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La desamortización y las inmatriculaciones

«¡No te envanezcas, yo desharé tus leyes, quebrantaré tu orden, te aniquilaré; yo soy el Caos!».

Niko Kazantzakis, Carta al greco.

 Javier Tusell (Historia de España, Tusquets, 1998) estimó que el proceso desamortizador de bienes eclesiásticos, que tuvo lugar en España durante el siglo XIX, afectó entre un 12 y un 15% del total de la propiedad inmobiliaria. Tal ingente pérdida de propiedades de la Iglesia Católica sólo y únicamente se entiende si se tiene en cuenta la existencia en ese mismo siglo y momento de un auténtico y radical proceso revolucionario. Un proceso de cambio en la titularidad del Poder político, desalojando a unos e instalándose otros, no dentro de una alternancia prevista en las normas constitucionales, sino por rupturas, bien manifiestas de la legalidad cambiada con violencia, bien no tan manifiestas, como las fraudulentas, pero con idéntico resultado: la conquista del Poder. Y un proceso revolucionario que tuvo como factor esencial y desencadenante la invasión napoleónica.

 La revolución con la que comenzó el siglo XIX español fue la conocida como «revolución liberal», muy estudiada por historiadores como Tomás y Valiente, Vicente Palacio Atard, Joseph Pérez y el vasco, recientemente fallecido, don Miguel Artola. Tomás y Valiente, en su manual de Historia del Derecho español, la definió del siguiente modo: «Un proceso estructural que transformó las bases del Antiguo Régimen y creó las condiciones jurídicas y políticas necesarias para la constitución de una sociedad dominada por la burguesía, organizada políticamente bajo la forma de Estado liberal y caracterizada por la implantación y desarrollo  de unas relaciones capitalistas de producción y cambio». De Miguel Artola es el excepcional doble volumen Los orígenes de la España Contemporánea, publicados en el año 2000.

La peculiaridad de ese proceso revolucionario, según el profesor Artola, consistió en que no hubo un cambio en las fuerzas productivas, teniendo lugar dentro de un sistema económico y exclusivo de carácter agrario. Y por ser esa Revolución un proceso, tuvo un comienzo en el reinado de Carlos IV y un final discutible, y por ser agraria, transformó el régimen jurídico de la propiedad de la tierra, con tres tipos de medidas principales: la abolición del régimen señorial, la desvinculación de los mayorazgos y la desamortización. Uno de los mejores estudios de esta última fue de Tomás y Valiente, titulado El marco político de la desamortización en España, publicado en 1971 por Ariel quincenal (al módico precio de 80 pesetas), formulándose, al final del libro, dos inquietantes preguntas: ¿Terminó ya la desamortización? ¿Es ésta una operación concluida?

 Surge así el concepto de desamortización, civil y eclesiástica, que, en cuanto concepto no plantea problemas (no haremos referencia a los importantes aspectos financieros), siendo sencillo su concepto, pues es la transferencia coactiva de fincas pertenecientes a las llamadas «manos muertas», de municipios y de la Iglesia, primero al Estado (llamados Bienes Nacionales) y luego vendidas al mejor postor en subasta pública. Los complejos problemas de la desamortización eclesiástica, vendrán, en primer lugar, de su compleja regulación, los R.D. 19/2/1836 (sobre bienes del clero regular) y R.D. 29/7/1837 (sobre bienes del clero secular y supresión del diezmo), una legislación radical e irreversible de Mendizábal, Jefe de Gobierno en 1836 y Ministro de Hacienda; y con problemas por la existencia de una legislación contraria a la desamortización a cargo de los gobiernos moderados o conservadores, azuzados por la Iglesia durante el siglo XIX.

Los problemas vendrán también porque las consecuencias y efectos de la desamortización no concluyeron, un proceso interminable, llegando hasta la actualidad:

A.- Tomás y Valiente, en su libro indicado, cita al canonista Portero que se refiere al artículo 16 de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para el bienio 1960-1961, que es consecuencia perdurable de la desamortización.

B.- La Exposición de Motivos de la Reforma hipotecaria de la Ley 13/2015, que suprime las inmatriculaciones por certificación del Obispo diocesano, se refiere expresamente a la desamortización así:

«Es destacable la desaparición de la posibilidad que la legislación de 1944-1946 otorgó a la Iglesia Católica de utilizar el procedimiento especial que regulaba aquel artículo. La autorización para que la Iglesia Católica utilizara aquel procedimiento ha de situarse en un contexto socioeconómico muy diferente del actual, influenciado aún por los efectos de las Leyes Desamortizadoras -a las que el Reglamento Hipotecario dedica todavía cuatro artículos- y la posterior recuperación de parte de los bienes por la Iglesia Católica, en muchos casos sin una titulación auténtica».

