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Inteligentemente prejuiciosos

En estos tiempos de internet y vídeos virales he visto ya varios como el de este enlaceque quiero comentar. Recomiendo verlo antes de seguir leyendo. En el vídeo vemos a un tipo, lo que diríamos bien vestido, con traje y pajarita. Sube al autobús y le dice al conductor que no tiene dinero para pagar el billete porque ha perdido la cartera, sin embargo, este le deja subir sin pagar. Así en varias ocasiones. Después, el mismo tipo se viste de forma más harapienta, y le dice al conductor que ha perdido la cartera y que no tiene dinero para el billete. Pero en este caso ninguno le deja subir sin pagar. Ni siquiera el mismo que antes sí le había dejado subir cuando iba con smoking y que no le reconoce. El vídeo acaba preguntando: “¿Por qué tratamos a las personas diferente según su apariencia?”. El objetivo del vídeo es hacernos reflexionar sobre los prejuicios y la inmoralidad que supone el trato diferente a la misma persona en función de su apariencia para darle un trato privilegiado o para discriminarle. En definitiva, viene a decir que a los ricos los tratamos mejor que a los pobres (o a los pobres peor que a los ricos).

Sin embargo, el vídeo tiene trampa. A pesar de tener apariencia de experimento social, es engañoso. En su libro Tahúres, trileros y otros brujos del montón (Marré, 2011), René Dexter cuenta un timo parecido (p. 25-26). Una mujer bien vestida y con bolsas llenas de compras se te acerca y te dice que ha perdido la cartera y le falta un euro para el autobús. Tú se lo das y al rato vuelve y te dice que solo le has dado 20 céntimos. Tú crees que te has equivocado y le cambias la moneda de 20 céntimos por otra de euro. Ella, evidentemente, no sube al autobús sino que hace el mismo timo a otro y a otro… (gana 1,80 con cada incauto). Aunque Dexter no lo dice, podemos asegurar que si la misma mujer, pero vestida de pordiosera, nos pidiera el euro, no se lo daríamos (o lo haríamos de peor gana).

¿Somos prejuiciosos e inmorales por actuar así? La respuesta en este caso es un “sí, pero”. Sí somos prejuiciosos, pues nos dejamos llevar por la apariencia y eso nos lleva a ayudar a una persona en un caso y no en el otro. Pero hay que añadir: afortunadamente somos así. Tanto el vídeo como el timo lo que muestran es que somos prejuiciosos porque somos inteligentes (y el timo supone un grado más todavía, pues muestra una forma inteligente de manipular la inteligencia del otro para aprovecharse de él y engañarlo).

Una reflexión superficial en el siglo XXI o simplemente anclada en el siglo XX y que ignorara todo lo que nos enseñan actualmente las neurociencias, simplemente deslegitimaría la acción de los conductores de autobuses del vídeo como inmoral, o pensaría que al “primo” del timo le está bien merecido por ser prejuicioso. En teoría, todos deberíamos tratar exactamente igual a cualquier persona independientemente de su aspecto. Es lo que viene a decir, por ejemplo, el imperativo categórico de Kant. Sin embargo, no lo hacemos así y no es porque seamos inmorales empedernidos, sino porque tenemos cerebro y somos el resultado de un proceso de evolución por selección natural de millones de años. Nuestro cerebro no está preparado para la verdad ni para la moral, sino para la supervivencia y el éxito reproductivo. En el pasado, todos nuestros antepasados que desconfiaban automáticamente de todo lo que parecía un león, una serpiente o una tarántula, sobrevivieron. A lo mejor solo era algo que separecía, pero el caso es que ser prejuiciosos y huir de lo que parece peligroso les llevó a sobrevivir y propagar sus genes “prejuiciosos” mucho más eficientemente que quienes no lo eran. Eso hace que llevemos la carga innata de desconfiar de todo aquello que parece que no tiene buena pinta, y al revés, confiar en lo que sí. No es nuestra parte racional la que toma las decisiones en estos casos, sino que son las emociones las que rápida y automáticamente reaccionan y toman la decisión: ante una persona bien vestida tendemos a ayudarla y ante otra peor vestida tendemos a no ayudarla (o hacerlo de mala gana, o de buena gana pero haciendo un esfuerzo contra la tendencia natural a no hacerlo).

