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Putin no está solo. Quien vea en el mandatario ruso a un autócrata solitario cuya concepción de su país y del mundo muera con él se equivoca. Esa supuesta enfermedad que la Inteligencia británica dijo que lo está dejando ciego y acabará con su vida en dos o tres años de ser real, no pondría fin a la ideología supremacista que otorga a la gran Rusia un papel preeminente en la historia de la humanidad. Vladimir Putin no es el arquitecto de esa forma de ver el rol de su país en el mundo, es solo el ejecutor taimado que supo servirse de un armazón espiritual para encaramarse al poder y permanecer en él hasta el fin de sus días. Su mentor y principal aliado en esa deriva totalitaria no es otro que Cirilo I de Moscú, el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa. Kirill, como allí se le conoce, es el autor intelectual de un proceso de transformación ideológica encaminada a dotar a la sociedad de una forma de cohesión que mantuviera a los rusos unidos tras la desintegración de la Unión Soviética.
Se trataba de proyectar la idea de que Rusia estaba señalada por Dios para salvar al mundo
Ya desde la irrupción de Yeltsin vio su oportunidad de convertir a la más rancia de todas las iglesias cristianas en la «grapa espiritual» que cosiera los fragmentos del viejo imperio ruso. Se trataba de proyectar la idea de que Rusia estaba señalada por Dios para salvar al mundo. A pesar de su antisovietismo, el patriarca Kirill supo conectar con exmiembros del Partido Comunista que, como Vladimir Putin, se cambiaron oportunamente de chaqueta para mantener incólumes sus privilegios y su capacidad de ejercer el poder.
Putin necesitaba un sustituto del comunismo que le proporcionara resortes autoritarios y lo encontró en la Iglesia ortodoxa rusa con el beneplácito de Cirilo I y toda su pompa eclesiástica. Una combinación de elementos propios de la antigua ideología imperial rusa de los Románov y de los residuos autocráticos de la estructura soviética. La simbiosis perfecta para mantener al pueblo ruso bajo el báculo amenazante de su patriarca y la bota del Kremlin. Putin y Kirill han formado un binomio imbatible, las limitaciones intelectuales del primero son compensadas por el maquiavelismo visionario del segundo. El patriarca necesita el estatus y los recursos del Estado que le proporciona generosamente el Kremlin, a cambio Vladimir Putin recibe de la Iglesia rusa el marchamo de dirigente de proyección universal con el mandato divino de frenar a Occidente al que Cirilo I considera la encarnación del mal en la tierra.
Según señala Cyril Hovorun, antiguo secretario de Kirill, para sus seguidores la Iglesia católica es el peor enemigo de Rusia y el Papa su mayor amenaza. En su entrevista con Francisco por videoconferencia, Kirill dedicó veinte minutos a leer un papel en el que traía escrita la justificación de la guerra. «Un monaguillo de Putin», diría el Papa.
Cirilo I calificó la vuelta al poder de Vladimir Putin como «un milagro de Dios»
Semejante trasfondo explica que la Iglesia ortodoxa rusa bendiga algo tan atroz como la invasión de Ucrania hasta el punto de considerarlo como una guerra santa del conservadurismo contra los liberales. Esas ideas siniestras, esa concepción medieval y ese nacionalismo ultramontano es el que intoxica de doctrina retrógrada el alma rusa amenazando la estabilidad del mundo y comprometiendo el futuro del país más extenso del planeta.
Cirilo I calificó la vuelta al poder de Vladimir Putin como «un milagro de Dios», le considera el valedor de la libertad y reza por el éxito de las tropas rusas, nunca por la paz en Ucrania. El uso y abuso de la teología en favor de la propaganda belicista no es fácil que acabe con un relevo en el Kremlin. El báculo de Kirill es tan nocivo como las botas de Putin.