C.- Se viene sosteniendo por parte de algunos especialistas que la «ola de inmatriculaciones» de bienes eclesiásticos por simple certificación a partir de la Ley Hipotecaria de 30/12/1944, es el envés o reverso de la desamortización decimonónica.

Por eso y por lo llamativo que suponen las noticias sobre las «inmatriculaciones de bienes eclesiásticos», la palabra e institución de «las inmatriculaciones» siguen estando de actualidad. Recordemos que sobre esta importante cuestión hace ya décadas que escribimos en «Religión Digital» y consideramos que es muy meritorio las noticias, como por ejemplo en el digital La Voz de Asturias, se publican sobre este asunto, siendo las últimas referidas a Asturias, al parecer de un listado de inmatriculaciones guardado en un cajón de la Administración autonómica, mientras algunos dirigentes políticos presumían, hipócritamente, de leyes de transparencia.

Las diferencias entre la desamortización y las inmatriculaciones  son absolutas, esenciales y con finalidades contrarias. Únicamente se relacionan cuando con las inmatriculaciones pudiera pretenderse una especie de «dejar sin efecto» la previa desamortización. Ambas son instituciones jurídicas, pero las inmatriculaciones son de naturaleza estrictamente hipotecaria, que de ninguna manera es un modo de adquirir la propiedad, sino un medio de dar publicidad a la propiedad ya adquirida, fuera del Registro. Tienen las inmatriculaciones las complejidades propias de ese Derecho, el Registral, muy formal y preciso, reservado, por lo que parece, a un reducido número de expertos de lo hipotecario (notarios y registradores). No son raros, pues, los errores que se cometen al tratar de las inmatriculaciones, al analizar, por ejemplo, la legislación franquista (Ley Hipotecaria de 30 de diciembre de 1944 y Texto Refundido Decreto de 8 de febrero de 1946), atreviéndose a escribir, con inexactitud,  que esa legislación nada innova respecto al derecho anterior.

Antes de entrar en el análisis del Derecho anterior a 1944 y del posterior con resultados sorprendentes, es preciso tener en cuenta el poder espiritual de la Iglesia, a cuyo efecto es de tener en cuenta el Concordato de 1851 y la Ley de 4 de abril de 1860, reinando Isabel II, tan católica como Isabel I. Un Reinado de «milagros» elevado a arte literario por Valle Inclán, con clerecía tan influyente como el Padre Claret y Sor Patrocinio.

Si la desamortización de bienes eclesiásticos por Mendizabal resultó irreversible fue porque el artículo 42 del Concordado de 1851 (entre la Iglesia y el Estado), luego repetido en la Ley 4 de abril de 1860, convino que no se «molestaría» por la Iglesia a los que compraron fincas por el procedimiento de la desamortización eclesiástica, tampoco se molestaría a sus herederos ni a los sub/adquirentes. Amenazar con penas infernales a los compradores de bienes desamortizados hubiese sido arma muy letal contra la desamortización.

Ese no molestar no fue «gratis et amore», pues el Concordato de 1851 a cambio obligó a dotar por el Estado importantes cantidades para el culto y para el clero; reconoció también a la Iglesia Católica y a su clero, el secular y el regular, la capacidad plena para volver a adquirir bienes. La Ley de 1860 determinaría (artículo 6º) qué bienes estarían excluidos de la desamortización, entre ellos los templos, luego exceptuados, como los bienes de dominio público, de la inscripción en el Registro de la Propiedad y así hasta 1998.

En la segunda parte analizaremos las inmatriculaciones en cuanto concepto novedoso, utilizado por primera vez en la Ley de 1944, siendo un tiempo en que era director general de los Registros un notario, el notario José María de Porcioles). Compararemos  la legislación anterior, la del siglo XIX, con la posterior a 1944, llegando a la vigente legalidad hipotecaria.

II

«Se trata (la máquina papal) de un inmenso aparato administrativo jerárquico que pretende controlar la vida religiosa y que es  dirigido por personas que, por principio, declinan tener una familia. Es decir, una burocracia célibe». Carl Schmitt, Catolicismo y forma política.

1. Al iniciarse esta segunda parte, han de tenerse presente tres hechos fundamentales, que son los siguientes:

POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA, LA LEGISLACIÓN DE 1944-1946 EMPLEA LA PALABRA INMATRICULACIÓN

La profesora Margarita Herrero, autora de la monografía La inmatriculación por título público, de 2006, comienza su texto: «Inmatriculación es un vocablo, de reciente consagración en el vocabulario del legislador hipotecario español». Líneas después añade: «No será hasta la Ley de Reforma de la Ley Hipotecaria, de 30 de diciembre de 1944 cuando el legislador acoja en el artículo 347 el referido término». En paralelo con una cada vez más importante doctrina hipotecaria, la nueva legislación ?en tiempos del inicial franquismo- buscó precisión y otorgar así carácter científico al nuevo Derecho inmobiliario registral. Por eso, la llamada inmatriculación, en cuanto ingreso o acceso de una finca por primera vez en el Registro, aparece, como novedad, en la legislación 1944-1946.

