cuando reclamamos la absoluta inteligencia para remediar el sufrimiento innecesario. Ya es hora de que se imponga la razón y se incorpore a la sociedad el derecho a la eutanasia activa para tomar contacto con el espíritu de Europa, pues del Consejo de Europa es esta estrofa:
“Se muere mal
cuando la muerte no es aceptada,
se muere mal
cuando los que cuidan
no están formados
en el manejo de las reacciones emocionales
que emergen de la comunicación con los pacientes,
se muere mal
cuando la muerte
se deja a lo irracional,
al miedo, a la soledad,
en una sociedad,
donde no se sabe morir.”