Mientras escribo estas líneas, el sociólogo Martín Sagreda se recupera de una puñalada asestada por un “cristiano”. El “pecado” del activista laico consistió en portar una pancarta donde preguntaba si Jesús de Nazareth vivió de los impuestos, a la vez que denunciaba los millones de euros dilapidados en el vodevil papal mientras Somalia agoniza de hambre y sed.
Pocas horas más tarde, la policía detuvo a otro fervoroso católico que, presuntamente, pretendía gasear (sí, han oído bien) a los participantes de la manifestación laica del 17 de agosto en Madrid. Previamente aquel individuo, según fuentes policiales, había chapoteado en foros de internet donde se defiende “matar a todas las putas y maricones”.
Ratzinger, quien en su juventud militó voluntariamente en las juventudes hitlerianas, habría visto cerrar su círculo vital con un remedo de las cámaras de gas nazis en plenas calles de Madrid. Ayer, judíos, gitanos, progresistas, homosexuales…; hoy, laicos, librepensadores, agnósticos, ateos. La iglesia católica de siempre, en suma.
Y poco debe extrañarnos después de que algunas autoridades católicas avivaran los rescoldos del odio motejando a los laicos y librepensadores de “paletos”, “radicales” y otras frailunas injurias. Al igual que en el pasado, las autoridades “cristianas” señalan y los fanáticos ejecutan (nunca mejor dicho).
Desgraciadamente, la historia de la intransigencia cristiana ha resultado pródiga en España. Como recordaba en Público el ponderado Félix Población, se conmemora este año el bicentenario de la muerte de Gaspar Melchor de Jovellanos, escritor ilustrado y la mente más lúcida de su siglo, cuyos proyectos reformistas encendieron las iras de la Inquisición hasta el punto de encarcelarlo en el castillo de Bellver.
Así, cuando uno observa el catolicismo y el fundamentalismo protestante se pregunta: ¿Por qué tanto crimen? , ¿por qué tanto odio?, ¿por qué tanto fanatismo en esa estela turbia de mitología e irracionalidad?
Opino que el motivo deriva precisamente de esa irracionalidad consustancial a cualquier dogma, así como del sentimiento narcótico de sentirse portadores de “verdades eternas”, “causas superiores”, “salvación del mundo” y otras chifladuras tan estrambóticas como peligrosas.
Y debemos proclamarlo: el catolicismo conforma un retablo de mitos sin el más leve soporte racional. Para empezar, probablemente ni tan siquiera existió Jesús de Nazareth o, en caso de haber existido, en nada se parece al personaje que hoy nos presentan.
Sí, la mayoría de los dogmas y creencias católicas no constituyen más que refritos de las antiguas religiones mistéricas. Desde el nacimiento virginal, la muerte y resurrección, la estrella que guía a tres magos, el descenso a los infiernos, los milagros (algunos de ellos calcos de proezas efectuadas por dioses de la antigüedad)… Por no hablar de las profecías incumplidas sobre la segunda venida de Cristo iba a acaecer en el primer siglo, y cuyo incumplimiento debería haber invalidado el conjunto de la prédica.
Lamentablemente, asistimos hoy al derroche y desvío de “toneladas” de tiempo, energía y pensamientos que deberían emplearse en la ciencia, la medicina y el progreso, pero que acaban en la pira de mitos, leyendas y escenarios tan oníricos como irreales. Y todo ello bajo la “suprema autoridad” de un alemán octogenario que, décadas antes, vio “oportunidades de negocio” en la afiliación al nazismo.
Por nuestra parte, los laicos y librepensadores seguiremos defendiendo los Derechos Humanos (cuya declaración universal se niega a firma el Estado Vaticano), el uso de la razón y los cauces democráticos, la cultura real al alcance de todos, la defensa de los servicios públicos, la ciencia y, ante todo, la libertad de vida y pensamiento
Sí, la libertad de vida y pensamiento, algo que los fanáticos odian y temen. Llevan siglos demostrándolo y estos días, más aún.