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La alianza del burka

Me repugna tu superioridad moral. Me repugna que te creas mejor que yo, que ellas, por haberte visto arropado por la casualidad y haber nacido en un país donde nadie te va a lapidar por ser mujer y elegir. Me repugna que llames “cultura” a las violaciones de derechos humanos. Me repugna que las legitimes como válidas para mí, pero las condenes como abusos de los derechos básicos cuando se trata de ti, o de las mujeres del país donde no elegiste nacer.

Me parece cruel, inhumano, egoísta, ignorante que te atrevas a abrir la boca, o rellenar los caracteres de un tuit, para tirar por la borda la lucha de tantas mujeres por deshacerse del islamismo que las condena a ser personas de segunda categoría. Ellas tienen más agallas que tú, seas hombre o mujer, porque no se esconden detrás de una red social, exponen su cara y su nombre para defenderse como merecedoras del mismo respeto que tú. Por eso están hoy en prisión, repudiadas por sus propias familiares, abandonadas a su suerte y en manos de la peor secta que he tenido la mala suerte de conocer.

Te voy a repetir una cosa, que no me cansaré de reiterar: no es mi cultura. No lo es salir a la calle oculta debajo de un trapo negro que no deja entrever ni siquiera mis ojos, tampoco lo es que obliguen a mi amiga del instituto a casarse y menos cuando ni siquiera había cumplido los 18 años. No es mi tradición taparme de pies a cabeza para refrescarme en el mar. Nunca jamás en toda mi vida he visto un burkini, ni siquiera sé cómo es, porque los costureros de Marruecos no había descubierto semejante aberración cuando yo aún vivía allí en los noventa. Hace mucho que utilizábamos bañador en las playas del Norte de África y no había mujer que se dedicará a calcular los metros de tela antes de meterse al agua. Y el que te digo lo contrario miente, te manipula, o cobra por decirte lo contrario.

He crecido rodeada de mujeres musulmanas y a todas les he podido ver la cara, y el pelo. Algunas, mujeres de cierta edad, habían empezado a dejar caer una especie de pañuelo sobre su pelo por lo que consideraban respeto a los hombres mayores. Pero nunca jamás, mientras vivía en Marruecos, había visto un niqab, o un burka, eso era la leyenda que me contaban del lejano Afganistán cuando los talibanes amenazaban a las mujeres con un rifle si salían a la calle con la cara a la vista. Ver una cosa así en Marruecos, comentaban entre risas estas mujeres, era impensable. “Que Dios nos salve de acabar algún día en Afganistán o Arabia Saudí”, recuerdo oírles.

Lo que no sabían ellas, ni tampoco sabía yo, es que nuestros derechos como mujeres pueden, en lugar de avanzar, retroceder a una época que ninguna de nosotras conocía. Y que lo harían hasta asfixiarnos, anularnos como personas, como mujeres. Y que lo harían con la ayuda de una izquierda, que pensamos que era nuestra aliada pero que ha perdido el norte decidiendo que eso era nuestra “cultura”. Y que lo harían con la ayuda de la ultraderecha que nos utiliza para espantar a la sociedad, a la convivencia, al respeto, porque poco le interesan nuestros derechos: nos prefiere en el corredor de la muerte, o en el fondo del mar.

¿En qué momento se ha construido este complot? ¿En qué momento los islamistas, la izquierda y la ultraderecha se han alineado en contra de nuestros derechos como mujeres, independientemente de nuestra religión y nacionalidad? ¿Cuándo las y los feministas han decidido que no merecemos los mismos derechos humanos que el resto de mujeres en este planeta, simplemente porque alguien ha decidido que debemos rezarle a Alá? ¿Defenderían lo mismo si habláramos de mujeres cristianas? Que digas que la opresión es mi cultura y que los demás lo deben respetar, tiene un nombre: racismo.

Imane Rachidi

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