Mucho cuidado: la islamofobia es el equivalente en el espejo del islamismo yihadista. Sus discursos esencialistas funcionan de la misma manera, se alimentan recíprocamente y conducen a los mismos crímenes.
El pasado 4 de septiembre la edición digital de El Mundo difundía una portada de escalofrío. Arriba a la derecha, muy grande, bajo la leyenda “la amenaza islamista”, se reproducía un mapa con las fronteras de la máxima expansión musulmana en la península durante el siglo VIII. Abajo, un chillón titular proclamaba: “El Estado Islámico sueña con conquistar Al Andalus”. Si se tiene en cuenta que la noticia más difundida estos días en todos los medios, incluido El Mundo, tiene relación con la escasa disposición de los españoles a defender su patria con las armas (“sólo el 16% está dispuesto a defender su país”) la portada mencionada parece contener, al mismo tiempo, un llamado al reclutamiento y la movilización y un acta de rendición. En todo caso, alimenta entre los lectores la ilusión de una amenaza inminente y justifica por anticipado, desde luego, las medidas que se tomen, a escala nacional e internacional, para defender nuestro territorio.
Esta portada -botón de un muestrario bastante monótono en periodicos y televisiones- me trae muy malos recuerdos. Hace once años, en vísperas de la invasión anglo-hispano-estadounidense de Irak, nuestros medios no escatimaron burdas manipulaciones islamofóbicas para justificar el derrocamiento desde el exterior de un dictador laico. Nunca olvidaré, por ejemplo, una portada de marzo de 2003 del diario ABC en la que, usando por una vez la escala Peters que reproduce fielmente las proporciones geográficas de los continentes (al contrario que la muy eurocéntrica Mercator utilizada habitualmente), ofrecía la imagen de una Europa pequeña y desvalida en el centro de una gigantesca pinza roja -de Mauritania a Pakistán- formada por 1.300 millones de musulmanes listos para saltar sobre nuestras casas.
Esta rutinaria islamofobia, coincidente además con la máxima afluencia de inmigrantes de origen musulmán a nuestras costas, fue alentada durante años por los medios hegemónicos, sí, pero también por nuestro políticos. Es también inolvidable, por ejemplo, la intervención del ex-presidente Aznar, uno de los héroes de las Azores, el 21 de septiembre de 2004 en la Universidad de Georgtown: “El problema de España con Al Qaeda empieza en el siglo VII”, palabras que coronó con un inquietante maniluvio ‘pilatesco’: “Los atentados del 11-M no están relacionados con el apoyo del Gobierno español a la guerra en Irak sino que se remontan mucho más atrás: España rechazó ser un trozo más del mundo islámico cuando fue conquistada por los moros, rehusó perder su identidad”.
Cualquiera que conozca la historia del islam sabe que en las minoritarias corrientes yihadistas anida un “imaginario de conquista” (como bien recuerda el sirio Yassin Al-Haj Saleh) que, en todo caso, no parece específico de la religión musulmana: pensemos en la conquista brutal de América y en siglos de colonialismo militar-misionero occidental. En las propias palabras de Aznar, que no era un loco aislado en una celda, alienta -peor- un “imaginario de reconquista” alimentado por un historicismo esencialista en nada diferente del que se expresa en los discursos del nuevo califa del Estado Islámico Abu Bakr Al-Baghdadi. ¿Alguna diferencia? Que los “moros” no conquistaron nunca una España que todavía no existía y tampoco han conquistado aún la España realmente existente desde 1492. Mientras que España, Europa y EEUU -y los locos que nos gobiernan- sí invadieron, y siguen bombardeando, el Irak donde nació el loco asesino Al-Baghdadi.
Uno de los méritos del EI ha sido el de poner de acuerdo contra él a casi todas las fuerzas regionales e internacionales: a los kurdos y su legítima causa de liberación en cuatro países; al gobierno pro-iraní de Bagdad, responsable en buena parte de la presencia yihadista en Irak; al gobierno de Teherán, que no dudó en utilizar a Al-Qaeda para debilitar la resistencia iraquí; a Bachar Al Asad, que también ha explotado la carta islamista contra la revolución siria; a los europeos, que no dudan ahora en dar a los kurdos las armas que negaron a los rebeldes sirios; y a los EEUU, responsable último de la violencia, el caos y la miseria que abrieron camino al feroz ‘internacionalismo’ yihadista que hoy asola el Próximo Oriente. Pero también a un sector de la izquierda -que yo llamo ‘estalibana’- que reacciona muy tibiamente, o no reacciona en absoluto, frente a la intervención estadounidense en Irak. Este acuerdo extravagante -entre EEUU, sus presuntos enemigos en la región y una parte de la izquierda mundial- debería servir al menos para medir toda la complejidad no-ideológica del nuevo marco geoestratégico y también para alumbrar todas las contradicciones, cálculos e hipocresías que colorean (de sangre) el terreno de las intervenciones armadas y políticas.
