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Los templos del poder iraní creyeron que, tras 43 años de soterramiento, las cenizas de las hembras se convertirían en la cal con la que blanquearían sus mugrientos aposentos. No imaginaban que las vejadas, maltratadas, encarceladas, torturadas, violadas, asesinadas, esos seres que consideran que no llegan a la categoría de humanas, eran ascuas a la espera del preciso golpe de viento. A mediados de este mes que hoy acaba llegó al fin aquel aliento necesario. Se trataba de la última exhalación de una mujer, joven, kurda, bella y tan llena de vida que se le salía por los bordes del hijab: Masha Amini. Aquellos que se sienten legitimados para usar la crueldad en nombre de la moral no imaginaban que su último suspiro encendería un fuego devorador. Dicen que a República Islámica tiene los días contados, que ya ha llegado la hora de matar a esa muerte que aniquila toda existencia de manera institucionalizada.
La alegría no siempre es feliz, ni limpia, ni blanca, ni rica, ni bien nutrida, ni te invita a una fiesta para celebrar la vida. Hay alegrías lunares, hechas de sombras capaces de iluminar la noche, haciendo lo oscuro más indigno y al mismo tiempo definiendo las curvas de cuanto tocan. Si te has asomado alguna vez a los límites de la vida, sabrás de qué estoy hablando: de esos abrazos que cuando te fundes con el otro se te agranda el cuerpo, el corazón se achica y tus manos y las de esa persona aletean a un tiempo, convirtiendo el miedo en zumbido de mosca.
El 16 de septiembre una desesperada y nocturna alegría se lanzó a la calle a brazo partido y sigue haciéndolo, apretando cada vez con más fuerza, dispuesta a matar a la muerteinstitucionalizada. Arrancó en Irán, una tierra enterrada por sus gobernantes que hoy asiste a una inusitada y, sin embargo, esperada resurrección de la carne.
Las mujeres iraníes han tomado sus huesos por los cabellos y se han hecho puro grito desvelado. “Preferimos morir antes que someternos a la opresión» exclaman todas a una. “No tengáis miedo, estamos juntos y unidos», cantan y ante cualquier temblor dicen: “Mírame! ¡Soy tu compatriota!”.
¿Cómo no dejarse rozar por ellas? ¿Cómo no estremecerse ante tal raudal de vida que quiere ser vivida? ¿Cómo no querer que te abracen las rosas?
Los templos del poder iraní creyeron que, tras 43 años de soterramiento, las cenizas de las hembras se convertirían en la cal con la que blanquearían sus mugrientos aposentos. No imaginaban que las vejadas, maltratadas, encarceladas, torturadas, violadas, asesinadas, esos seres que consideran que no llegan a la categoría de humanas, eran ascuas a la espera del preciso golpe de viento.
A mediados de este mes que hoy acaba llegó al fin aquel aliento necesario. Se trataba de la última exhalación de una mujer, joven, kurda, bella y tan llena de vida que se le salía por los bordes del hijab: Masha Amini . Tenía todos los elementos necesarios para que un régimen que se siente en peligro quisiera someterla y llegara a matarla a golpes. Aquellos que se creen legitimados para usar la crueldad en nombre de la moral no imaginaban que aquel último suspiro encendería un fuego devorador.
Quizá sea posible elegir ser mártir o ser héroe o heroína, pero nadie elige ser la gota que colma el vaso, porque no es posible saberlo. Las personas que analizan la situación con su conocimiento y sus datos aseguran que la crisis económica ha minado los cimientos de esta República Islámica; que las protestas civiles de 2019 y 2020 hicieron mella aunque fueran bestialmente reprimidas con más de 1.500 muertos; que la revuelta de la minoría nacional kurda, perseguida, oprimida y sin reconocimiento internacional, ha corroído sus cañerías; que el histórico feminismo iraní ha seguido vivo a pesar de tantos años de represión y del encarcelamiento y asesinato de sus líderes. Es decir, que al fin llegó el momento histórico que hiciera posible el estallido. Fuera de todas estas reflexiones, no hablan de la necesaria última gota ni de ese preciso vaso capaz de convertirse en fuente.
Desde hace más de 15 días bebo de la copa de las sin nombre, la de miles de jóvenes anónimas que no quieren crecer para estar muertas, la de millones de mujeres que están dispuestas a recordar a los hombres que deben traicionar el mandato patriarcal si quieren una vida digna de ser vivida.
Dicen que a República Islámica tiene los días contados, que ya ha llegado la hora de matar a esa muerte que aniquila toda existencia de manera institucionalizada. Me basta con lo que ya está sucediendo para considerar que estos acontecimientos son una “noticia que abraza”. Esta alegría nocturna que no cesa su alboroto desde hace semanas es la alegría de los que ya no temen. Y no es que no teman al dolor, a la violencia, a la represión, a la saña (o no solo eso), es que no temen a lo indeterminado, lo indefinido, lo infinito que representa la alegría de una mujer resucitada (de todas las muertes, la pequeña incluida).
No claman que quieren el poder, sino acabar con él, destruir su falocracia. Y con ese fin, encendidas, arrastran a los traidores del patriarcado a perder la seguridad, a ir más allá de los límites (de esos de los que ellas vuelven) y afirmar que es mejor morir viviendo.
No sólo es cuestión de clases. Los y las estudiantes, aquellas personas que aún no tienen un lugar en el sistema, no encuentran un lugar digno de ser vivido, como tampoco lo encuentran los ancianos y ancianas que ya dejaron de ser nombrados por el sistema, ni cuantos han sido expulsados a los márgenes: homosexuales, ateos/as, artistas, disidentes, activistas, minorías religiosas y étnicas, intelectuales, profesionales liberales…
En 2011 tuve la suerte de engendrar, junto con Nazanin Armaniam, el ensayo Irán, la revolución constante. Durante su escritura me impactó la capacidad del pueblo iraní de rebelarse contra la tiranía. En el siglo XX se levantaron tres veces para instalar un Estado justo y de derecho: 1905, 1953 y 1978. Cada una de ellas estuvo encabezada por las disidencias más fuertes en ese momento. Las tres fueron sepultadas con un baño de sangre. No sé si esta vez será la definitiva, no sé qué forma darán a estos acontecimientos las instituciones, los partidos, los Estados… en las próximas semanas. La razón por la que esta noticia es capaz de abrazar este otoño es porque nos recuerda que, para que un cambio suceda, el único apoyo posible ha de ser el del eslabón más débil.
Las mujeres iraníes han tomado conciencia de su potencia y desde ahí están arrastrando a los que tienen más medios, más fuerza, más derechos, más reconocimientos, más privilegios… El cambio que se asoma en lontananza señala que no se trata de que el débil se torne fuerte, sino que en su debilidad misma arrastre al fuerte y lo desmonte.
Las iraníes, con el hilo de voz de las muertas en sus labios, son absolutamente inspiradoras. A bordo del velero en el que hoy escribo esta crónica convierto el mechón de sus cabellos en la única bandera.