¿Por qué somos así? Por la misma razón que tenemos calculadoras. Las calculadoras nos ahorran tiempo y esfuerzo a la hora de hacer cálculos meramente mecánicos (pero tediosos) y eso nos libera mentalmente para poder concentrarnos en otros aspectos más complejos del problema matemático. Todos los días tomamos miles de decisiones: qué taza coger para desayunar, que cucharilla para remover el café, qué pantalón ponerme, ir de vacaciones ahora o dentro de un mes, casarme o no casarme, pararme en el semáforo en rojo o seguir para adelante… Evidentemente no todas esos dilemas son igual de importantes o transcendentales. Muchos son irrelevantes. Pero si en todos y en cada uno tuviéramos que hacer un análisis racional de costes y beneficios y analizar todas y cada una de las variables y comprobarlas, etc., sería imposible. Nuestro cerebro ha diseñado automatismos para tomar esas decisiones y liberarnos de esos problemas: nos paramos automáticamente en el semáforo en rojo, rechazamos las cosas más o menos sucias o que parecen rotas o viejas, etc. Nuestro cerebro tiene ciertos indicadores que le sirven de señales para tomar todas esas microdecisiones: eso nos lleva a rechazar, por ejemplo, las frutas con manchas en su superficie, posible señal de que esté podrida por dentro. De esta forma, nuestro cerebro puede reservar la reflexión consciente, racional, lenta y analítica para las decisiones más transcendentales. Son una especie de atajos mentales para tomar decisiones rápidas en asuntos poco importantes o de consecuencias no muy graves.

Y la verdad es que el sistema funciona bastante bien a grandes rasgos, aunque pueda fallar en ciertos casos puntuales. Al rechazar las frutas con manchas, posiblemente se nos escapen algunas que por dentro están perfectas, pero al hacerlo, evitamos el riesgo de que no lo estén. Imagine el lector un concurso de televisión en el que el concursante tuviera que elegir entre varias cajas. El presentador le dice: en las cajas puede haber billetes de 500 euros o estar vacías. Unas están abiertas y puede ver el contenido (500 euros o nada) y otras están cerradas (unas con 500 euros y otras vacías). El concursante puede coger para él todas las cajas que pueda en un minuto de tiempo. ¿Qué haría usted si fuera el concursante? Pues lo mismo que todo el mundo: ignoraría completamente las cajas cerradas y se llevaría todas las que pudiera que estuvieran abiertas y con billetes dentro. Trataría a las cajas cerradas como si estuvieran vacías para poder centrarse en todas las que seguro que tienen billete. Y esa sería una estrategia ganadora. Prejuiciosa (porque algunas cajas cerradas podrían tener billete) pero ganadora (ganaría mucho más dinero que si perdiera tiempo en abrir las cerradas).

Esta estructura innata funciona a grandes rasgos porque, en términos generales, en nuestro pasado evolutivo, las cosas que parecían serpientes solían ser serpientes, y los frutos que olían mal solían estar podridos. Alejarse de eso que parece una serpiente o ese fruto que huele mal evitaba el riesgo de que efectivamente fuera una serpiente o un alimento en mal estado. De la misma forma que los animales que parece que están muertos normalmente es que están muertos. Esa es la razón por la que la selección natural también ha diseñado mecanismos de supervivencia en muchos animales (entre ellos los humanos) consistentes en quedarse petrificados ante un peligro. Los cadáveres son fuentes de elementos nocivos, por lo que los demás animales los evitan. Quedarse totalmente quieto ante un depredador puede ser una forma de engañarle y hacerle creer que eres un cadáver.

