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Juramentos y promesas: una antigualla absurda

Soy persona muy poco dada a los simbolismos y a las apariencias. Me gusta observar el fondo de las cosas sin atender a presentaciones más o menos espectaculares o engañosas. Al margen de mis propias propensiones, llevamos una semana cargada de juramentos y promesas, unos formularios y otros polémicos, que incluso están propiciando estudios profundos sobre la legalidad de determinadas formas.

Quisiera huir de estos planteamientos y centrarme en el fondo de la cuestión: el juramento como tal. Es necesario recordar algo que ha quedado oculto en toda esta polémica. El juramento no es más que un ceremonial, un acto iniciático de clara raíz religiosa. Se supone que quien presta el juramento se comprometeante la divinidad a obrar en un determinado sentido, por lo cual el juramento depende completamente, no hay que ocultarlo, de la fe del que lo presta.

Pero también hay que decir que el juramento tiene su origen en la ordalía. La ordalía es un modo salvaje de juzgar que todavía está vigente en algunas partes del mundo. La situación es la siguiente: alguien es acusado de un delito. Ese alguien asegura que no ha sido él, pero para garantizar que dice la verdad, se le obligará en público a caminar descalzo sobre brasas, a lamer un hierro candente, a meter la mano en un cubo de agua hirviendo, a ingerir un veneno, etc. Hay muchas versiones, todas bestiales. Pues bien, si dijo la verdad, la divinidad le ayudará y no padecerá daño alguno. Si mintió, se quemará o envenenará y todos los presentes descubrirán al mentiroso. Se encuentran ordalías similares en el Código de Hammurabi (1728 a.C.), y eran tan frecuentes en la Edad Media que la Iglesia católica tuvo que prohibir indirectamente su celebración en 1215. Actualmente son minoritarias, pero se siguen celebrando en varios lugares del mundo, especialmente en tribus del África central.

Pues bien, el juramento es la “civilización” de la ordalía. Se trata de su versión no violenta, surgida ya muy tempranamente –se encuentra en el mismo código de Hammurabi–, pero tiene exactamente ese mismo origen e intención, sin añadir el bestialismo. Pero es igual de absurda para demostrar que alguien dice la verdad, no sólo porque la historia de juramentos pronunciados en falso sea interminable, sino porque son los hechos de la persona los que demostrarán si dijo la verdad, es decir, la debida valoración de la realidad, y no la confianza en algo que muchos calificarían simplemente de superstición hoy en día.

El equivalente laico del juramento es la promesa, pero precisamentepor esa laicidad, se comprenderá que la promesa es doblemente absurda. El juramento, por lo menos, cuenta con el refrendo religioso de la fe de quienes la sienten. La promesa, en cambio, no tiene ese refrendo, por lo que se convierte en un simple acto iniciático incomprensible, en un ceremonial vacío de contenido, porque para que una persona sepa que tiene que declarar la verdad en un proceso judicial, o que no va a delinquir en el ejercicio de un cargo, no son necesarios ni los juramentos ni las promesas. Basta con que cumpla el ordenamiento jurídico, es decir, que no delinca.

Por consiguiente, una vez nombrada una persona para el ejercicio de un cargo, basta con recordarle sus obligaciones legales, aunque no habría de ser necesario, toda vez que si se le nombra para dicho cargo es porque se le considera capacitado para ello, y por ello debe conocer perfectamente dichas obligaciones. Por tanto, una vez elegido el diputado o senador, nada más democrático que ser inmediatamente representante de la ciudadanía por la directa voluntad popular expresada en las urnas, sin más ritualismos que sólo hacen perder el tiempo. Nada más democrático que el presidente sea elegido por la simple voluntad de dichos miembros del parlamento. Y así con el resto de cargos, sin más ceremonias.

Lo mismo en la Justicia. Se es juez por haber superado una exigente oposición en la que han sido valorados los conocimientos del aspirante, sin más ceremoniales. Es decir, el cargo lo dan los conocimientos del juez, no ningún rito. Tampoco es necesario que un testigo en un proceso jure o prometa para que conozca las consecuencias del delito de falso testimonio. Y mucho menos que haga una especie de pase mágico «levantando la mano derecha».

Todo ello debe ser derogado. La honestidad y eficiencia del político se demuestra con sus actuaciones, y no con actos iniciáticos absurdos, por más que a tanta gente, todavía más preocupada por la forma que por el fondo, le resulten atractivos. La verdadera libertad se obtiene con la actuación honesta del político, sin atrezo.

Jordi Nieva Fenoll. Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona y analista de Agenda Pública

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