La canonización de Juan Pablo II (JPII) exige, según la Iglesia católica, que realizara dos milagros (muerto) y que hiciera gala de extraordinarios valores cristianos (vivo). En un artículo anterior en el Observatorio del Laicismo (“Un papa para dos milagros”, 19-7-13) expliqué cómo no se ha demostrado el cumplimiento del primer requisito, y cómo esta pretensión supone un enfrentamiento radical de la fe católica con la razón y la ciencia. Pero, para muchos creyentes, que el papa no haga milagros es lo de menos, lo importante es que fuera un dechado de virtudes. Permítaseme ejercer aquí de abogado del diablo, oficio establecido en 1587 por Sixto V para buscar posibles objeciones en las causas de los santos, y que extinguió precisamente JPII en 1983, lo que le permitió realizar 482 canonizaciones, casi cinco veces más que sus predecesores en el siglo XX, y 1.341 beatificaciones. Especial significación tuvo el que JPII hiciera beato y luego santo en un tiempo récord –en su momento– a Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei y autor de ‘Camino’. De hecho, se diría que, como veremos, siguió los consejos de esta obra para alcanzar su propia santidad.
El ejemplo más mediático (aunque no el más grave) de comportamiento reprobable del aspirante JPII fue su encubrimiento de los extendidos y abominables casos de pederastia en la Iglesia católica. No hay que pensar que el papa apoyara estas prácticas (¡faltaría más!), pero parecía no tener problemas para comprenderlas, pues quiso ocultarlas, incluso intentando evitar en lo posible la responsabilidad civil de los pederastas. Los casos más claros fueron los de la protección del cardenal Bernal Law y del padre Marcial Maciel (el fundador de los Legionarios de Cristo), cuyas víctimas exigen que se detenga la canonización de JPII. En todo estos asuntos JPII ejerció concienzudamente la “santa desvergüenza” (Camino, 389), que también le llevó a no hacer ascos a dictadores asesinos como Pinochet, Videla y Ríos-Montt.
Menos comprensión tuvo, ay, para con las víctimas del sida. Por imponer la moral sexual católica (que incluye la abstinencia fuera del matrimonio), JPII se opuso radicalmente al empleo de condones de todos los hombres, católicos o no, a sabiendas de que su uso podría salvar muchas vidas y mucho horror. El poder de la Iglesia (y de su Estado, la Santa Sede) sin duda sirvió para conseguir que muchísimas personas, sobre todo en África, no accedieran a los condones y estuvieran expuestas al virus letal. Hasta la más prestigiosa revista médica, The Lancet, recriminó duramente en un editorial el “grave error” de JPII, a quien calificó de “implacable”, y pidió (sin éxito) “compasión” a su sucesor. Este fue, sin duda, el mayor pecado de JPII. Que sus sucesores lo compartan no le resta extrema gravedad. Es una consecuencia mortífera de considerarse poseedores de La Verdad, y de ejercer de manera inmisericorde la “santa intolerancia” (Camino, 397).
Precisamente esa intransigencia en la moral sexual llevó a JPII a continuar reprobando el uso libre (en particular, el goce) del propio cuerpo, lo que incluye la condena de la masturbación, la homosexualidad, los anticonceptivos y el aborto. Las mujeres salen especialmente mal paradas, y la situación de las católicas se agrava porque se les niegan derechos elementales dentro de la Iglesia y del Estado vaticano. Este tipo de posiciones, que han impedido a la Santa Sede suscribir muchas declaraciones de la ONU (de la que es miembro observador) en defensa de los derechos humanos, podrían serles indiferentes a los no católicos; sin embargo, lo peor es que JPII hizo lo posible porque sus normas morales se impusieran a toda la sociedad, a todos los países; con un éxito parcial, pero excesivo. Estos esfuerzos se pueden encuadrar en lo que Escrivá denominaba “santa coacción” (Camino, 399).
La irrupción universal del dogmatismo de JPII (y de la Iglesia) también le llevó a frenar las esperanzadoras investigaciones con células madre, y ocasionó otros males en principio menos cruentos que los ya señalados, pero que subyacen a éstos y los hacen posibles. Me refiero a los efectos del adoctrinamiento ultraconservador y fundamentalista (recordemos el apego de JPII a los movimientos apostólicos de extrema derecha, como los citados Opus y Legionarios de Cristo, más Comunión y Liberación y los Neocatecumenales), que también se ejerce bajo el impulso de la “santa coacción”. El rigor inquisitorial dentro de la propia Iglesia es asunto suyo, pero el afán obsesivo por que todos los niños sean catequizados en la escuela genera un caso claro de abuso mental infantil. Aunque entendamos que es imprescindible para perpetuar algunas creencias insostenibles y una moral tan ‘santa’ como, en ocasiones, inhumana.
Para terminar tenemos los asuntos financieros, en los que JPII también dejó mucho que desear. La escandalosa corrupción del Vaticano en este terreno ha dejado en evidencia la complicidad o connivencia de JPII. Esto, en un mundo donde la pobreza es causa de tanta aflicción y muerte, es un (otro) pecado mortal. ¿Y qué decir de la apropiación indebida, ilegítima (aunque sea legal) de dinero y de bienes públicos de muchos países? En España supone más de 11.000 millones de euros al año. Dar cobertura legal a la santa desvergüenza, lejos de aminorarla, la acrecienta; y JPII ha mantenido acuerdos con distintos Estados que le aseguran a la Iglesia todo tipo de privilegios, y que recogen de Camino las tres santidades, aun sin citarlas.
Sin duda ha habido aspectos positivos en la actividad de JPII, pero no se me ocurre ninguno que compense los gravísimos daños ocasionados por su ejercicio, hasta límites extraordinarios, de la santa tríada de Escrivá: santa desvergüenza, santa intolerancia y santa coacción. De no ejercer yo como su abogado, diría que es el mismo diablo quien ha maniobrado para que JPII sea la persona que más rápidamente llegará a los altares tras su muerte, pues la Iglesia tendrá que cargar con esta sentencia: “Dime a quién santificas y te diré quién eres”.
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