Los mismos obispos que defienden la asignatura de religión pero consideran que Ciudadanía es “adoctrinante” claman ahora contra la “cultura del subsidio”. En serio. Lo dice la misma Iglesia española que recibe cada año unos 10.000 millones de euros de las arcas públicas: un 1% del PIB, alrededor de 200 euros anuales por habitante, sea o no creyente. El arzobispo de Granada, el locuaz Javier Martínez, ha dedicado su última homilía a predicar contra esa “enfermedad social”: que tantos jóvenes quieran ser funcionarios. “Hay que cambiar la mentalidad de ser un pueblo subsidiado, que siempre busca la solución en que me solucionen otros el problema”, dice el prelado sin inmutarse.
Monseñor olvida algo. La razón por la que en España hay tantos jóvenes que anhelan ser funcionarios es porque parece la única manera de lograr el milagro: un puesto de trabajo que no sea precario en un país que, en los años buenos, ya tenía el 12% de paro. El arzobispo no conoce otra empresa que la Iglesia ni otro oficio que prometer a los demás “la solución de los problemas” (y la vida eterna). Con sus palabras, muestra la misma ignorancia sobre el común de los mortales que también demostró Mario Monti, el tecnócrata italiano, cuando criticó la “monotonía” de un empleo fijo; con lo bonito que es hacer como Monti y cambiar de trabajo: del banco al Gobierno, del Gobierno al banco.
Tampoco es novedad que los apóstoles del emprendimento, los ángeles castigadores de los vagos subsidiados, sean gente con un puesto fijo pagado por el Estado. Es lo normal en un país con líderes “liberales” como Aznar, Rajoy o Aguirre, que empezaron en política como funcionarios, después de aprobar unas oposiciones.