CARÁCTER EXCEPCIONAL DE LA INMATRICULACIÓN POR CERTIFICACIÓN ADMINISTRATIVA O DEL DIOCESANO

Es preciso delimitar el ámbito subjetivo, pues las inmatriculaciones que tratamos no se refieren a bienes de la Iglesia Universal ni de las Órdenes religiosas, sino a bienes de las Diócesis (párrafo último del artículo 304 del Reglamento Hipotecario), precisión a tener en cuenta aunque se hable, en general e impropiamente, de bienes de la Iglesia Católica.

En la disposición adicional segunda de aquella Ley de 1944, se autorizaba al Gobierno para publicar una nueva Ley Hipotecaria; de esa autorización o delegación legislativa resultó el Decreto de 8 de febrero de 1946, que aprobó la nueva redacción de la Ley Hipotecaria. Es muy importante comparar o cotejar la redacción que tuvo el artículo 347 de la Ley de 1944 con los artículos 199 y 206 del Texto Refundido de 1946. Resulta que en la Ley de 1944 se hace constar que el procedimiento de inmatriculación por medio de una simple certificación, incluida la posibilidad para la Iglesia Católica, es de carácter excepcional, «por excepción». En la legislación delegada, la de 1946, esas dos palabras desaparecieron: se pasó, pues, de lo excepcional a lo normal, quedando afectada la seguridad en el tráfico inmobiliario, que fue lo pretendido con la instauración del Registro de la Propiedad en la primera Ley Hipotecaria, la de 1861.

La extralimitación operada por la legislación de 1946, rebasándose los límites de la Ley de 1944, ha sido ya entonces denunciado, estimándose que la teoría y la práctica de la excepcionalidad, de esa manera de inmnatricular los bienes, eran fundamentales. Y eso mismo se puede mantener ahora, después de haberse practicado ya miles las inmatriculaciones a favor de las diócesis. Así la excepcionalidad ha de seguir siendo básica para enjuiciar, incluso por los Tribunales, el modus operandi. No se ha de olvidar que el notario Porcioles fue el Director General de los Registros y del Notariado al tiempo de la Ley de 1944 y que otro notario insigne, López Palop, lo fue al tiempo del Texto Refundido de 1946, ambos personajes con importantes conocimientos hipotecarios, no siendo precisamente «unos don nadie» para dirigir aquella Dirección General de lo notarial y de lo hipotecario.

En el libro La inmatriculación por título público, la profesora Herrero escribe: «Resulta llamativo que se elimine -en cuanto a la certificación administrativa de dominio (artículo 206)- el inciso “por excepción”…parece que se da carta de naturaleza al hecho de que la Administración y las entidades de la Iglesia Católica acudan ante este sencillo método en todo tipo de ocasiones».

DIFERENCIA ENTRE INMATRICULACIÓN DE LA POSESION Y DE LA PROPIEDAD, ESTO ÚLTIMO NOVEDOSO EN LA LEGISLACIÓN 1944-1946

Las profesora Herrero escribe, en referencia a la legislación de 1944 y 1946 lo siguiente: «Como una de las novedades más importantes está la desaparición de las controvertidas informaciones posesorias como medio de inmatriculación de las fincas en el registro, medida que no es sino una consecuencia de la falta de reflejo registral que tendrá a partir de este momento el hecho posesorio» (efectivamente, tanto el artículo 23 de la Ley de 1944 como el artículo 5 del Texto Refundido de 1946 determinaron que el mero o simple hecho de poseer no serán inscribibles en el Registro)

Don Ramón Roca Sastre, maestro de hipotecaristas y autor de Derecho Hipotecario, en las páginas 417 y 418 del Volumen III, de la Sexta Edición de 1968, escribe:

«Estas certificaciones, –en referencia a las de la letra c) del artículo 199 y 206 del Texto refundido de 1946 y artículos 303 al 307 del Reglamento Hipotecario (de 1947)- son las antiguas certificaciones posesorias…pero con la diferencia fundamental de que éstas solamente acreditaban la posesión, mientras que las actuales acreditan el dominio. Y añade: «Esta transformación de las certificaciones de posesión en certificaciones de dominio, que fue efectuada por la ley de reforma hipotecaria  de 1944, se debió a la medida, adoptada por la propia ley, de expulsar la posesión del Registro de la propiedad…La apreciación crítica de este cambio…no puede ser del todo favorable. Aquella sustitución de las antiguas certificaciones de posesión por las actuales  certificaciones de dominio no es cosa aceptable en buenos cánones jurídicos…Se han querido equiparar ambos tipos  de certificaciones, como si la posesión y el dominio no fuesen dos figuras de acusada diferencia que requieren fundamentalmente un trato y régimen jurídico completamente distinto en todos los aspectos».

