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Cuadro de la Inmaculada Concepción, de Murillo. / Museo de El Prado

La absurda Purísima

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Ni el gobierno más de izquierdas de la historia ha podido mover este festivo injustificable, que refleja una profunda anomalía: un estado que se proclama aconfesional sigue permitiendo que la Iglesia católica mantenga su poder y privilegios

Para entender esta anomalía, hay que entrar en el túnel del tiempo. El primer milagro es histórico: el 7 de diciembre, pero de 1585, los Tercios españoles, en una situación desesperada, acorralados en la isla de Bommel durante la Guerra de los Ochenta Años, se encontraron de casualidad una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción, improvisaron un altar, le rezaron durante toda la noche, y al día siguiente, día 8, un excepcional y brusco cambio de tiempo heló las aguas, los tercios pudieron atacar al enemigo y alzarse con una épica victoria, o al menos esto cuenta la leyenda. A partir de aquel momento, la Inmaculada Concepción fue proclamada patrona de los Tercios de Flandes: poco después se convertiría también en patrona de España, además de serlo también patrona de la infantería del Ejército.

Posteriormente, el 8 de diciembre de 1854 la Iglesia católica proclamó como dogma de fe el milagro de la Concepción Inmaculada. Es, pues, una fecha en la que convergen los intereses de dos instituciones tan fuertes como la Iglesia y el Ejército. Sin embargo, la consolidación del 8 de diciembre como festivo se produjo paradójicamente en los primeros compases de la democracia.

Pocos días después de aprobar la Constitución, el Gobierno de Adolfo Suárez cerró el 3 de enero de 1979 un gran acuerdo con la Iglesia en la que, además de fortalecer sus privilegios y aceptar que estuviera exenta de pagar impuestos, acordó que fueran festivos todos los domingos y unos festivos religiosos «de común acuerdo», entre los cuales había este día de la Inmaculada Concepción. Curiosamente, el primer presidente que intentó cargarse la fiesta fue Mariano Rajoy (por razones de pura productividad) pero rápidamente la Conferencia Episcopal lo bloqueó.

Curiosamente, una fiesta eminentemente religiosa ha sobrevivido a la propia Constitución Española, donde queda claro que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», un principio esencial que sin embargo queda agrietado por el perverso redactado que viene a continuación: «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».

Es esta profunda contradicción, entre el carácter aconfesional del Estado y a la vez su enraizamiento en una tradición católica de la que no puede escapar, lo que explica esta festividad folclórica del 8 de diciembre, que llega a inutilizar una semana entera como la de este 2022, y condiciona absurdamente el calendario anual de festivos.

La fiesta de la Inmaculada es especialmente artificial, porque a diferencia de el día de Navidad o de Reyes, igualmente de origen religioso, no tiene ningún arraigo social ni ningún fervor devoto que la justifique, como sí sucede por ejemplo en Semana Santa. Curiosamente, los dos últimos bastiones que se resisten a cambiar esta fecha son la Iglesia católica y el sector turístico, que lo tiene señalado en rojo como uno de los grandes momentos del año para facturar. Tampoco deja de ser curioso que el último Gobierno que intentó al menos desplazar la fecha fuera del PP y la coalición más de izquierdas de la historia (PSOE-Podemos) ni siquiera lo haya intentado. Prueba irrefutable de que, a pesar de su absurdidad, la fiesta del 8 de diciembre sobrevivirá probablemente otros tantos siglos.

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