Para alguien que batió los récords históricos de audiencias generales (1160), de sínodos (30 entre ordinarios, extraordinarios, especiales y de de obispos), de ceremonias de beatificación (147 para proclamar 1338 beatos), de canonización (51 para hacer 482 santos), de consistorios (9 para imponer 231 cardenales), de asambleas plenarias del colegio cardenalicio (6), de visitas oficiales (38), de audiencias con jefes de Estado (737) y con primeros ministros (245), resulta poco menos que vergonzoso que lo santifiquen por dos “realty show” de sanación, (uno post mortem), montados por los mercaderes del Vaticano.
Ciertamente, no es algo que me importe. Como seguramente tampoco a millones de los que no confunden fe con estupidez.
A quienes insisten en seguir confundiendo una cosa con la otra, Nietzche los llama “corrompidos”: “Aquéllos que cuando eligen, prefieren lo que les es perjudicial” (El Anticristo). Y nada más perjudicial para la fe que la Iglesia y Juan Pablo II.
Y esto, sí me importa. No sólo por la fe (como necesidad de la naturaleza humana), sino por los hechos que comprometen su falsificación.
Pedofilia y santificación
El 28 de noviembre del 2010, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara-México, la periodista mexicana Carmen Aristegui hizo público su libro, Marcial Maciel: Historia de un criminal, editado por Grijalbo.
El libro da cuenta de la vida de “eucaristía” que vivió el sacerdote Marcial Maciel. Sólo que para éste, la transubstanciación del vino y del pan en la sangre y cuerpo de Cristo tuvo un contenido y un sentido más utilitario y práctico, al mismo tiempo que ruin y perverso: cientos de niños, incluyendo sus propios hijos, sistemáticamente violados y vejados, mancillados en sus dignidades, destruidos en sus identidades.
Maciel fue un típico confesor de esos que entran a las casas a manipular las conciencias de las mujeres y algo más. A los 56 años, con un largo recorrido por la morfina y otras drogas, pedófilo empedernido, cínico y estafador, engañó a una madre soltera mexicana de 19 y la hizo su mujer aprovechándose de su condición humilde. La engañó casi 30 años inventándose nombres falsos. Con uno de esos inscribió al hijo de la mujer y a los otros dos que tuvo con ésta. Al adoptado y al mayor de sus hijos, los violó sistemáticamente y sometió a las más aberrantes prácticas sexuales desde los seis años. Paralelamente, en España, engañó a otra mujer con la que tuvo una hija. Usted puede acceder a sus testimonios en: lauracampos.wordpress.com/?s=carmen+Aristegui
En el contexto de lo que han sido las sucesivas denuncias sobre pedofilia a lo largo de lo que va del presente siglo, tanto en Europa como en EEUU, la aparición del libro podría no ser sino un ladrillo más en el enorme muro de las aberraciones sexuales de curas y monjas.
Aquí, aparte de subrayar que se trata de un libro que condensa una prolija investigación de su autora durante más de diez años de seguimiento de los hechos y de los actores clave implicados, interesa relievar su entronque con la moral en la que se ceban sacerdotes y monjas de todas jerarquías. Moral que encuentra sus orígenes en el judaísmo y que necesitó de la transposición cristiana para asegurar su institucionalización corporativa como Iglesia y para poder expandirse en el mundo como moral judeo-cristiana en su versión católica y romana.
En este sentido, poner al descubierto los vicios y perversidades que vertebran a la curia del catolicismo papal, no es ninguna novedad. Lo que llama la atención es que tras más de dos mil años de saberse cuán inmoral es la jerarquía que gobierna el Vaticano y toda su Iglesia, desde los más altos niveles de gobierno hasta el cura de pueblo, aún haya sobre la tierra millones de seres “corrompidos” que avalen la santificación de la pedofilia y sus aberraciones, pisoteando la fe.
Y es que no sólo se trata de Marcial Maciel a quien protegió Juan Pablo II según el propio Joseph Ratzinger que lo sucedió en el Papado como Benedicto XVI. Tampoco es el único protector que, “a sabiendas”, se identificara con la pedofilia y rechazara rabiosamente la homosexualidad.
Lo que ocurre es que el escándalo de Maciel en México y España, el de Fernando Karadima en Chile, el de los violados de toda Europa y Norteamérica que tuvieron el coraje de pronunciarse, así como el descubrimiento de los círculos de pedofilia, tortura, esterilización; trata de niños; comercio de órganos, en Canadá y otros lugares, sucedieron durante el tiempo en que Juan Pablo II ejercía el Pontificado de la Santa Madre Iglesia, todo amor y pureza. Durante ese tiempo, se la pasó lanzando invectivas contra los gays, el control de la natalidad, el aborto, la planificación familiar.
