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La autonomía de la Iglesia frente a los derechos

La Constitución tiene que prevalecer sobre las normas del Derecho canónico

En una reciente sentencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha desestimado la demanda presentada por un profesor de religión católica contra España, por injerencia en la vida privada y violación de sus libertades ideológica y de expresión. Es el caso de un exsacerdote que había obtenido de la autoridad eclesiástica la dispensa de celibato y después contrajo matrimonio y tuvo cinco hijos. Durante una serie de años había ejercido como docente impartiendo esta singular asignatura en un centro público, a propuesta del ordinario eclesiástico y contratado por el Ministerio de Educación, que le abonaba el salario, de acuerdo con los vigentes Acuerdos de 1979 firmados con el Vaticano. Su labor docente gozó del beneplácito de autoridades, padres y alumnos. En años posteriores, se integró en el Movimiento pro-celibato opcional de los sacerdotes.

La presencia pública de esta asociación hizo que el diario La Verdad de Murcia, ciudad en la que ejercía como docente, informase de una reunión de ese movimiento en la que aparecía fotografiado el profesor junto a su familia. A raíz de estos hechos, el Obispo de Cartagena comunicó al Ministerio de Educación su intención de no aprobar la renovación del contrato, arguyendo que la publicidad dada a su situación personal suponía un riesgo de escándalo. El caso llegó hasta el Tribunal Constitucional que desestimó las pretensiones del profesor, con el voto particular en contra de dos magistrados.

Ahora, el Tribunal de Estrasburgo, con la opinión disidente del profesor Sáiz Arnáiz -el juez ad hoc español- ha eximido al Estado español e indirectamente a la Iglesia católica, de haber lesionado derecho alguno por el despido del docente. En su argumentación el Tribunal defiende la autonomía doctrinal institucional de la Iglesia católica en detrimento de los derechos a la vida privada, libertad de expresión y de asociación del profesor. En una línea similar, por cierto, a la sostenida en enero de este año por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos (caso Hosanna Tabor Evangelical Lutheran Church and School), en la que se afirma que exigir u obligar a una iglesia a aceptar un ministro o sacerdote no deseado interfiere la gestión interna de la misma.

La razón por la que al profesor de religión no le fue renovado el contrato laboral a instancia de la autoridad eclesiástica, fue la divulgación en un acto público de su condición de exsacerdote casado y con hijos. Una circunstancia —por cierto— que era harto conocida por la Iglesia en los años anteriores, en los que venía ejerciendo su labor docente sin impedimento. Pero para la autoridad eclesiástica, la publicidad suponía un escándalo por estar en desacuerdo con las normas de Derecho canónico, que disponen que los profesores de religión se "distinguen por su moralidad, su vida cristiana ejemplar y sus aptitudes pedagógicas" (canon 804.2).

En principio nada que objetar a tan loables virtudes personales. Ahora bien, ¿estas cualidades excluyen contraer matrimonio, vincularse a una entidad defensora del celibato opcional de los curas u opinar sobre el divorcio o el aborto? Ciertamente, si el profesor hubiese hecho proselitismo o apología de sus convicciones ante los alumnos, su comportamiento sería incorrecto, como también hubiese sido lógica la no renovación del contrato. Pero no fue el caso, sino que, simplemente, en uso de su libertad personal y al margen de la docencia, un buen día decidió casarse y otro día optó por ejercer el derecho de asociación, así como expresar sus ideas en un medio de comunicación.

Pues bien, la cuestión decisiva que este y otros casos similares plantean es si el Estado democrático puede tolerar que la Iglesia católica, como entidad privada que participa junto con el poder público de la libertad de enseñanza, pueda hacer abstracción de derechos fundamentales que como los citados son reconocidos en la Constitución. Porque la legítima garantía de la libertad religiosa de la Iglesia no puede ser concebida a extramuros de la norma suprema. Si el profesor hubiese hecho proselitismo o apología de sus convicciones ante los alumnos, su comportamiento sería incorrecto. Como el propio Tribunal de Estrasburgo ha interpretado, el derecho a la vida privada tiene también una dimensión social que ha de permitir a la persona desarrollar su identidad en ámbitos colectivos. En este sentido, los Acuerdos de 1979 con el Vaticano, por muy favorables que sean para la Iglesia y lo son, no pueden resultar un paraguas jurídico que le atribuya plena autonomía para, por ejemplo, interpretar los derechos fundamentales según las normas de Derecho canónico. No puede haber duda, la Constitución siempre será prevalente.

Porque, en efecto, el hecho de que la propuesta de un profesor de religión, según criterios morales, corresponda a la Iglesia, no exime al Estado de velar por sus derechos fundamentales, pues es obvio que no ha dejado de ser ciudadano. La propuesta no puede ser concebida como un asunto eclesiástico. No se olvide que la participación del Estado se traduce en el abono del salario con cargo al presupuesto público. Por lo que la posición de neutralidad que ha de adoptar el Ministerio de Educación no puede conducirle a lavarse las manos si un derecho fundamental es lesionado.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional. Universidad Pompeu Fabra

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