La moral humana surgió en el contexto de las bandas nómadas de cazadores-recolectores del Paleolítico. La supervivencia de estas bandas dependía de su fuerte cohesión interna, de la práctica de la reciprocidad entre ellos, y de la desconfianza e incluso hostilidad hacia los grupos externos. La razón era la escasez: con pocos recursos, no se puede universalizar la generosidad porque no sale rentable. Nuestros antepasados desarrollaron así la moral más eficiente en su contexto: ser atentos y generosos hacia los de la misma tribu sabiendo que los demás harían igual (“tú rascas mi espalda y yo rasco la tuya”), pero no con los de las demás (porque entonces yo rasco tu espalda pero luego tú no la mía). Si yo te ayudo y tú me ayudas, ambos tendremos motivos para seguir ayudándonos mutuamente porque tenemos pruebas de que somos de fiar. Pero si yo te ayudo y tú luego a mí no (te aprovechas de mí) entonces te castigaré socialmente: hablaré mal de ti y te daré mala fama que hará que los demás no quieran ayudarte por desconfianza a que tú luego no devuelvas el favor. A la larga, es mucho más rentable ser honesto y reciprocar que ser egoísta y aprovecharse de los demás. De ahí la enorme importancia de la fama y el buen nombre en ese tipo de sociedades, o en cualquiera que sea reducida y con un fuerte control social. Perder esa fama o ganarse una mala es sinónimo de muerte social. Sin embargo, no tiene sentido ser generoso con quien no puede ser generoso contigo cuando te haga falta: sería una estrategia ineficiente en un contexto de escasez. De hecho, la actitud pacífica hacia las demás tribus no se extendió hasta la práctica del comercio, ya que permitía el beneficio mutuo del intercambio ventajoso para las dos partes. En ese contexto lo que no es eficiente es engañar al otro o ser violento con él.

Todo este pasado evolutivo nos ha preparado intuitivamente para buscar señales de credibilidad y reciprocidad en los demás antes de decidirnos a ayudarles o confiar en ellos. Tendemos a ayudar a quien muestra señales de poder devolvernos el favor o de ser sincero. Por eso confiamos en la gente cercana (que ya nos ha demostrado ser de fiar o, si nos engañan, sabemos dónde buscarlos) pero desconfiamos de los desconocidos o los que están de paso (porque no tenemos seguridad de su honradez o sinceridad y, si nos engañan, cuando nos demos cuenta habrán desaparecido). De ahí los grandes esfuerzos en ser o por lo menos parecer honrado. Eso explica que muchos bancos tengan grandes edificios excesivamente opulentos: con grandes columnas en la entrada, por ejemplo. El mensaje que transmiten es que mañana van a seguir allí y dentro de mucho tiempo también. Dicho de otra forma, que si te decides a dejar allí tu dinero en vez de debajo de la baldosa de tu casa, no va a ocurrir que mañana haya desaparecido con tu dinero. Ningún banco triunfaría si sus sucursales fueran casetas de obra que se montan y desmontan en unas horas. El pensamiento inconsciente es el siguiente: nadie construiría un edificio como este si tuviera pensado irse dentro de poco con mi dinero.

Volviendo al ejemplo del vídeo. Si pudiéramos saber qué pensamiento inconsciente pasa rapidísimamente por la mente del conductor del autobús en cada caso, sería algo así:

“Este señor con smoking tiene el dinero suficiente para comprarse ese traje. Por lo tanto, también tiene la minucia que vale el billete de autobús. Si me dice que se ha olvidado la cartera debe ser verdad que se le ha olvidado, porque alguien con ese dinero no pensaría en engañarme para ahorrarse esa miseria. Así que, excepcionalmente le dejaré subir sin pagar y le hago ese favor porque no me está engañando”.

Sin embargo, al ver al pobre, lo que piensa es más o menos esto:

“Puede ser cierto que se le ha olvidado la cartera, o puede que no y quiere engañarme para subir sin pagar. Si se lo permito, me dirá lo mismo la próxima vez y puede que los demás hagan igual que él. Así que seré estricto y no le dejaré subir sin billete”.

Dichas reflexiones que hace nuestro cerebro sin darnos cuenta son perfectamente racionales. Por lo general, la gente bien vestida no intenta subir al autobús sin pagar, y a veces ocurre que la gente más pobre intenta acceder a los transportes públicos sin pagar. En el caso del timo que comentábamos, el pensamiento intuitivo es el mismo: “Esta mujer bien vestida y con las compras que ha hecho debe tener dinero, así que será verdad que ha perdido la cartera, voy a ayudarla”. Y cuando después nos dice que le hemos dado 20 céntimos en vez de un euro tendemos a creerla: a nuestra mente le parece raro que una persona con tanto dinero intente “robarnos” esa miseria de dinero.