En todo caso, al igual que el régimen sirio, las dictaduras egipcias e iraní, las teocracias sunnís del Golfo, el sionismo israelí o el imperialismo europeo y estadounidense, tampoco los asesinos del EI merecen la menor complacencia o justificación. Y no las merecen, más allá de sus crímenes atroces, porque -junto a las dictaduras y los imperialismos- hacen retroceder el mundo árabe y musulmán diez años atrás contra la legítima y mayoritaria voluntad de democracia y dignidad expresada durante la llamada ‘primavera árabe’. El EI no merece la más mínima comprensión, pero hay que tener cuidado, porque de la misma manera que los crímenes muy reales de las muy reales dictaduras de Gadafi o de Bachar Al Asad han podido alimentar una propaganda bastarda e interesada, los muy reales crímenes del EI y su muy real dictadura religiosa pueden utilizarse para alimentar una islamofobia igualmente bastarda e interesada. El EI no es un fantasma creado por nuestros servicios de propaganda, pero -insisto- hay que evitar caer en la trampa. De entrada, hay que recordar que son también musulmanes sunníes -por ejemplo los kurdos, aunque no sólo ellos- los que luchan sobre el terreno contra el EI y que las intervenciones extranjeras, vengan de donde vengan, no sólo son condenables desde el punto de vista del derecho internacional sino que proporcionan legitimidad anti-imperialista y anticolonial -y apoyo adicional- a un movimiento que, antes de las invasiones y contrarrevoluciones, estaba claramente en retroceso.
Pero hay que recordar también que el islam, al igual que otras religiones o sistemas comunitarios de creencias, no habla y no mata. No se trata -aclarémoslo en seguida- de sacudirse el problema de encima con un relativismo cultural políticamente correcto: “las creencias son buenas, los malos son los creyentes”. Hay creencias (la supremacía aria, por ejemplo) que son malas en sí mismas y que nada tienen de respetables, y ningún nazi individual puede hacerlas respetables. Pero el islam, como el cristianismo, no es solamente una ideología: es un conjunto de discursos (muy contradictorios), prácticas y costumbres constantemente reelaborados y resignificados por una historia viva que Al-Baghdadi -como Aznar- quieren inútilmente negar. El islam no habla; hablan los musulmanes a partir de las relaciones sociales, económicas, políticas que fijan, como en el caso de cualquier otro ser humano, los límites de su libertad. Cuando un musulmán cree en la libertad, en la dignidad, en la justicia, en la bondad, tiene las dos mismas altenativas que un cristiano: la de considerar su religión un obstáculo y romper con ella o la de buscar esos valores en la cultura en la que ha nacido. Cuando un musulmán quiere matar a su mujer o negarle la sal a su vecino, puede encontrar, como un cristiano, justificación en una fatwa. Pero son millones y millones de musulmanes los que creen estar observando los preceptos del islam cuando respetan rutinariamente a los otros, defienden la ética común o reivindican justicia y democracia. La islamofobia niega la existencia de estos millones y millones de musulmanes, lo que -como sabemos- suele preceder, acompañar o justificar intervenciones militares extranjeras y dictaduras locales. La OTAN, EEUU, la UE, Rusia, Al Asad, Al Sisi (y paradójicamente un sector de la izquierda árabe y mundial) comparten todos, con agendas diferentes, esta islamofobia interesada.
Mucho cuidado: la islamofobia es el equivalente en el espejo del islamismo yihadista. Sus discursos esencialistas funcionan de la misma manera, se alimentan recíprocamente y conducen a los mismos crímenes. Si queremos vencer al segundo, tenemos que luchar también contra el primero. Defender España no implica enrolarse en el ejército. Hay que defenderla de sus oligarquías económicas, sus políticos y de sus medios de comunicación, y ello para recuperar la democracia en el interior y un poco de sensatez, justicia y tolerancia en el exterior.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista.
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