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La cama de los obispos

No deberíamos identificar matrimonio con cama. El matrimonio es una apuesta del amor contra el tiempo. Hasta que la muerte nos separe, es sentirse dueño de la eternidad, perfilarla como un orfebre e instalarla en el salón de la vida para que adorne la entrega mutua. Pero tampoco se contradice con la ruptura de esa eternidad que puede romperse entre las manos al limpiarle el polvo del tiempo, del día a día, de la rutina de la cotidianeidad.

No identificar matrimonio con cama significa que el proyecto de unidad supera la división de actuaciones y engloba la existencia como un todo en el que hombro a hombro se va construyendo la vida en el tiempo, hasta que la muerte, no necesariamente física sino circunstancial, separe los miembros de la estatua y nos entregue un exvoto de lo que fue.

No identificar matrimonio con cama significa reconocer que el sexo es una plenitud de la convivencia, un goce supremo en el que se incardina el quehacer temporal y circunstancial de la vida. El sexo es la proclamación de lo vivido y de lo que queda por vivir. Pero en modo alguno es el elemento exclusivo ni excluyente de esa tarea asumida mano con mano que es la realización de lo humano como empresa y construcción de sí mismo. La visión del sexo como integrado en la totalidad de la unidad humana nos llevaría a admitir la naturalidad que encierra tanto el amor heterosexual como el homosexual. Cuando el sexo se separa de la totalidad humana y humanizante de la vida se convierte frecuentemente en miopía y estrabismo.

Allá por 2005, el Gobierno de Rodríguez Zapatero reconoció el derecho al amor y en consecuencia la igualdad que para todo tipo de afecto debe ser reconocido por nuestra legislación. Y dentro de la laicicidad de nuestra Constitución la nomenclatura de ese reconocimiento debería univocarse para todos sea cual sea el sexo que lo reclame.

El Partido Popular, de la mano de la Iglesia jerárquica, de sus instituciones más rancias y, digámoslo de una vez, más anticristianas, gritaron su visión matrimonial excluyente contra ese matrimonio homosexual. Todos, Obispos y laicos, se sentían atacados por extrañas razones. ¿Alguien puede demostrar que se destruye el matrimonio hombre-mujer porque se reconozca como matrimonio la unión de dos seres del mismo sexo? Los ataques son gratuitos pero se esgrimen en nombre de un dios, de una verdad absoluta dimanante de una divinidad y de un derecho natural que no se sostiene ni científica ni filosóficamente. Pero la Jerarquía católica y su obediente rebaño siempre han invocado la voluntad divina y la impronta inmutable de la naturaleza para revolverse contra todo aquello que se ha ido admitiendo por simple inercia histórica.

El fin del matrimonio –dice la Iglesia- es la procreación. El ejercicio del sexo no tiene otra finalidad que la de engendrar nuevas criaturas. Practicarlo sin  el propósito explícito de la procreación es pecado y por tanto una acción condenable. Cuando se parte de semejante jibarización sexual, se tiene que excluir la unión homosexual. Por una deformación antropológica, la Iglesia no puede ver la ternura, el estremecimiento, el disfrute del sexo. Recomendado el dolor y el sufrimiento como elementos propiciatorios de un dios sanguinario, es lógico que no reconozca el vértigo del sexo como encuentro, entrega, donación, palabra creadora.

El derecho al matrimonio de los homosexuales es visto por los Obispos, por gran parte de los cristianos e incluso por algunos políticos (piénsese en el ministro del Interior) como un ataque al matrimonio  hombre-mujer.  Reconocen,  ”con dolor”,  que “las leyes vigentes en España no reconocen ni protegen al matrimonio en su especificidad”. “Alzamos nuestra voz convencidos de las consecuencias negativas que se derivan para el bien común” y “en pro del verdadero matrimonio y de su reconocimiento jurídico”.

La Iglesia en su conjunto debería tomar conciencia de que vive en una sociedad no confesional y en consecuencia independiente de todo poder religioso y capacitada para promulgar las leyes demandadas por el pueblo sin tener necesariamente en cuenta el derecho canónico. La sociedad civil se rige por una Constitución  no por la jurisdicción de los Obispos. Cristo no es parlamentario.

Cuatro angelitos tiene mi cama… rezan los Obispos cada noche

Rafael Fernando Navarro es filósofo

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