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Protestas en Irán por el asesinato de Mahsa Amini

[Irán] ¿Caerá el régimen de los ayatolás?

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El régimen iraní recurre a la más feroz violencia para reprimir la revolución de las mujeres

Avenidas abarrotadas de gente, banderas y pancartas, fogatas nocturnas, autobuses envueltos en llamas y antidisturbios bajándose la visera antes de cargar. Las imágenes no son de ahora, como muchos podrían creer, sino del 2009; el llamado «Movimiento Verde.»

En el sistema político iraní, los votantes pueden elegir al Parlamento y al Presidente; aunque ninguno de los dos puede hacer mucho, si así lo quisiera, para oponerse al poder omnímodo del Líder Supremo, sus consejos de clérigos y los brutales cuerpos paramilitares que protegen al régimen teocrático. En las elecciones del 2009, el principal candidato opositor, un moderado con gafas y barbita cana llamado Mir-Hosseín Musaví, negó el resultado de las mismas y sus partidarios no tardaron en inundar las calles. El régimen solucionó el embrollo con varias docenas de muertos y con Musaví siendo puesto bajo arresto domiciliario.

Escalada de tensión

Aunque tendemos a ignorar este hecho en Occidente, las protestas sociales han sido una constante en Irán durante la última década. Las última ha sido detonada por el excesivo celo de la llamada policía de la moralidad, cuyas patrullas (mixtas, irónicamente) recorren los barrios en sus temidas furgonetas Mitsubishi blancas. El 14 de septiembre, la joven Mahsa Amini, natural de las regiones kurdas del país, fue arrestada a la salida del metro en Teherán por no llevar bien ajustado su velo reglamentario. Dos días después, se anunciaba su muerte.

Los testigos y la familia denunciaron que la habían matado a golpes. El régimen alegó que Mahsa se había derrumbado súbitamente debido a una enfermedad previa. El hospital se negó a mostrarle la radiografía a los sufridos padres de la víctima. Ese mismo día, comenzó una protesta frente al mismo. En cuestión de semanas, de forma espontánea y sin líderes, las masas iracundas clamaban en todas y cada una de las 31 provincias del país.

El régimen respondió enviando a la milicia Basiji en sus motocicletas, para apalear, patear y arrestar a los insumisos, así como a la policía (aunque esta, a juzgar por los testimonios, sufría más remordimientos que la primera), utilizando para ello porras, sprays de pimienta y cañones de agua, pero también rifles de pelotas o munición real. Por otro lado, y de forma previsible, el gobierno denunció por énesima vez una conspiración extranjera con EEUU y Europa a la cabeza. No se olvidó tampoco de señalar a los kurdos, dado que las protestas habían sido particularmente virulentas en su territorio. La Guardia Revolucionaria iraní llegaría a bombardear a los grupos de la resistencia kurda al otro lado de la frontera iraquí, añadiendo una veintena de muertos al montón.

Las jóvenes, mientras tanto, arrojaban sus velos al fuego y bailaban con el pelo suelto frente a la policía. En unos almacenes del este de Teherán, una chica le espetaba a un comerciante de velos y chales: «Recoja sus cosas y váyase, señor. ¿No sabe que todo esto ya se ha acabado?» El vendedor le respondía con una sonrisa burlona: «¿Por qué no los compras y luego los quemas?»

También sería incendiada alguna sede de la policía de la moralidad y no pocos coches patrulla. Los manifestantes contarían, en el momento de escribirse estas líneas, con lo que se calcula es más de un centenar de muertos. Por la parte gubernamental, habrían caído unos cinco policías. En un momento electrizante, el telediario de la cadena estatal se vio interrumpido por unos segundos, hackeado para mostrar imágenes de varias manifestantes caídas por la causa, con lemas revolucionarios a modo de coro, antes de dar paso nuevamente al rostro consternado del presentador.

