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La Curia romana contra el Papa

El cardenal Bertone realizó las obras de su fabuloso apartamento con el dinero de un hospital infantil

El nuevo arzobispo de Buenos Aires, Víctor Manuel Fernández, confesaba en una reciente entrevista al Corriere della sera –no tan reciente como los escándalos de esta semana– que la Curia romana era prescindible y que el pontificado podría ejercerse desde Bogotá.

Tanto valía la capital colombiana como cualquier otra del orbe que no fuera Roma. Para neutralizar la nomenclatura parasitaria lejos de su hábitat y para preservar el rumbo de la Iglesia de una ciudad resabiada que la ha corrompido entre las conspiraciones y la mundanidad.

Lo demuestran los libros de Gianluigi Nuzzi (Via Crucis) y de Emiliano Fittipaldi (Avaricia). Y no por su originalidad en el retrato de una casta política y cardenalicia que se aferra a sus privilegios como si fueran un derecho natural. También porque las revelaciones de los cuervos han destapado a Francisco el hedor de una ciudad que observa al Papa como un cuerpo extraño, como un advenedizo entre cuyas aspiraciones más ingenuas descolla la purificación de las cañerías del Tíber.

Ya escribía Tácito que el Vaticano era un lugar infame, del mismo modo que Plinio definía el arrabal romano como un vertedero de ratas y de serpientes. No se había levantado entonces la primera piedra de San Pedro, pero los ejemplos históricos sobrentienden una maldición embrionaria. Con más razón cuando Vaticano, más allá de un topónimo religioso y de una fortaleza de 44 hectáreas, adquiere su nombre de un oráculo etrusco que abrumaba con sus cualidades adivinatorias.

Nunca figuró entre ellas la hipótesis de que el destartalado castro terminaría convirtiéndose en la capital de la cristiandad, alojando en su regazo pagano a la Iglesia católica, apostólica y romana, de tal manera que la romanidad fundacional representa un aspecto determinante de la idiosincrasia, tantas veces a expensas de la universalidad.

Una Iglesia romana en sentido restrictivo. Una Iglesia “de” Roma, emancipada de sus obligaciones espirituales y de su vocación planetaria, secuestrada por los prebostes de una jerarquía que se ha propuesto reconstruir el paraíso en la tierra, haciéndose prevalecer sobre el eventual inquilino del trono de Pedro.

Exagerando un poco las cosas, Juan Pablo II se dedicó a evangelizar el mundo porque no soportaba la burocracia ni la elite endogámica de Roma. Ratzinger decidió abdicar porque se reconoció incapaz de transformar los hábitos incorregibles de eminencias y monseñores.

Por eso adquieren un valor profético la Roma de Federico Fellini, el desfile de la moda pontificia, la descripción fantasiosa, delirante –puede que no tanto– de una jet seteclesiástica anestesiada en su propio incienso, intrincada en la política nacional y profundamente local.

Se explica así la incredulidad de los papas extranjeros en su concepción global del mensaje cristiano, extraños en una ciudad subterránea cuyos misterios incitan o invitan a recelar hasta de los monaguillos.

Benedicto XVI se definió a sí mismo como un pastor rodeado de lobos. Ni podía fiarse ni de su mayordomo ni tuvo suficientes tragaderas para encontrarse donde ahora se expone la ingenuidad de su heredero, traicionado a su vez por un ecónomo de Astorga, Vallejo Balda, al que se atribuye desmesurada y noveleramente la urdidumbre de una conspiración del Opus Dei contra la Compañía de Jesús.

Y las cosas parecen más simples. Tan simples como la resistencia de la vieja guardia, del antiguo régimen, a las ambiciones quijotescas con que Francisco pretende rectificarles el tren de vida y reprocharles la tergiversación blasfema de las obligaciones cristianas.

Ha descubierto Bergoglio que el Vaticano es una inmensa agencia inmobiliaria, 5.000 apartamentos, locales, terrenos, y otros tantos millones de euros como trasunto de un imperio que convierte las beneficencia en pantalla limosnera de una sociedad corrompida y opulenta.

El cardenal Tarcisio Bertone, figurón papable en el último cónclave, realizó las obras de su fabuloso apartamento con el presupuesto de un hospital infantil –Bambino Gesù–, un comportamiento vampírico del que puede explicarse una de las conclusiones más estremecedoras del libro de Nucci: de cada 10 euros destinados originalmente a la caridad, únicamente dos se atenían a su objetivo o su destino.

El resto se entretenía en el camino como recurso financiero de una jerarquía funcionarial que se gustaba a sí misma en los saraos sociales. Y que “celebraba” las canonizaciones de Juan XXIII y de Juan Pablo II descorchando botellas de spumante en una fiesta de 18.000 euros particularmente propicia a la promiscuidad de futbolistas, velinas, políticos, periodistas y aristócratas apuntalados.

Es la sociedad que describe Paolo Sorrentino en su corolario felliniano de La gran belleza, un mosaico obsceno de una Roma putrefacta cuyas fiestas no alcanzan la reputación social necesaria si no las frecuenta un cardenal y no se materializan, uno a uno, los siete pecados capitales.

Es la decadencia de la decadencia. Que no la agonía, pues la remota fundación de Roma ocho siglos antes de Cristo la convierte en una fortaleza indestructible, mixtificada, incluso ajena a la revolución coyuntural que aspira a proponerse un pontífice argentino, un marciano contra el que conspiran sus propios cortesanos.

Roma la fundó una meretriz, la loba capitolina, y se la disputaron a muerte dos hermanos, Rómulo y Remo, inscribiendo un pecado original que se ha arraigado en su identidad destructiva y creadora. Una ciudad incorregible que se rebela como una depredadora al menor atisbo de purificación.

Por eso tiene sentido la reflexión de monseñor Fernández en la diócesis de Buenos Aires. No se concibe una catarsis de Roma, pero sí podría extirparse el mal de la Curia trasladando la cruz a una fundación incontaminada.

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