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Estas fechas son un pozo sin fondo de gestos caritativos. Quienes no hacen nada el resto del año, ahora se doran la píldora con cuatro duros a los bancos de alimentos. No solo no cambian nada, sino que lo empeoran
Ya están aquí las fechas de la caridad. Una época del año privilegiada para ir al supermercado y presenciar la llegada de los pavos reales del orgullo. Ayer mismo me topé con uno en la cola del Mercadona. Una señora de mediana edad… En el momento en que le pidieron dinero para el banco de alimentos, se metamorfoseó. La pava desplegó sus refulgentes plumas y ofreció, con una expresión de satisfacción orgiástica reflejada en los oros y diamantes de sus manos, diez euros. Después de eso, ¡válgame la dignidad que despachaba! Era una monja recién confesada; libre de pecado. Como un ama de casa suburbana neurótica tras haber tachado todos los recados de la lista. Sonreía hacia dentro y hacia fuera luciendo unos dientes blancos como perlas, que parecían más una inversión que una dentadura. Acto seguido, se largó con su comprita a paso altivo; fresca y reluciente, tranquila como una tumba. La escena me minó la moral y me dejó las tripas como un cuervo haciendo gárgaras…
El paladar mayoritario se vanagloria vehemente con la generosidad de cuentagotas. Así que yo, como gourmet de lo abisal, vengo aquí a presentar una valoración en los márgenes de lo aceptado. No trago con los bancos de alimentos, menos aún los de la FESBAL —Federación Española de Bancos de Alimentos—, ni tampoco me gustan las ONG (a las que meteré aquí en el mismo saco). Ambos me parecen productos desviados. Encarnan a la perfección esa deliciosa frase de T. S. Eliot: «El mayor pecado es hacer lo correcto por la razón equivocada», cabría añadir aquí: «De la forma equivocada». Sin ser esto un panfleto contra todo, sí diré que muchos de los que participan en ellas se ven a sí mismos en el olimpo de la moralidad; como monigotes en el alto copete del bien hacer humano. Y los marionetistas de estas órdenes son, muchas veces también, charlatanes macabros con un modo de vida que reside en la desgracia ajena.
Ni que decir tiene que nunca van a faltar problemas en el mundo, ni tampoco quienes vendan los remedios del boticario sin licencia, pero con mucha y buena palabrería sobre la calidad del producto. Es desde ahí donde se edifica una semiótica del fracaso por beneficio de su reparación y la brutal aquiescencia a este imaginario de respuestas paliativas resulta de lo más prometedora para quienes se lucran de él, que no son pocos… Tanto el podrido enraizamiento de la FESBAL con la iglesia católica, como su defensa a ultranza de las grandes marcas alimenticias (a las que les viene de perlas ahorrarse triturar el excedente), pasando por la recepción de partidas presupuestarias públicas que deberían ir a los servicios sociales, y no a la caridad y el asistencialismo, ya deberían ser pistas suficientes para intuir que alguien se está merendando la tostada, y no precisamente los hambrientos.
Pasando rápidamente a las ONG —más o menos los bancos de alimentos fuera de temporada— cabe recordar su nacimiento allá por la firma de la Carta de Naciones tras la Segunda Guerra Mundial, al igual que sufrieron un boom desenfrenado en los años setenta. Sin tiempo para escarbar más, diré simplemente que hubo quien intuyó en ellas una respuesta solvente y eficaz para los paradigmas del neoliberalismo que estaba descorchándose. En plena pugna internacional por el papel del Estado, los sistemas liberales tenían un conflicto de intereses con sus ciudadanos. Si el Estado debía restringirse al mínimo margen de actuación, ¿cómo podían solventar las inevitables crisis humanas que derivarían de la desigualdad latente? La clave fue, precisamente, hacer bregar a la sociedad civil con las obligaciones estatales.
Matando dos pájaros de un tiro, el creciente individualismo haría recaer la responsabilidad de los traumas colectivos en los ciudadanos, creando el espejismo de su resolución en la acción individual y restando así importancia a la actuación gubernamental. Una elegante estrategia para filtrar las protestas callejeras masivas hacia moralismos de petit comité y leccioncitas de salón. Sindicatos y politización dieron paso así al activismo y al corporativismo privado. Todo un mercado de la jodienda ajena que, por si fuera poco, se internacionaliza con la globalización, plantando hoy desperdigados geranios de jóvenes —y no tanto— chantajeando con el altruismo solidario en las calles principales de las ciudades. Por cierto, bajo un régimen de pseudoexplotación que los obliga a partirse el lomo más por su supervivencia que por la de quienes dicen defender las organizaciones para las que trabajan.
Todo se va a hacer puñetas desde que tengo memoria. Y algo hay que hacer, desde luego, pero si las herramientas de siempre no han resuelto el estropicio, será que no funcionan. O, tal vez, no haya nada que arreglar, porque las cosas son así. Las bombillas, por más que pensemos en repararlas, al final se funden y hay que cambiarlas por otras nuevas. Las cuales también están destinadas a la extinción. Puede que lo suyo sea asumir que la bombilla va a fundirse y que vamos a tener que cambiarla, ¡o mejor!, pensemos en una bombilla que no haya que cambiar. Recapacitemos un modelo menos reactivo; enfocado en resolver la necesidad de pedir ayuda de raíz, antes que en despachar morralla limosnera. Dos de las cosas que más nos hacen falta en la vida son una motivación y una oportunidad. Reclamar en alto que estas queden lejos de morirse de hambre sería lo suyo en un Estado del Bienestar.
