El presidente de Asturias Laica critica el discurso eclesial que subordina la democracia y los derechos humanos a una verdad religiosa absoluta.
Estamos en la tormenta generada por el blanqueamiento de una decisión xenófoba (señalar a una ciudadanía por sus creencias) queriendo camuflarla como una decisión administrativa (las instalaciones deportivas no admiten actos religiosos). En la turbulencia generada por el hecho hay muchos que pretenden imponer sus creencias.
Así en un texto sobre lo sucedido en Jumilla (publicado el 8-8-2025 en numerosos periódicos nacionales) el máximo representante de la Iglesia Católica en España, Luis Argüello, afirma: El rechazo de las tradiciones religiosas supone renunciar a fuentes que generan “pueblo” sin el cual las democracias no tienen más salida que la manipulación de la conciencia.
Y tras inhabilitar a la ciudadanía para ser la fuente de poder del Estado refuerza su posición afirmando: Textos básicos para nuestra convivencia como la Constitución Española o la Declaración Universal de los Derechos Humanos quieren expresar una convicción más profunda en los derechos de Dios, de los que deduce que la dignidad humana no deriva de la concesión de los estados o las leyes, sino como dato previo y prepolítico.
Es decir que para Argüello existe una verdad previa a la asociación política y ese dato previo y prepolítico son los derechos de Dios. Para él la estructura de poder es sencilla: existe un dios verdadero, el suyo, que desarrolla los principios de cómo ha de organizarse la relación entre la ciudadanía estableciendo un marco dentro del cual la humanidad puede moverse. En su modelo las democracias que no asumen este marco no tienen más salida que la manipulación de la conciencia.
Como todos los dogmáticos, convencidos de (o interesados en) poseer la verdad, afirma que todo aquel que no acepte someterse a sus afirmaciones (apoyadas en un libro que sólo saber leer el poder eclesial) y defienda ideas diferentes se dedica a manipular conciencias. ¡Ellos no porque imponen la única verdad, la de su dios!
Su argumentación tiene una base escandalosamente falsa: la existencia de esa verdad absoluta. Esa verdad excluiría a otras que tienen la misma pretensión, con los mismos fundamentos, de ser la verdadera verdad. ¡Insostenible! (¿Tu verdad? no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. que decía Machado).
Terencio Barrón (-116 a -27 de la era común) lo tenía muy claro: No son los dioses los que crearon el Estado, sino el Estado quien estableció a los dioses, cuya adoración resulta esencial para el orden del Estado y el comportamiento recto de los ciudadanos. Es decir: las religiones son herramientas del poder.
Para los dogmáticos la defensa de la duda, de la reflexión crítica sobre las costumbres, de la paulatina construcción de verdades objetivas que destruyan creencias ancladas en la ignorancia, del principio básico de libertad de creencias, de la libertad de expresarlas, etc. le parecen inasumibles.
Por eso, y a pesar de la contradicción lógica, en momentos de ruido como éste resulta conveniente a los poderes de la iglesia católica salir en defensa de otras iglesias con el objetivo común de combatir su gran riesgo: la inapelable defensa racional de un Estado Laico, la necesidad de una estructura humana exterior a todas las diferentes creencias personales que organice y regule la vida en una sociedad múltiple, en igualdad de derechos, donde cada día somos más los irreligiosos. Les une un objetivo prioritario común: imponer que el derecho de dios está por encima de los derechos humanos. Después ya llegará el momento de discutir entre dioses.
Por eso a los que asumimos (y defendemos) que la organización de la sociedad ha de producirse desde un acuerdo de la ciudadanía sometido a la revisión crítica nos intenta devaluar englobándonos en defensores a ultranza del relativismo moral, como caldo de cultivo indispensable para la democracia. Confundir una estructura laica del Estado con ese relativismo moral con el que pretende degradarnos es un signo de mala fe más que de ignorancia.