Los revoltosos, además, pasaron de denunciar las restricciones de la policía de la moralidad a exigir el fin de la teocracia en sí, y -algo inusual- la  muerte del mismísimo Líder Supremo, Ali Khamenei, un anciano clérigo tan aquejado de achaques como de prejuicios. Lo cierto es que la causa inicial de la protesta se ha mezclado con la desesperación popular por el funesto curso de la economía, herida por el coronavirus y la sanciones americanas a causa del programa nuclear iraní, pero sobre todo por la torpeza y la corrupción que distinguen al régimen, cuyo historial de logros incluye un 52% de inflación y un índice de pobreza más que notable. El gobierno trata de mitigar la situación con subvenciones para los más humildes pero, habiendo sido golpeada por la guerra de Ucrania y por una de las peores sequías en medio siglo desde 2020 -una tendencia climática que se prevé en aumento-, resulta evidente que la situación económica no juega a su favor.

Fusilamientos y terrorismo suicida

Ahora bien, ¿es esto suficiente para tumbar a todo un régimen? Para medir la capacidad de supervivencia del mismo, hay que retrotraerse a los años ochenta, cuando el régimen acababa de nacer; un bebé ciertamente estridente pero no obstante débil. Su revolución fundamentalista, que despreciaba los principios del Islam clásico y abogaba por instaurar una dictadura de la puridad regida por el celebérrimo Ayatolá Khomeini, había logrado aterrizar en medio de la Guerra Fría en una posición nada envidiable: contaba con la antipatía tanto de los americanos como de los soviéticos. Ambos apoyaron al dictador iraquí Saddam Hussein cuando este, relamiéndose ante lo que consideraba una buena fuente de ganancias territoriales y gloria militar a cuenta de su debilitado vecino, lanzó un órdago e invadió el país en 1980.

Ni siquiera los estados del Golfo Pérsico, que eran igual de fundamentalistas, apoyaban a Irán: esta era chií (una rama minoritaria del Islam frente a la mayoría suní) y, ante todo, Khomeini hacía llamadas continuas a exportar la revolución, cosa que hacía temblar a monarquías tan conservadoras como lo eran las del Golfo.

Como colofón a este recetario para la catástrofe diplomática, Irán se dedicó a formar o financiar grupos terroristas por Oriente Medio, ya fueran chiíes o suníes; en esto resultó extremadamente tolerante. De hecho, el fenómeno del terrorismo suicida -que, curiosamente, no estaba bien visto entre los yihadistas de la época- se inauguró en los años ochenta gracias a las enseñanzas de Teherán.

¿Cómo logró Irán sobrevivir a este elenco variopinto de enemigos irritados? Primero, los atentados terroristas que ordenaba Teherán solían hacerse mediante grupos-tapadera para evitar que Teherán sufriera las consecuencias. Segundo, se logró frenar a Saddam a base de lanzar verdaderas mareas humanas de reclutas en cargas frontales dignas de la Primera Guerra Mundial, cuyos cadáveres quedaban enganchados a montones en las alambradas.

El régimen aprovechó, durante los últimos años de la guerra, para fusilar sumariamente a unas 5000-10.000 personas designadas como enemigas del Estado; como hacía ya con todo aquel que considerara un pecador. Después de ocho años de guerra (y un millón de muertos por ambas partes), las dos naciones exhaustas hubieron de aceptar el plan de paz de la ONU en el 88; lo que el Ayatolá Jomeini, resignándose, llamó «beber del cáliz envenenado.»

Parece evidente que ni China ni Rusia dejarán caer al régimen ante el Consejo de Seguridad de la ONU, donde ambos países tienen derecho a veto

El cambio más importante, aunque quizás fuera menos dramático, llegó una vez murió Khomeini, lo que llevó a una cierta relajación en los niveles de histeria homicida. En 1997, las urnas auparon a un presidente progresista y democrático llamado Mohammed Jatamí que abrió todo lo que pudo el país; al menos, hasta que los conservadores ocuparon el cargo a comienzos de los 2000. Jatamí, en todo caso, recondujo las maltrechas relaciones internacionales, y fue así como Rusia, en la actualidad, se convertiría en el principal aliado de Irán, mientras que China y la Unión Europea serían sus grandes socios comerciales.

