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La cruz y la Biblia en un Estado aconfesional

Ya es hora de que la cabeza del Ejecutivo deje de tomar posesión ante símbolos religiosos

Con la mano derecha sobre un ejemplar de la Constitución y la izquierda sobre otro de la Biblia, y ante un crucifijo situado en la misma mesa, Mariano Rajoy juró su cargo de presidente del Gobierno con parecida escenografía a la utilizada en las tomas de posesión de anteriores jefes del Ejecutivo y de miembros de sus Gabinetes en el siglo pasado y en los primeros años del actual. Y que probablemente veremos de nuevo cuando tomen posesión los ministros, en los próximos días. Todo ello pese a la clara frase que se lee en el artículo 16.3 de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.

Bien está saber que el ejemplar de la Biblia utilizado para la ocasión procede de 1791 y fue propiedad del rey Carlos IV. También, que en la toma de posesión de Rajoy estaba abierto por el capítulo 30 del Libro de los Números. Pero eso no es lo relevante. La cuestión es que la cabeza del poder ejecutivo de este Estado aconfesional toma posesión de su cargo ante símbolos de una confesión religiosa. Como si la previsión constitucional fuera distinta, esto es, que así debe hacerse por tratarse de un solemne acto público en un Estado confesional. Cabe suponer que no será solo para respetar las creencias íntimas de quien toma posesión, un supuesto que nos llevaría a escenografías diferentes en la hipótesis de que algún futuro miembro del Gobierno fuera creyente de las confesiones judía o musulmana.

Sucede, además, que los signos religiosos en actos públicos como este no se deben a razones legales. Es la costumbre lo que les da relevancia simbólica en las tomas de posesión de los miembros del Gobierno. La variante permitida por el protocolo consiste en elegir entre prometer o jurar el cumplimiento fiel de las obligaciones del cargo, guardar y hacer guardar la Constitución y la lealtad al Rey, sin mención a los signos religiosos o civiles que deben formar parte del acto. La jura es la fórmula más empleada por los miembros de Gobiernos conservadores —pero no todos—, y la promesa la que han usado la mayoría —pero no todos— los miembros de los Ejecutivos socialistas.

No se trata de clericalismo ni de anticlericalismo. Ni siquiera hace falta planteárselo en nombre de la separación completa entre la Iglesia y el Estado, que en España no existe —según se desprende de la propia Constitución—, a diferencia de los países oficialmente laicos. Se trata de garantizar a los ciudadanos, cualesquiera que sean sus creencias —o la ausencia de ellas— que el Estado respeta y coopera con las diversas confesiones, aunque no hace suya ninguna. Difícil sostener que esto es verdad cuando la autoridad más importante del Ejecutivo jura ante una Biblia y un crucifijo. Es verdad que ni siquiera los últimos Gobiernos socialistas plantearon cambios protocolarios en este tipo de actos. Pero alguna vez habrá de pactarse que las autoridades del Estado deben adaptarse a una sociedad evidentemente plural.

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