La ONU, por su parte y también “a sabiendas”, esperó a que se muriera y que su sucesor renunciara para sacar un pronunciamiento “sugiriéndole” al Vaticano la conveniencia de que para el 2017 empiece a emitir los informes correspondientes a todas las atrocidades cometidas por la Iglesia durante su historia negra. Nadie duda que no lo hará. Mucho menos cuando 27 años de esa historia le corresponde al ahora San Pablo Il. Lo que es de esperar, es que para entonces Joseph Ratzinger o Benedicto XVI, que supo no sólo secundar al santo, sino compartir con él todas las monstruosidades, haya sido también santificado o por lo menos entrado en carrera. Total uno y otro actuaron en nombre del “magisterio de la Iglesia Católica, la dignidad de la persona humana y el ejercicio de la libertad religiosa”.
De peregrino de la muerte a santo
No fueron sólo los crímenes de pedofilia y demás perversidades con los niños de todo el mundo en manos de curas y monjas los que hacen a Juan Pablo II merecedor de la santificación que otorga esa institución llamada iglesia y que está cada día más corroída en sus cimientos por el peso de sus crímenes y atrocidades. Hay que sumarle las guerras y los genocidios que alentó con su voz y su acción, cual peregrino de la muerte. Ocurrió en el contexto de la globalización impuesta por las élites del poder mundial y administradas a su turno por las duplas anglo-norteamericanas Reagan-Tatcher, Bush (padre)-Major, Clinton-Blair, Bush (hijo)-Blair.
Juan Pablo II, poseído de un anticomunismo visceral, apuntaló muy bien a la caída del orden soviético, y a la sucesiva construcción del nuevo orden mundial bajo la hegemonía judío-norteamericana. Antes lo había hecho Pío XII, después de la II GM. Pero Juan Pablo II fue además un infatigable reconstructor de la estructura corporativa de la iglesia, un tanto remecida en sus cimientos por el Concilio Vaticano II que promovió Juan XXIII.
Aún cuando declarara que se trataba de un concepto anacrónico, nadie concretó de manera tan certera como Juan Pablo II el concepto de “Guerra Justa” (regular el derecho a la guerra, en la guerra y después de la guerra). Y aunque Bush (hijo) se lamentara no haber podido discutir con Juan Pablo II los alcances de esa noción que argumenta sobre la licitud de hacer la guerra para los cristianos y es además parte del derecho internacional que franquea el terrorismo de Estado, lo cierto es que cada uno de estos dos genocidas hizo lo que le correspondía para llevar a cabo las limpiezas étnicas y religiosas en Europa, África, América latina, Asia. En la realización de los genocidios que le son consustanciales, coincidieron plenamente los propósitos geopolítico-militares, económicos, e ideológico-religiosos.
Juan Pablo II tuvo sumo cuidado en elegir y jerarquizar los lugares que “visitó”, a quienes debía dirigirse para sensibilizar o comprometer, con quiénes se tenía que entrevistar para convencer o imponer, qué cosa leía para enardecer a los “corrompidos”, a quienes repartía besos.
1. Así ocurrió en el genocidio en Ruanda, donde desde 1900 la iglesia católica alentó el enfrentamiento entre “tutsis” (10 % de la población ) y “hutus” (90%). Los primeros considerados como no cristianos, anti-blancos, mentirosos, inteligentes y arteros; y los segundos como trabajadores, dóciles, amigos del blanco. En 1994, tras la visita de Juan Pablo II, miles de tutsis entre hombres, mujeres y niños de diferentes edades fueron masacrados, descuartizados, violados, degollados en una centena de iglesias católicas administradas por monjas y curas incluyendo obispos y otras jerarquías. No hay que olvidar que desde sus inicios la iglesia católica tuvo el monopolio absoluto de la enseñanza, logrando multiplicar la formación de abates y seminaristas “hutus”, y consagrar a Ruanda como el “reino de Cristo”. La conversión obligada al catolicismo de hutus y tutsis se volvió persecutoria, pero los tutsis siempre se resistieron. Hacia 1960, la vicaría ruandesa redactó un manifiesto según el cual los tutsis fueron declarados intrusos llegados del Nilo, a donde debían regresar. Se inició así la cacería de tutsis (agricultores) por los hutus (pastores).
En 1997, una comisión parlamentaria belga sobre la base de testimonios recabados acusó directamente a la Iglesia católica y a sus sacerdotes, obispos, arzobispos, abates, curas, misioneros, miembros del Opus Dei de complicidad, pasiva y activa, en el genocidio de 1994.Todo bajo el atento y cómplice seguimiento del Papa Juan Pablo II.