Es cierto que la UE -como Washington- ha presionado a Teherán por su represión de las protestas, pero China ha seguido firmando acuerdos comerciales durante estas jornadas turbulentas. Parece evidente que ni ella ni Rusia dejarán caer al régimen ante el Consejo de Seguridad de la ONU, donde ambas tienen derecho a veto. Teherán ha agradecido este apoyo en el pasado reciente enviando cientos de «drones suicidas» al Kremlin para que los estrene en Ucrania, y guardando un silencio poco habitual a la hora de denunciar las pésimas condiciones de los musulmanes uigures (chinos) o los musulmanes chechenos (rusos).

Un balance de fuerzas desigual

Con este apoyo, lo máximo que pueden lograr las sanciones contra elementos del régimen que han anunciado EEUU, Reino Unido, Canadá o la Unión Europea es el de irritar a sus líderes, pero no obligarles a dar su brazo a torcer, particularmente cuando esto podría ser interpretado como gesto de debilidad; una cualidad poco recomendable para dictadores que quieran seguir manteniéndose con vida y en libertad. En cuanto a la opinión pública internacional, es cierto que las redes sociales han permitido exportar imágenes de brutalidad y heroísmo -y que el componente feminista de las manifestaciones, en esta ocasión, ha hecho que se hable de ellas en países occidentales cuya población, por lo general, no pierde un solo minuto de sueño a cuenta del sufrimiento de los iraníes-, pero el régimen ha respondido a esto cortando Internet parcial o totalmente, llegando a provocar apagones en los barrios más conflictivos.

Los manifestantes, además, probablemente sean muchos menos que los cientos de miles que se movilizaran en el «Movimiento Verde.» Y los sindicatos, que con tanta fuerza se rebelaron en el 2019 durante las protestas masivas a cuenta del precio de la gasolina, han preferido esperar para ver quién prevalece antes de apoyar a los manifestantes: la represión de aquella rebelión popular se cobró casi un millar de vidas, y su memoria ejemplarizante sigue aún muy viva.

Conviene no olvidar, también, que el régimen cuenta con sus propios apoyos sociales, algo que exprime organizando contra-manifestaciones. Y aunque el presidente ha dejado entrever en sus declaraciones que podría aprobarse alguna reforma, parece estar claro que el régimen ha apostado por la represión porque puede permitírsela. Si lo considera necesario, apretará el gatillo sin dudarlo. De hecho, las masacres del 2019 se produjeron bajo un presidente moderado, Hassan Rohaní. Ahora, la persona que ocupa su cargo -tras unas elecciones en las que el Gran Líder maniobró astutamente para anular varias candidaturas moderadas– no es otro que Ebrahim Raisi, un antiguo miembro del comité que condenaba a muerte a miles de personas en los feroces años ochenta.

Tampoco se han atrevido a hablar los elementos disidentes del propio régimen; y recordemos que las divisiones internas suelen ser necesarias para que una dictadura se tambalee e inicie una transición. Sólo un Gran Ayatolá ha pedido al gobierno que escuche al pueblo. Por si acaso, el jefe del poder judicial ha advertido de que las figuras públicas que apoyen la protesta habrán de pagar los daños producidos en la propiedad pública. Por su parte, las fuerzas de seguridad no han mostrado dudas a la hora de reprimir; esto no es la Primavera Árabe.

En suma, el régimen ha sufrido (y superado) situaciones similares o peores en el pasado, tiene importantes aliados diplomáticos y, de puertas para dentro, se ve fuerte y unido. Con este panorama, lo más probable es que el oscurantismo siga reinando en un país que, desde hace décadas, no puede ver la luz bajo los tupidos faldones de los Ayatolás.

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