El mayor pecado de los evangélicos brasileños es querer usar las armas de la religión para adueñarse del poder político
La posibilidad de que los pastores y obispos evangélicos puedan disputar cargos electivos en la política, y su tentación de convertir el Congreso en un templo de sus ideas, constituye su mayor tentación y pecado. En la mayoría de las otras religiones, empezando por la católica, a sacerdotes y obispos les está prohibido ejercer cargos públicos en el ámbito de la política.
La mayor fuente de corrupción de esas iglesias es el afán de participar del festín del Estado y de querer corromper su laicidad. Para conseguir poder político los evangélicos tienen, en efecto, que acumular riquezas, lo que lleva a sus pastores y obispos a llevar una vida de lujo y despilfarro que choca con la condición de su feligresía, formada en gran mayoría por personas humildes.
Sin ese pecado de ambición política y económica, los evangélicos podrían tener un papel importante dentro de la sociedad. Por ejemplo, si usasen su fe y sus lecturas bíblicas para apoyar los movimientos a favor de la paz y no de las armas, los sentimientos de compasión y misericordia con los más frágiles de la sociedad, en vez del compadreo y las relaciones mafiosas con los ricos y poderosos.
Podrían empeñarse, más que en acumular riquezas y poder, en la lucha contra las desigualdades sociales, duramente condenadas por los profetas antiguos que ellos tanto estudian en sus templos.
Si abandonaran sus ambiciones políticas para dedicarse a predicar la fe de Jesús (que ni casa tenía) no necesitarían sus pastores caer en la tentación de acumular residencias y carros de lujo y hasta aviones particulares, fruto muchas veces o de la corrupción política o del saqueo del diezmo de los fieles más humildes, hoy incrédulos y avergonzados con la riqueza acumulada y exhibida por sus guías espirituales.
Entre los 117 evangélicos que han firmado el manifiesto exigiendo la salida de Eduardo Cunha de la Presidencia de la Cámara de Diputados, resulta significativo que la mayor parte pertenezca a confesiones tradicionales mucho más cercanas a las antiguas Iglesias cristianas protestantes que las neopentecostales como la Universal del reino de Dios o a la Asamblea de Dios, las más fundamentalistas y las que poseen mayor fuerza política y económica.
Son ellas también las mayores responsables de la defensa de posturas conservadoras en materias de costumbres y derechos humanos y las que defienden las tesis más intransigentes contra la homosexualidad, el aborto o el concepto moderno de familia.
La mayoría de quienes firman el documento pertenecen, en efecto, a las confesiones anglicana, bautista, metodista, presbiteriana, luterana, y hasta católica, al mismo tiempo las más abiertas teológicamente y las más ecuménicas.
La permanencia del evangélico Cunha en su cargo no es solo un escándalo brasileño. Ha tomado peso y repercusión internacional, más aún si cabe por su condición de creyente que hasta organiza ritos religiosos dentro del Congreso.
He hablado con evangélicos de base, gente común que pertenece a alguna de esas iglesias y que nutren sentimientos religiosos sinceros. En todos ellos se advierte disgusto y hasta vergüenza frente al escándalo de la permanencia de Cunha en un cargo de la mayor responsabilidad del Estado, sobre todo después de haber descubierto su enorme fortuna acumulada a la sombra de la política.
Es verdad que buena parte de la sociedad brasileña es aún fuertemente conservadora y se resiste a entrar en la modernidad, como ha señalado con lucidez Luiz Ruffato en su columna de nuestra edición de Brasil. Sin embargo, el rechazo que empieza advertirse a las tentativas de los evangélicos de legislar contra los derechos de la mujer y de los homosexuales y a favor de los adoradores de las armas y de la violencia, revela que la sociedad brasileña, como un todo, es más sana y moderna que los jerifaltes de sus iglesias.
Si fuesen los evangélicos aún no contaminados por la ambición de poder quienes consiguieran con protestas apear a Cunha del pedestal de un cargo al que se ha hecho indigno, podría representar hasta una esperanza de renovación para esas iglesias vistas hoy, justa o injustamente, como un peligro para la modernización del país y para el desarrollo de su aún joven democracia.
Lo que deja a esas iglesias al margen del desarrollo social son las tentaciones absolutistas de algunos de sus pastores, que desearían para Brasil un Estado teocrático fundado más en los textos sagrados que en la Constitución.
Si algo le sobra hoy al mundo son las tentaciones de fuerzas religiosas que intentan emular al poder político y hasta adueñarse de él, ya que acaban siempre degenerando en movimientos absolutistas y fundamentalistas, capaces de frenar el progreso y que alguien ha llegado a bautizar como el peligro de una “bomba atómica de la fe”.