Como decíamos, actuar así es eficiente porque funciona a grandes rasgos. En la mayoría de los casos es una estrategia ganadora. Bien es cierto que hay excepciones, pero confirman la regla general. Y de hecho de eso se aprovechan los timos, o los juegos de magia. Ambos se basan, en muchos casos, en que normalmente las cosas son lo que parecen, y en que es racional y funciona bastante bien en general confiar en que las cosas son lo que parecen. Normalmente, el señor que hay detrás de la barra del bar es el camarero, el señor con sotana al otro lado del altar suele ser un sacerdote, y las cosas blancas y en botella suelen ser leche. No sería eficiente ni racional comprobar que el que parece camarero es el camarero, el que parece cura un cura, y que eso blanco y en botella realmente es leche. Nos va más que bien suponiendo que es así. Es más, sería de psiquiátrico quien sospechara constantemente de todo eso. De la misma forma que las cajas no suelen tener dobles fondos ni la gente suele llevar cosas en las mangas: por eso nos ilusionan los juegos de magia y nos engañan los timadores. Hace poco leía en un libro que una técnica de los falsificadores de antigüedades es hacer un agujero en alguna zona extraña de la falsa antigüedad (por ejemplo, en una pata de la falsa mesa del siglo XVI). El experto tenderá a pensar que debe ser auténtica, dando por supuesto que alguien debió hacerle ese agujero ahí por algún extraño motivo en el pasado, cuando era una mesa normal y corriente entonces, ya que nadie le haría ese agujero precisamente ahí hoy en día a una antigüedad.

Cuando juzgamos de inmoral al conductor del autobús por dejar pasar al rico y no dejar al pobre, quienes somos inmorales y nos comportamos injustamente somos nosotros con él. Ese hombre se comporta de un modo no solo normal, sino perfectamente justificado. Y nosotros haríamos lo mismo en su caso. La diferencia es que nosotros al ver el vídeo sabemos lo que pasa. Pero en la vida real, nuestro cerebro funcionaría de la misma forma que el suyo. Si nos decidiéramos a cumplir una estricta norma de no dejar subir a nadie sin pagar el billete, sea quien sea, vista como vista, y nos diga lo que nos diga, cometeríamos la injusticia de tratar igual a los desiguales. En condiciones normales, la gente bien vestida no intenta engañar al conductor del autobús para ahorrarse una miseria comparada con su fortuna. Lo inmensamente más probable es que sea cierto que ha perdido su cartera. En el otro caso, la probabilidad de que sea cierto que el pobre ha perdido la cartera o que quiera engañarnos está mucho más igualada. Si le creo y le ayudo, es probable que a partir de entonces muchos más pobres me digan que también han perdido la cartera. Queriendo hacer un bien (ayudar al pobre) posiblemente consiga un mal mayor: que suba el precio del billete de autobús para compensar las pérdidas por los engaños de quienes no pagan, sobreprecio que acabarían pagando los pobres más honrados y que sí pagan pese a su pobreza.

Muy distinto es la discriminación que es totalmente injustificada, la que se basa en prejuicios infundados, como sería la de tipo racista, sexista, homófoba o similar. Creer que la gente de otro color de piel, nacionalidad u orientación sexual transmite ciertas enfermedades, o son degenerados, o peligrosos ladrones o violadores, etc., no tiene ningún fundamento y la experiencia lo desmiente cotidianamente. Hoy día hay que hacer demasiado esfuerzo para pensar eso: cualquier persona suficientemente relacionada socialmente y que no viva en una burbuja, conocerá entre sus allegados a gente de esas características y comprobará todos los días que no es así.

Otra cuestión importante, aunque no podamos desarrollarla aquí, es la forma en que todo esto puede servir también para diseñar políticas sociales de lucha contra la exclusión social. A veces los pobres no quieren pagar en los transportes públicos, pero muchísimas veces es que literalmente no pueden. Nuestro cerebro nos lleva a hacer que “paguen justos por pecadores”. Se fija en la apariencia y le niega la ayuda. Pero eso mismo lleva a que muchos pobres no puedan salir de pobres. Difícilmente podrá acceder un pobre a un empleo en una entrevista de trabajo si con su aspecto ya indica que es pobre. Tal vez, si pudiera comprar cierta ropa, podría evitar el sesgo que produce su aspecto. Pero para eso debería tener dinero, y para eso un empleo, y para eso la ropa apropiada, y para eso dinero, y para eso empleo, y para eso la ropa apropiada… Políticas de renta básica, de empleo garantizado, planes sociales de empleo, etc., podrían incidir en esta problemática. Pero como decíamos, lo dejamos para otra ocasión porque es un asunto demasiado complejo y que no se arregla solo con ropa, aunque eso ayude.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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