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La persecución de la blasfemia tiene, en el mundo en que vivimos, un uso político. Por un lado, se pretende justificar un supuesto anti imperialismo en un fanatismo religioso y por otro se pretende también justificar un control imperial en una falsa superioridad cristiano occidental contra el atraso de otras “civilizaciones” y sus religiones.
Fanático deriva de la palabra latina fanum que significa “templo”; los fanáticos eran los adeptos al templo; los pro-fanos serían los que están delante o fuera del templo, los no consagrados. En general todas las religiones clericales son fanáticas y las que se pretenden más universales más fanáticas son.
A raíz de la fatwa contra Salman Rusdhie, en 1989, la mayoría de los líderes religiosos del mundo justificaron, de una u otra forma, el fanatismo y apoyaron que se reforzaran los delitos de blasfemia o de ofensa a los sentimientos religiosos ante las manifestaciones críticas a la religión o su simbolismo.
El Vaticano hizo declaraciones públicas calificando como blasfemo el libro “Los Versos satánicos” y justificando la reacción airada de millones de musulmanes:
”El mismo apego a nuestra propia fe nos induce a deplorar lo que es irreverente y blasfemo en el contenido del libro de Salman Rusdhie”, se escribió, en 1989, en el Observatorio Romano.
Lo mismo ocurrió en Gran Bretaña donde los líderes anglicanos, como el mismísimo Arzobispo de Canterbury, Robert Rancie, también consideraron que había que reforzar las legislaciones contra las ofensas a los sentimientos religiosos e igual hicieron los rabinos judíos. Atacar las doctrinas religiosas es intolerante, se decía.
Con motivo de los asesinatos, en el 2015, de doce periodistas de Charly Hebdo también muchos líderes religiosos, aún sin justificar los hechos, calificaron a éstos como unos provocadores. Este fue el caso del Papa Francisco que, refiriéndose a los dibujantes, desde su jet privado, declaró: ”Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al doctor Gasbarri si dijera algo contra mi mamá (el Papa aludió a uno de sus colaboradores junto a él en el avión,puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!», “No se pude provocar –añadió–, no se puede insultar la fe de los demás. No se puede burlarse de la fe. No se puede”, insistió.
Este mismo Papa Francisco, cuando era cardenal Bergoglio en Argentina, en el 2004, arengó a los católicos más fanáticos a manifestarse en contra de la obra del artista plástico Leo Ferrari e incluso fue a los tribunales para impedir una exposición del reputado artista por irreverente y blasfema.
Que todavía en muchos países del mundo perviva el delito de blasfemia o el denominado de ofensa a los sentimientos religiosos, es una manifestación del poder de las religiones en los Estados seculares. Para la defensa de los dogmas religiosos frente las criticas seculares, humanistas o ateas, las religiones se ponen entre ellas de acuerdo.
En el año 2016, tras una recitación poética con motivo de la entrega de los premios “Ciudad de Barcelona”, los representantes de las confesiones religiosas que tienen firmados acuerdos de cooperación con el Estado Español, es decir, católicos, musulmanes, judíos y evangélicos, firmaron un comunicado para denunciar públicamente las ofensas contra los sentimientos religiosos y la necesidad de reforzar esta tipificación penal y ello, se decía, para garantizar la convivencia. En la opinión de los clérigos que firmaban la declaración oficial, la poesía “Mare Nostra” era un burla de la religión católica. “Si tocan a uno nos tocan a todos”, venían a decir.
Se fomenta el comunitarismo religioso, haciendo aparecer como inadmisible las burlas a sus dogmas ya que consideran éstas como un signo de persecución de sus “comunidades”, y ello porque no se aplica la ley penal de ofensas a los sentimientos religiosos. Para ser la punta de lanza de esta cruzada contra la blasfemia surgen sectas católicas como “Abogados Cristianos”, que hacen el trabajo sucio de la Conferencia episcopal y del integrismo religioso. El papel de esta asociación es muy funcional: al poner denuncias, a troche y moche, por ofensas a los sentimientos religiosos, lo que se busca no es tanto que prosperen éstas sino simplemente que se admitan a trámite, aunque sean sobreseídas y así España aparezca, en informes internacionales, como un país donde existen muchas denuncias y se dé la apariencia de un país intolerante en relación a los creyentes religiosos, pese a ser un país donde se financia íntegramente el culto católico. El objetivo, además, es que en el código penal se siga manteniendo esa tipificación penal independientemente que se aplique o no, pero lo importante es que siga ahí como símbolo del poder religioso sobre la legislación civil. Es evidente que, en una gran parte de los Estados occidentales, existe un alto grado de libertad formal referente a la libertad de expresión y por tanto este tipo de tipificación penal sobre la blasfemia es difícil de aplicar y que no se puede comparar con la situación de otros países que, incluso constitucionalmente, se presentan como Estados abiertamente confesionales y donde la crítica de la religión es castigada sistemáticamente.
La persecución de la blasfemia tiene, además, en el mundo en que vivimos, un uso político. Por un lado, se pretende justificar un supuesto anti imperialismo en un fanatismo religioso y por otro se pretende también justificar un control imperial en una falsa superioridad cristiano occidental contra el atraso de otras “civilizaciones” y sus religiones. Son todos argumentos ideológicos que, bajo el pretexto de la religión o la civilización, pretenden explicar complejos problemas económicos, sociales e históricos acudiendo, simplemente, a la lectura de tal o cual libro sagrado; pero la raíz del fanatismo religioso no son sus dogmas o sus libros sagrados sino otros factores que desencadenan el odio y el rencor y que el clericalismo, tanto de occidente como de oriente, siempre han azuzado. El fanatismo de los jóvenes terroristas del islam político en Europa o en EEUU explica, quizás, tal o cual acción en sí misma, pero, en muchas ocasiones, este tipo de acciones aisladas tienen un olor extraño y las investigaciones policiales y judiciales, tras los atentados, suelen acabar en un punto muerto que no logra desenmascarar a los autores intelectuales de los crímenes, ni el revés de la trama. El reputado economista e historiador libanés Georges Corn ha escrito:“los problemas de la religión, la cultura y la civilización, tan a menudo invocados como causas de los conflictos, no son más que causas residuales, aunque representan, a menudo, el modo de expresión de los conflictos, velando y ocultando las verdaderas causas profanas de éstos”.