Bien, no negaré mi hipocresía. Aunque tire piedras contra la caridad, soy el primero al que se le atraganta el alma cuando tengo que degustar la injusta gastronomía de la pobreza y la desesperación. Pierdo los estribos para mí mismo y noto como los sesos se me salen por las orejas. Por eso no puedo evitar rascarme los bolsillos, dar todas las monedas de la cartera, desear mucha suerte… Cuando veo que se tercia, intento avivar una conversación. Varias han sido las veces que, directamente, me he sentado con algún pobre diablo y le he preguntado por su tortuoso día a día. En esas ocasiones, me he descolgado por un chino a por un par de birras. Beber en compañía suele ser síntoma de mejor salud que hacerlo sin ella —sin denostar el pedo solitario; una delicia, sobre todo cuando las cosas no vienen torcidas—.
«Aunque tire piedras contra la caridad, soy el primero al que se le atraganta el alma al degustar la injusta gastronomía de la pobreza»
Al final, como si fuera un médico incapaz de ofrecer un diagnóstico sincero sobre su cáncer terminal, acabo rezándoles que las cosas irán a mejor: «Ya verás, todo saldrá bien. Has tenido mala suerte, pero lo bueno que tiene la suerte es que siempre puede cambiar». Yo sé que es mentira. Ellos todavía más. Hay, con todo, un valor muy humano en oler el desastre. En impregnarse de su aroma hasta la arcada azuzando así la modestia, la humildad, la gratitud y, si la cosa sale bien, la rabia. Esa indignación es la que calienta la boca para destripar el pastel, la que enciende el motor de búsqueda de asociaciones de barrio y proximidad donde ayudar a quienes te rodean y, finalmente, de politizarse haciendo las justas reclamaciones al poder público-privado y no al individuo.
Porque hay quienes, como la repantingada de la cola del Mercadona, se nota que por apalabrar diez euros para el banco de alimentos se sienten poco más que una hermana de la compasión y poco menos que una esposa de la bondad, cuando lo máximo a lo que aspiran es al sosiego de su espíritu en baja forma moral. Unos cheles y a correr. En esta remesa están, por cierto, mis irónicamente favoritos de la fauna; los generosos con mucha pasta… Cuando veo personas adineradas fardar de donar dinero me da reuma en los ojos. En el momento en que se vanaglorian de poner su granito de arena para cambiar el mundo, directamente los ataría y les aplicaría la Técnica Ludovico de La Naranja Mecánica. Luego están los que, como dice Edu Galán, convierten la moral en diversos destellos fotográficos de influencers junto a pobres. A ellos, como decía Miguel Rellán en Maestro Esgrima: «¡ZAS¡ ¡GUILLOTINA!» y arreando, que una cosa es sentirse bien por lo mínimo y otra, mucho peor, hacer un lucrativo espectáculo de ello. Supongo que, como escribió hace poco Ramón Reig: «Que me perdonen quienes piensen lo contrario, soy un radical, voy a la raíz, los problemas se resuelven agarrándolos por los cuernos». Pues eso…
«Los que dedican la riqueza de su tiempo a ayudar a los demás merecen, más que un aplauso, un buen sueldo, además de respeto»
No quiero despedirme sin aclarar algo. Lejos de mí atacar la empatía y la bondad de quienes, conscientes de la desgracia que atesoramos, tratan de ponerle remedio con los recursos a su alcance. Aquellos que dedican la riqueza de su tiempo a ayudar a los demás merecen, más que un aplauso, un buen sueldo, además de respeto y admiración. Poco o nada que ver con los donantes sedientos de solidaridad que apaciguan su conciencia con cuatro perras para dormir después a pierna suelta. Para eso, prefiero a los tóxicos que se pasan por el arco del triunfo la empatía, porque a ellos se les pueden lanzar arrestos y personifican el egoísmo caciquil a batir. Ya que, bueno, serán unos cabrones, pero son unos cabrones sinceros sin la pútrida mascarada de maquillaje moral que cargan los otros.
En fin, ¿queréis ayudar a los necesitados, poner vuestro granito de arena para retrasar el apocalipsis? Evitad el consumismo, preguntad a vuestro alrededor si alguien necesita ayuda, de la clase que sea, y brindádsela, acudid al colmado, dejaros una buena pasta en el bar de toda la vida, aunque vayáis algo tiesos, id más en transporte público y cagaros, fuerte y claro, en los muertos de quienes se benefician del malestar. A mí, de momento, me viene que ni pintado para escribir esta columna. Pero, como decía aquella campaña de publicidad: «Ojalá no tuviera que existir»… Ah, y feliz Navidad, que lo cortés no quite lo valiente…
Ya están aquí las fechas de la caridad. Una época del año privilegiada para ir al supermercado y presenciar la llegada de los pavos reales del orgullo. Ayer mismo me topé con uno en la cola del Mercadona. Una señora de mediana edad… En el momento en que le pidieron dinero para el banco de alimentos, se metamorfoseó. La pava desplegó sus refulgentes plumas y ofreció, con una expresión de satisfacción orgiástica reflejada en los oros y diamantes de sus manos, diez euros. Después de eso, ¡válgame la dignidad que despachaba! Era una monja recién confesada; libre de pecado. Como un ama de casa suburbana neurótica tras haber tachado todos los recados de la lista. Sonreía hacia dentro y hacia fuera luciendo unos dientes blancos como perlas, que parecían más una inversión que una dentadura. Acto seguido, se largó con su comprita a paso altivo; fresca y reluciente, tranquila como una tumba. La escena me minó la moral y me dejó las tripas como un cuervo haciendo gárgaras…