2. No podemos entrar en los avatares históricos de las certificaciones posesorias de bienes como medios inmatriculadores (Reales Decretos de 19 de junio de 1863 y de 11 de noviembre de 1864, así como la Ley de 17 de julio de 1877).  Bástenos saber el salto cualitativo que supuso la legislación franquista al pasar de las certificaciones posesorias a las de dominio. Ante tal modificación -las palabras de Roca Sastre bastan- resulta incomprensible que registradores de la propiedad aún se atrevan a escribir que la legislación hipotecaria de 1944-1946, en la materia que nos ocupa, nada modifica respecto a la anterior. La influencia de la Iglesia Católica, consecuencia de la victoria en la Guerras Civil, fue esencial para el mantenimiento de su privilegio inmatriculador. Dos textos me fueron esenciales o del más selecto canon jurídico: uno el del ya citado Roca Sastre, cuyos cinco volúmenes adquirí, al precio de 4.000 pesetas, y el otro, de Antonio Hernández Gil, La función social de la posesión, de Alianza Editorial (1969), número 183, en cuya página 8 se lee: «La posesión no es la propiedad». Los dos libros, el de  Roca Sastre y el de Hernández Gil, me fueron suficientes para ser notario.

3. Para entender tal privilegio bastará leer los Artículos I y II del Concordato de 1953, y los artículos de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en las llamadas Leyes Fundamentales del Reino. También habrá que tener en cuenta planteamientos totalitarios del momento -años cuarenta- de unión total del Estado y la Iglesia, de autores españoles y extranjeros (a dicho efecto destaco el libro de Miguel Saralegui Carl Schmitt pensador español (Trotta 2016). Así llegamos al Real Decreto 1867/1998, de 4 de septiembre, (siendo Aznar Presidente de Gobierno), por el que se eliminó la excepción de la inscripción en los registros de los templos destinados al culto católico y también de los bienes públicos. La gran ola de inmatriculaciones de templos, de todo tipo y valor, se produjo al permitirse a partir de 1998 su inscripción y por haberse mantenido los privilegios inmatriculadores de los años 1944 y 1946. Ya sólo quedaba hacer desaparecer en estos tiempos, de constitucional separación Iglesia y Estado el  viciado y escandaloso privilegio, lo que tuvo lugar por la Ley 13/2015, de reforma de la Ley hipotecaria, de cuya Exposición de Motivos hicimos una parcial trascripción en nuestra parte 1ª, en la que aparecen las leyes desamortizadoras.

4. Conclusiones. Habrá de declarase un cierto escepticismo a la hora de tratar de dejar sin efecto las inmatriculaciones de bienes de las diócesis, efectuadas al amparo de la legislación derogada. De una parte y de manera singular, impugnaciones caso a caso, han de tenerse en cuenta los importantes efectos inherentes de los pronunciamientos registrales, los llamados principios de legitimación y fe pública registral, que convierten a aquéllos en relativamente inatacables; además no se puede desdeñar que hay muchos jueces y magistrados (registradores también) que, por creer, tienen mucho miedo al infierno, y eso no es un problema menor.

Únicamente (1) cuando no sea el Obispo el que certifique (hubo obispos sobre esto pusilánimes por miedo a estrépitos ilícitos que delegaron las certificaciones a funcionarios curiales), (2) cuando no se hayan escrupulosamente cumplido, los requisitos reglamentarios (artículos 303 a 307), teniendo en cuenta la excepcionalidad de estas inmatriculaciones, (3) cuando no haya duda de la propiedad por terceros, únicamente en esos casos se podrán plantear acciones con posibilidades de éxito. Quedaría también abierta la puerta a acciones de un punto de vista colectivo o legislativo, pero esto exigiría un Mendizabal, en un contexto revolucionario, acaso parecido a lo ocurrido con la Desamortización (vuelvo a la 1ª Parte). El profesor Artola señaló que todo proceso revolucionario o de conquista del Poder requiere un hito determinante que lo ponga en marcha, y que en el caso de la revolución burguesa fue la invasión de España (S.XIX) por las tropas de Napoleón. Y en esto de los hitos revolucionarios hay que estar muy atentos, pues siempre suele ocurrir lo inesperado.

Ángel Aznárez

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