Antonio Machado conocía al dedillo la mentalidad facistacatólicanacional de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) y congéneres. Hay múltiples indicaciones de ello en sus escritos. También le era sobradamente familiar a Federico García Lorca. En su extraordinaria creación Noche sin luna, Juan Diego Botto ha tenido el acierto de acudir a una obra teatral incompleta y no suficientemente apreciada del granadino, El sueño de la vida, hasta hace poco etiquetada por la crítica como Comedia sin título. Se empezó a escribir en los últimos meses del “Bienio Negro”, en vísperas de las elecciones que llevarían al poder al Frente Popular (para Machado la recuperación de la República). Lorca leyó las cuartillas de lo ya redactado de su “drama social” a la actriz Margarita Xirgu, a quien asombraron. También al periodista argentino Pablo Suero, entonces en España para cubrir los comicios, que apuntó que se trataba de una forma dramática nueva “que confundía escenario, teatro y calle”.
Entre los personajes de El sueño de la vida el Espectador 2º encarna la mentalidad desdeñada por ambos poetas andaluces. Cree todos los bulos que circulan relativos a atrocidades cometidas por la clase trabajadora (“En una revolución de hace muchos años sacaron los ojos a trescientos niños, algunos de pecho”), es un macho redomado para quien la mujer no es sino un objeto de deseo, y no solo se encarga de matar con su revólver a un obrero vestido de mono que le acaba de llamar canalla desde el gallinero, sino que exclama: “¡Buena caza! Dios me lo pagará. ¡Bendito sea en su sacratísima venganza!”. Excelente tirador, debe su pericia a un teniente alemán curtido en las guerras africanas. Ha dado al obrero en medio de la frente, como era su intención. “Buena puntería” comenta un correligionario, que también lleva una pistola que hace ademán de sacar cuando alguien grita: “¡El pueblo ha roto las puertas!”
En junio de 1936, entrevistado por Luis Bagaría en El Sol, Lorca declaró (con respuestas escritas) que en aquellos momentos “se agitaba” en Granada “la peor burguesía de España”. Además, renegó de los Reyes Católicos y dijo que la “Toma” de la ciudad en 1492 supuso “un momento malísimo” y la destrucción de una cultura rica en diversidad. Fue casi firmar su propia sentencia de muerte. Aquella burguesía le odiaba por “rojo” (con su obra tan socialmente comprometida como único carné), por homosexual, por ganar dinero, por ser hijo de quien fue (rico terrateniente de ideas liberales), por ser famoso, por firmar manifiestos antifascistas, por Yerma –blasfema, pagana, pornográfica – y el Romance de la Guardia Civil Española, por haber dirigido La Barraca, por discípulo de Fernando de los Ríos… y muchas más cosas, entre ellas, y no al final de la lista, le envidia, la maldita envidia que mata alevosamente por la noche y nunca muestra su verdadera cara. Tenía todo en contra.
He recordado recientemente las palabras del Espectador 2º al escuchar al Cardenal de Madrid, Carlos Osoro, discurrir sobre la cruz del Valle de los Caídos. Dijo más o menos que no hay que pensar en demolerla porque simboliza el amor y el perdón. Y yo le digo al prelado que no es así. Que una cruz, la más alta de Europa, colocada encima -hasta hace poco- de un dictador genocida y, todavía hoy, de unas 15.000 víctimas del régimen sacadas de fosas comunes sin el permiso de sus familias, no es una cruz cristiana y en absoluto representa el amor y el perdón. Simboliza el triunfo del fascismo apoyado por una Iglesia que tuvo el cinismo de calificar de Cruzada la lucha contra la legalidad republicana. A mi juicio, aunque quiten de Cuelgamuros todos los restos de los sacrificados, la cruz, por su infame historia y su grotesca visibilidad, debe ser destruida.
Al no reconocer la criminalidad de la sublevación de 1936 (¡este Camuñas!) y de la longeva tiranía a que dio lugar, el PP está traicionando no solo la verdad histórica sino el cristianismo que dice profesar. Cada vez que Pablo Casado vuelve a la cantinela de que “no hay que reabrir heridas”, de que “hay que pensar en el futuro y dejar en paz el pasado” (o sea “la fosa del abuelo”) y demás monsergas indignas, falta a la más elemental decencia, desprecia a los muertos y sus familias y nos remite ineluctablemente a las tumbas blanqueadas de los hipócritas denunciados por Cristo. Si hubiera aquí un gran partido conservador moderado el país estaría a salvo y podría avanzar hacia el porvenir con paso más firme, unido en lo esencial. Pero la oposición actual se niega a verlo así y prefiere seguir atacando, criticando, acusando, desdeñando (¡qué muecas las de Cuca Gamarra, cómo se le tuerce la boca!), sin jamás pronunciar una palabra positiva, pedir perdón de nada, sin disculparse nunca, sin admitir jamás lo positivo conseguido por el adversario político (más bien considerado enemigo). Ello es patético. Un país con tantas posibilidades –y tantos retos que afrontar en común- no se puede permitir el desvarío de continuar así. Hace falta un centro político dialogante, culto, respetuoso, colaborador. Jugar con Vox es jugar con fuego. Estamos en Europa, los descarriados de la Isla de John Bull, capitaneados por un payaso, han abandonado el barco. Europa necesita a España y España a Europa, en cuyo seno puede desempeñar un papel fundamental en beneficio de sí misma, nuestro continente y el mundo.
Tampoco estaría mal que las derechas admitiesen las crueldades cometidas por el tan cacareado Imperio de ultramar y el componente semita del “alma” española, mestiza, aunque no se quiera reconocer como tal. Lo de Santiago Matamoros llama la atención. A mí la grandiosa ceremonia “xacobea” del otro día, con la presencia de tantas personas de postín, rey y presidente del Gobierno incluidos, y la petición de socorro elevada al Patrón por lo de la (sagrada) unidad nacional, me resultó –no quisiera herir sensibilidades- asaz valleinclanesca. También pensé otra vez en Luis Buñuel y su tan satírica La Vía Láctea, ya comentada por mí en esta columna, que sigue sin ponerse en la televisión pública, lo cual es una pena porque en ella demuestra tener buen sentido del humor el mismísimo Jesús (que, por cierto, de la cruz sabía mucho).
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Ian Gibson, hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado.