Con su persistente visión dogmática, tan excluyente como intolerante, la Iglesia católica corre el riesgo de quedarse convertida en una triste caricatura no solo de lo que fue, sino de lo que podría ser.
Se hable de lo que se hable, hoy solo es posible hacerlo desde el horizonte de la covid, que nos ha traído, sustancialmente, dos mensajes: uno de carácter ético y otro místico.
El mensaje ético de la covid nos dice más o menos esto: no podéis seguir viviendo como hasta ahora, produciendo y consumiendo sin freno, viajando como locos, queriendo vivirlo todo… La vuestra es una carrera sin meta: hacéis sufrir al planeta, se lo ponéis muy difícil a las generaciones venideras, aumenta la tasa de depresiones y suicidios… Nos guste o no, este virus nos ha obligado a quedarnos en casa, a estar más en familia, a ralentizar el ritmo… No podéis vivir permanentemente hacia afuera, nos advierte. Recogeos y mirad a vuestro interior.
El mensaje místico de la covid, por otra parte, es el de una nueva conciencia global. Ahora todos sabemos con absoluta claridad que formamos parte de un todo, que estamos íntimamente interrelacionados, que dependemos unos de otros y del medio. Es evidente que todo esto ya lo sabíamos antes, pero la covid ha profundizado y acelerado esta consciencia. Por esta razón, creo que puede afirmarse que nunca como hoy nos habíamos sentido tan unidos: unidos por una amenaza, por supuesto; pero unidos también en una imprescindible solidaridad.
Estos dos mensajes de la covid, el ético y el místico, son los pilares para una nueva espiritualidad, para un nuevo paradigma en Occidente. Los occidentales necesitamos trabajar en la unificación personal y en la social y, desde ellas, en la custodia de la naturaleza. Algo así —es evidente— solo es posible echando un freno a nuestro estilo de vida, tan frenético. De modo que la covid no solo nos trae la mala noticia de la amenaza y la incertidumbre, de la muerte y la enfermedad, sino también algo positivo: el posible nacimiento de una nueva humanidad.
Este nacimiento de un orden nuevo no se va a producir, ciertamente, sin poner en cuestión los referentes del orden anterior. Porque el paradigma espiritual que ha regido en Occidente durante estos últimos siglos está acabado, esos son los hechos. No me refiero solo a la incuestionable decadencia del cristianismo en Europa, sino también al declive del arte contemporáneo y del llamado pensamiento posmoderno. En efecto, nadie puede hoy discutir que tanto el arte como la filosofía han tomado en la actualidad, al menos en buena medida, una vía autodestructiva: casi todos los artistas en activo han abandonado la belleza y se han reducido a la expresividad; los pensadores, por su parte, han desatendido en su mayoría la pretensión de verdad y se han conformado con el método, el lenguaje y la hermenéutica. Únicamente la fe cristiana ha continuado hablando en estos tiempos del sentido y del bien. Pero no lo ha hecho desde un lugar adecuado, es preciso reconocerlo. Los cristianos de hoy no nos hemos sabido situar en el presente.
Con su persistente visión dogmática, tan excluyente como intolerante, la Iglesia católica corre en mi opinión el riesgo de quedarse convertida en una triste caricatura no solo de lo que fue, sino de lo que podría ser. No soy, desde luego, el único que cree que la Iglesia no está respondiendo como debería a esta nueva situación global. No digo —es obvio— que no se estén haciendo muchísimas cosas meritorias y hermosas, por supuesto; tampoco digo que el papa Francisco no sea un hombre extraordinario, una auténtica bendición; ni que no haya por parte de casi todos una evidente buena voluntad… Digo solo, y lo digo desde dentro, como hombre de Iglesia que soy, que todo eso, aunque nos pese, no basta. Los cristianos —este es el punto— seguimos sin estar en esta época a la altura de las circunstancias. El peso del pasado y la fuerza del miedo son tan poderosos que la fe corre el serio riesgo de convertirse —si es que no se ha convertido ya— en una cosmovisión trasnochada y en una práctica residual, abrazada solo por individuos y grupos más o menos extravagantes y marginales. Así será sin ningún género de dudas si no se toman pronto y decididamente algunas medidas.
Sé positivamente que son muchos los que buscan una recuperación de lo religioso desde claves que, por mucho que les pese, no responden a nuestro lenguaje y sensibilidad. Su nostalgia tiene un fundamento, puesto que lo que —como Iglesia— estamos dejando atrás fue hermoso, lo es todavía. Pero también anacrónico. La cuestión es que la espiritualidad ha sido en Occidente, hasta hoy, patrimonio prácticamente exclusivo del cristianismo. Pues bien, esa exclusividad se ha terminado, esto es lo que hay que entender. Se ha terminado en Europa —y probablemente en el mundo entero— la hegemonía de los cristianos; y este final es una buena noticia. Esta es mi declaración: los cristianos no somos los mejores, ni mucho menos los únicos. Pero podemos caminar con otros. Podemos colaborar significativamente en la configuración de un mundo mejor, más espiritual, más acorde con lo que en la jerga cristiana se llama voluntad de Dios.
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