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La caridad es una docena

Una vez más Bergoglio utiliza los gestos mediáticos, llenos de un gran transfondo de hipocresía, en su papel de dar una imagen de buenismo a la institución que dirige, sin afrontar las verdaderas causas de este problema, lleno de intereses económicos, geopolíticos, religiosos y estratégicos. De nuevo la justicia y el derecho se empañan con la bondad y la caridad con esta visita preparada mediáticamente para mayor honor y gloria de su iglesia.


El Papa Francisco ha ido a Lesbos a ver a los refugiados y se ha llevado una docena al Vaticano. Llevarse a doce es una gran noticia para esas doce personas pero no pasa de ser un gesto caritativo y no una solución justa

El Papa Francisco ha ido a Lesbos a ver a los refugiados. Una mujer se tira a sus pies y llora con tal desesperación que solo puede entenderse leyéndola como un relato de terror: sus sollozos contienen el infierno. Un niño de unos seis años se lanza a besar las manos de Francisco con una ansiedad que espanta: en ese beso hay un grito que su edad es incapaz de formular pero que nos ensordece de vivencias horribles. Desgarra imaginar lo que ese niño fantasea ante la visión de ese hombre enorme e impoluto, los milagros en los que su inocencia puede confiar. Desgarra imaginar lo que esa mujer ha creído que puede lograr humillándose ante un hombre tan poderoso.

El Papa Francisco ha ido a Lesbos a ver a los refugiados y se ha llevado una docena al Vaticano. Llevarse a doce es una gran noticia para esas doce personas pero no pasa de ser un gesto caritativo y no una solución justa. No es caridad lo que necesitan los refugiados (sobre todo, los miles que han quedado fuera de la caridad papal), sino un plan urgente y común de políticas humanitarias y de asilo. Mientras que la caridad puede medirse en docenas, la justicia es infinita. Para empezar, resulta muy inquietante pensar en el proceso de selección de esas doce personas: quién hizo el casting (que los dioses me perdonen), cómo y por qué (por qué esas doce y no otras).

De hecho, y como señala Estrella Galán, secretaria general de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), es más que seguro que Francisco ni siquiera se haya podido saltarse el protocolo y ver la situación real de Lesbos, sino «un disfraz que le han preparado». Una escenificación que Bergoglio ha aceptado. Debiera haber exigido llegar hasta las entrañas de ese campo de detención, poder deambular libremente por esos intestinos de un continente donde se encuentra su propio Estado, debiera haber puesto como condición poder mezclarse, de verdad, entre los refugiados, poder hablar, de verdad, con los voluntarios. Gracia Maqueda, una trabajadora social que está allí, cuenta que las autoridades «adecentaron» el recorrido que haría el Papa, llegando a encalar muros en los que había pintadas de apoyo a los refugiados y de denuncia de su indecente situación.

«Hemos venido para atraer la atención del mundo ante esta grave crisis humanitaria y para implorar la solución de la misma», aseguró el Papa a su llegada a Lesbos. Algo es algo, sin duda. Pero, ¿el mundo? Pudiera y debiera Francisco haber concretado con precisión quiénes son los destinatarios naturales de su súplica. ¿Por qué no mencionó a la Unión Europea y a Turquía? ¿Por qué no se refirió explícitamente a los acuerdos de la vergüenza? Podía y debía. Pero sucede que la caridad es complaciente con los culpables; y, así, la complacencia acaba por ser cómplice: de hecho, el Vaticano se cuidó de dejar claro que los ciudadanos que partieron en avión con el Papa habían llegado a Lesbos antes de la entrada en vigor del pacto de la UE y Turquía, por el que los refugiados y migrantes que llegan a Grecia son detenidos para ser expulsados a Turquía.

Como Papa que es de una iglesia que dice basar su doctrina en el amor al prójimo, Francisco no podía dejar de hacer este viaje: el drama se ceba en las víctimas a no muchos kilómetros de los palacios vaticanos. Tenía que hacerlo por mandato moral, pero también para acallar las conciencias de sus fieles, acaso la suya propia. Y, de paso, lanzar un mensaje a los gobiernos. Pero no podía permitirse la tibieza, y se la permitió. Precisamente esa innegable visibilidad del problema que con su gesto ha propiciado podría haber sido la visibilidad de un grito como el de Jesús a los mercaderes ( Ustedes han hecho de mi casa una cueva de ladrones—Jeremías; 7, 11). Si mercaderes han sido la UE y Turquía, pues en mercancía han convertido a los refugiados de la guerra, lo más cristiano en Bergoglio habría sido una cólera como la de su dios.

Hace tiempo que Bergoglio pidió a los obispos, párrocos y congregaciones de su iglesia que abrieran a los refugiados las puertas de sus templos y conventos. No lo ha hecho ni uno. Si bien su viaje supone un cierto predicar con el ejemplo, también tendría que haberlo aprovechado para recordar una vez más a los suyos que su deber cristiano es ese y que su indiferencia es pecado.

Si Francisco hubiera querido hacer más y no pudo solo demostraría que no tiene la fuerza suficiente para contrarrestar la que opone la maquinaria vaticana. Y que él lo acepta. Esa asunción invalidaría cualquiera de sus mínimos gestos, pues cuando de verdad eres un hombre santo, cuando de verdad estás al lado del que sufre, no te queda otra alternativa que el combate. La santidad solo puede ser radical. Como un niño que implora a unas manos, como una mujer que se postra a unos pies.

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