Otra investigación independiente demostró que más de mil machetes utilizados en las masacres de tutsis fueron comprados y distribuidos por Caritas-Ruanda en 1993.
2. En Zagreb, la capital de Croacia católica, ocurrió otro genocidio. Esta vez Juan Pablo II acudió a los croatas católicos conducidos por curas de distintas jerarquías y a monjas. Se trató de continuar el genocidio que tras la II GM instrumentalizó la iglesia de Pio XII de la mano con la CIA. En esta oportunidad, papel relevante le tocó al sacerdote Aloysius Stepinac, que llegó a ser obispo, después cardenal y murió de una rara enfermedad contraída por la ingesta de carne humana. Stepinac fue elevado a la categoría de beato por Juan Pablo II en octubre de 1998.
Por su parte Benedicto XVI, en un alarde de cinismo corrupto, diría en 2011 durante su visita de control de daños a Croacia, que Stepinac “supo resistir a todo totalitarismo, haciéndose defensor de los judíos, los ortodoxos y todos los perseguidos en el tiempo de la dictadura nazi y fascista, y después, en el período del comunismo, abogando por sus fieles y especialmente por sacerdotes perseguidos y asesinados”. Lo que olvidó, es que Stepinac dirigió las hordas de clérigos católicos para las matanzas y descuartizamientos de ortodoxos, judíos, gitanos, marxistas, bajo el terror de los “cruzados ustashi”.
Para mayor información se puede consultar: http://historiayverdad.org/El-Caso-Stepinac-Yugoslavia.pdf
3. En marzo de 1983 Juan Pablo II llegó a Nicaragua invitado por el Gobierno del Frente Sandinista. Un día antes de su llegada los mercenarios armados y pagados por EEUU, habían masacrado a 17 jóvenes nicaragüenses de diferentes edades.
Durante la misa que ofreció el Papa en la Plaza de la Revolución presidida por las imágenes del General Sandino y del Comandante y fundador del FSLN, Carlos Fonseca, las madres de esas 17 víctimas del odio y del terror norteamericano para destruir la revolución, hicieron llegar sus voces pidiendo una oración por la paz a quien creían estar autorizado para hacerlo. Juan Pablo II simplemente las ignoró. Tenía claro que su propósito era el mismo que el que lo había llevado a Polonia en 1979 para apoyar la “lucha no violenta” contra el régimen comunista en toda Europa Oriental. El mismo propósito que lo llevó a México para articular la ofensiva de recuperación confesional del único país que tenía una constitución anticlerical.
En Nicaragua, se trataba de desestabilizar la revolución sandinista empezando por atacar a los sacerdotes de diferentes órdenes religiosas que integraban su gobierno. Sólo lo pudo hacer con Ernesto Cardenal, pero su aparato de publicidad se encargó de hacer que el reproche y la actitud inquisistorial se divulgara por el mundo entero aprovechando que se trataba de un sacerdote y poeta conocido internacionalmente. Lo segundo era enfrentar al pueblo con los dirigentes de la revolución y aquí sus asesores y él propio Juan Pablo II se equivocaron diametralmente. Atacar el poder popular, negar la iglesia popular, proclamar una sola fe, un solo Dios, un solo pueblo, un solo bautismo, cuando en nombre de ese Dios y de esa fe se asesinaba jóvenes, se secuestraban mujeres y niñas, se destruían comunidades, se atacaba una revolución que había surgido contra una feroz dictadura que también decía lo mismo, rebasó la tolerancia de las 700,000 almas que colmaban la plaza de la revolución. Estas empezaron a hacer sentir su voz de protesta al grito de ¡Queremos la paz! Cual maestrito feudal, el Papa ordenó silencio y el pueblo lo dejó solo. No terminó la misa y Monseñor Obando, que sabía de antemano el propósito de su amo y venía preparando el terreno desde el mismo día del triunfo sandinista, se lo llevó presuroso al aeropuerto. Trece años después, en 1996, Juan Pablo II volvió a Nicaragua para “vengarse de las injurias” tal como manda la “guerra justa”.
No diré más por ahora y por cuestiones de espacio. Lo que queda claro es que la Iglesia, una vez más, está cumpliendo con el rito de la falsedad que acredita su nefasta historia. Desde su elección como Papa, Karol Wojty?a fue una falsificación para la fe. Esta tergiversación, aunque funcional para el orden imperial de muerte y destrucción que comparten por igual OTAN, ONU, Vaticano, CIA, Pentágono, no nos hará olvidar los millones de engañados y asesinados de todas las razas y edades en todo el mundo. Ellos serán siempre una realidad que ninguna santificación podrá desclavar.
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