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Cuenta una leyenda persa que,»poco después de que un parricida llamado Zahak, jefe de unos bandidos llegadas del otro lado del Golfo Pérsico, asaltara el trono de Irán «Tierra Aria», le salieron en cada hombro una serpiente venenosa, lugar de los besos de Ahriman, el Demonio, disfrazado de un fiel cortesano. Aterrorizado, el califa recurrió a los médicos, y El Ahriman volvió a presentarse con la bata blanca y una macabra receta: «¡Señor!» -dijo El Mal-, «Estas serpientes solo se alimentan del cerebro humano, y para que no coman el suyo, debe darles cada día el de un joven a cada una». Y así, durante meses, cientos de jóvenes iraníes fueron sacrificados por los agentes del invasor. Hasta que un día, un iraní infiltrado ocupó el puesto de chef en la cocina real y empezó a liberar a los jóvenes, dándoles a las culebras cerebro de oveja. Los chavales liberados se ocultaron en el seno de las montañas de Zagros, formando una milicia llamada Gord o Kord (los Corpulentos, o sea, los kurdos), y atacaron el palacio: apresaron al malvado califa, liberando al pueblo«. Así se narraba, bajo una férrea censura, la invasión de los bárbaros árabes (antepasados de Mohammad Ben Salman El Destripador Saudí) a Irán en el siglo VII: las serpientes eran las colas del turbante de Zahak, máximo representante de la crueldad en la cultura persa, entre otros criminales como Alejandro Magno o el mogol Gengis Kan, hoy reencarnados en el Jomeinismo, Talibán, Estado Islámico, la CIA, el Blackwater, y otras organizaciones criminales.