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La deriva perversa de la religión laicista

Francia sufre las contradicciones de una concepción cada vez más opresiva de la laicidad que estigmatiza a la comunidad musulmana, encerrada en una dinámica de exclusión pública.

Después de los atentados de enero contra la redacción de Charlie Hebdo y contra el supermercado kosher de la Porte de Vincennes, Francia ha contraído el virus del laicismo. Desde aquel 7 de enero, el país se divide entre los que son y los que no son Charlie, desatando una guerra civil ideológica sin matices en la que los “bárbaros liberticidas” se oponen a un puré de socialistas, liberales, conservadores y neofascistas disfrazados de garantes de los valores de la democracia… y de la laicidad.

El laicismo como religión política en el Hexágono se remonta a tiempos de la Revolución. Desde los primeros meses del proceso revolucionario, se derribaron varios de los puntos establecidos por el Concordato de Bolonia, firmado en el siglo XVI bajo el reinado de Francisco I: los bienes del clero se pusieron a disposición de la nación, se instituyó un calendario de fiestas republicanas y un decreto en 1795 estableció la primera separación entre el Estado y las diferentes congregaciones religiosas (católicas, pero también protestantes y judías). El Estado no remuneraba, ni ofrecía terrenos públicos ni reconocía de manera particular a ningún credo. Después de un siglo XIX de mayor avenencia en las relaciones del Estado con la Iglesia católica, la Ley del 9 de diciembre de 1905 instauraba un marco legal que sigue vigente hoy y que definía la neutralidad del Estado hacia la práctica de todo culto religioso. La ley pretendía articular la virulencia del decreto de 1795 con el artículo 10 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que definía someramente el marco de la libertad de expresión y de la libertad religiosa, aunque dejaba entreabierta la puerta del “trastorno del orden público establecido por la ley” como única exclusión posible de la libertad de culto.

Sin embargo, en los últimos meses, una suerte de crispación laica se ha adueñado del espacio público, excluyendo toda disidencia y focalizándose de manera específica en la comunidad musulmana. El rechazo de algunos jóvenes a guardar un minuto de silencio por las víctimas del atentado contra Charlie Hebdo, sumado a la presencia de más de 1500 franceses en Siria y en Irak bajo la bandera del Estado Islámico, han llevado a una histerización del debate en el que pocos parecen determinados a encontrar las causas profundas de este fracaso común.

Pese a la ausencia de estadísticas oficiales, se habla de 4 a 5 millones de personas de cultura musulmana en Francia, de las cuales algo más de 2 millones se declararían practicantes, sobre una población total de 66,5 millones de habitantes en el Hexágono. En un país que cuenta con aproximadamente 12 millones de católicos y 125.000 judíos practicantes, existen más de 9.000 centros escolares concertados católicos y 130 escuelas de confesión judía, frente a solamente dos establecimientos concertados musulmanes. Pese a que los centros católicos se vanaglorian de construir “un lugar de evangelización (…) y de acción pastoral (…) orientado a la educación de la personalidad cristiana”, los adalides de la laicidad no parecen atisbar ninguna incoherencia con el espíritu de la Ley de 1905 en la financiación de estos centros con fondos públicos. A pesar de la fuerte demanda de una enseñanza confesional islámica de parte de numerosos colectivos musulmanes, sus promotores se encuentran con el obstáculo – o pretexto- de la falta de recursos. La laicidad republicana solamente se aplica así a algunos y la parcialidad entre credos crea un malestar social creciente entre la comunidad musulmana.

La crispación laica, en ocasiones, también deriva hacia lo grotesco. La semana pasada, los medios de comunicación se hacían eco de la exclusión del colegio de una joven musulmana de 15 años de Charleville-Mézières  por llevar una falda larga que fue considerada como “signo religioso ostentatorio”. La alumna no fue autorizada a entrar al centro escolar (público) de acuerdo con una ley de 2004 que prohíbe toda manifestación de pertenencia religiosa en las escuelas públicas. Paradójicamente, estas faldas, utilizadas por mujeres de toda confesión religiosa, son vendidas a precios más que asequibles en populares multinacionales de moda.

La vigilancia obsesiva de cada gesto convierte a cada musulmán en una víctima y permite un refuerzo del vínculo comunitario, con una inercia creciente hacia la radicalización y hacia la oposición contra un laicismo opresor, convertido en gran religión de un modo de vida indiferenciado (y judeocristiano) que pretende inmiscuirse incluso en la preferencia vestimentaria. La laicidad como valor abstracto se ha convertido de este modo en valor articulador de todos los discursos -desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha-.

La conjunción de una desideologización creciente del debate público y de una patológica falta de oportunidades de las minorías han convertido a una buena parte de la sociedad en ciudadanos de segunda sin ninguna expectativa.  En generaciones anteriores, el anhelo de una transformación social se traducía en una masiva militancia asociativa, sindical o política; en nuestros días, donde la desesperanza se apodera de una realidad centrada en una dinámica de consumo, de ocio y de relaciones personales superficiales e utilitaristas, la búsqueda de referentes identitarios -cuando no espirituales- han otorgado un peso al islam que nadie podría haber imaginado hace tres décadas.

Los nuevos musulmanes son, en muchos casos, conversos; en otros, hijos de inmigrantes del Magreb no practicantes. El islam -y su difusión en los centros religiosos- ofrece un marco que rige todas las relaciones humanas, establece una respuesta espiritual a las desigualdades, crea una idea de pertenencia y reemplaza al partido o al sindicato en la construcción de la visión de la realidad, con alusiones tan heterogéneas como la situación en Gaza, la intervención francesa en Malí o las manifestaciones de Pegida en Alemania. Todo ello explica por qué centenares de jóvenes o de familias deciden abandonar el relativo confort de la vida en Francia para sumergirse en el polvorín de la guerra civil siria; o por qué algunos musulmanes justifican los atentados de enero con el pretexto de que el Profeta no debe ser representado. La lucha de clases se ha metamorfoseado en confrontación religiosa; simultáneamente, el dogma de la laicidad ha perdido el espíritu de la Ley de 1905 en aras de estigmatizar a una comunidad musulmana que anhela devenir ciudadano de primera.


COMENTARIO: No es la opresiva laicidad que se plantea este artículo, ni la «perversa deriva de la religión laicista», la responsable de la situación que se describe, sino el paulatino incumplimiento y vulneración de la laicidad en Francia por parte de grupos políticos de la derecha y algunas llamadas izquierdas, como bien conocemos en el caso de España, las responsables de esa desigualdad, absolutamente contraria a la laicidad republicana, que tanto el movimiento laicista francés, como nosotros en España denunciamos. Es el caso de la progresiva concertación de escuelas confesionales católicas, son los subsidios municipales, son las escasas medidas para la igualdad real de toda la ciuadadanía al margen de sus creencias,… Es el retroceso de la laicidad, su ausencia o vulneración donde está el problema, tal como vienen denunciando el movimiento laicista en Francia, frente a la verdadera deriva de unos gobiernos que vienen incumpliendo reiteradamente los principios laicistas de la ley de 1905. Y desde luego la solución no estará en el multiconfesionalismo que se deja traslucir en el artículo, sino en los ideales de igualdad universal de la laicidad republicana.

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