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La España católica que no responde

Lo que era voluntarismo puro en tiempos de Azaña –España ha dejado de ser católica— parece ser hoy día una realidad. ¿Lo es?

En modo alguno: España es, en muchos aspectos, confesional; aunque en otros es laica en su casi totalidad. Vive en la contradicción o en la esquizofrenia: la inmensa mayoría se sigue considerando católica, pero sin sentirse obligada a pensar ni tampoco actuar en consecuencia.

Desde luego ya no es un país practicante. En números absolutos y también relativos, en cantidad y calidad. Los porcentajes de aceptación de los postulados religiosos y de cumplimiento dominical caen de año en año, según confirman encuestas como las del CIS o el Eurobarómetro.  La práctica religiosa se mantiene, sin subir, en poblaciones envejecidas; entre el elemento femenino; en pueblos pequeños y entre personas de escasa instrucción. Cae drásticamente en poblaciones urbanas de más de 10.000 habitantes, entre la población joven o madura y en las capas de individuos con educación media y superior.

Sintomático es el hecho de los matrimonios. Pocos son ya los que se casan “por la Iglesia”. Asimismo, aquello de llegar puros y castos al matrimonio pasó a ser leyenda. Aumentan las parejas que inician su convivencia en común sin haber pasado por las horcas caudinas de la regulación, ni siquiera civil.

Y sin embargo el porcentaje de quienes afirman ser agnósticos y ateos es pequeño.  Son muchos los que quieren para sus hijos una “cierta” enseñanza religiosa. Pasan por el aro en cuanto a impartición de catequesis para sus hijos.  En el Sur, el adscribirse a cofradías, sacar pasos de procesión, apuntarse a romerías es tenido como tinte de gloria, con el tópico de “esto hay que vivirlo, no es para ser contado”. Esquizofrenia práctica. Es un hecho que “España no sabe dónde está”.

Pero volvemos a lo que presupone ser creyente –aceptación de una doctrina y praxis—. Si somos consecuentes, preciso es afirmar que España ha dejado de ser católica.

¿Debe ser el Estado consecuente con los hechos? ¿Hay que cambiar determinadas leyes? ¿Debe ser otra la definición de las relaciones de la Iglesia con la Santa Sede? El asunto es excesivamente complejo como para solventarlo con un quítame allá esas pajas. Hay excesivos elementos en juego que no se pueden obviar. Pero si de opiniones se trata, por más que algunos digan que las cosas están bien como están, son muchos más los que quisieran ver reflejadas en las leyes los hechos que se desprenden de la vida concreta de los ciudadanos.

Si el Estado se define como neutro en cuestiones religiosas debe obrar en consecuencia. Primero tratando a todas las religiones por igual, con independencia del número de sus prosélitos.  En este sentido un artículo de la Constitución del 78 ha quedado superado y por lo tanto desfasado: el 16.3. Incluso debe definirse de otro modo el artículo 27 (derecho de los padres que sus hijos reciban la formación religiosa y moral según sus convicciones): la cuestión es dónde, cómo y sobre qué.

Lo hemos dicho aquí muchas veces: instrucción religiosa, sí; formación religiosa, adoctrinamiento, catequesis, no. De forma gráfica: no es lo mismo “la Iglesia Católica DICE que Dios creó el mundo” que afirmar categóricamente que “Dios creó cielo y tierra”, como aparece en los textos al uso. Esto último lo dice una confesión religiosa, o varias, pero dado que no es cierto o, en todo caso, asunto de discusión, no debe ser objeto de instrucción.  Enseñanza del fenómeno religioso o historia de las religiones, sí; enseñanza de la religión confesional, no.

El mismo camino han de recorrer los “Acuerdos del Gobierno de España con la Santa Sede”, de 1979, que poco cambiaron el texto del Concordato de 1953. Igualmente exige una revisión profunda y consecuente la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 respecto a lo dicho arriba, la enseñanza religiosa y respecto a la financiación de la Iglesia Católica.  ¿Por qué no un trato, en cuanto a exenciones y tributos, similar al que rige con las ONG?

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