Nunca agradeceremos bastante a la Iglesia esa retrospectiva conjunta de Buñuel y Fellini que nos brinda la visita a España del Papa, ese trailer diario de nuncios y baronesas, monjas y peregrinos, recetas con salmorejo para el cumpleaños de Rouco, jovencitos megapijos que encontraron a Dios y a la madre de sus hijos mientras hacían un máster en nanocirugía. Incluso la marcha anti-papa guarda un nosequé de guión de Rafael Azcona, como una especie de alka seltzer colectivo ante tanto empacho de estampitas milagrosas, cerrado y sacristía.
España toda es, en esta hora, una catequesis en la que estamos conociendo vidas ejemplares de hooligans del Vaticano llegados de la Cunchimbamba para tocar la estola del Pontífice como si fuera una reliquia del moño de Amy Winehouse. O sabemos de adolescentes que, desafiando el riesgo de los yacimientos de pederastas, se alistan en la Guardia Suiza al reclamo de “dejad que los niños se acerquen a mí”.
¿Y qué decir de los confesionarios que instalarán en el Retiro, para establecer esa comunicación on line con Dios a través del sacramento de la penitencia? Los católicos del 15-M, que haberlos haylos, deberían acampar ante sus cortinillas de madera y pedirle al padre cura que se confiese y que la Santa Madre pida perdón a la sociedad por sus pecados: por no saciar a los hambrientos con sus tesoros catedralicios, por no bajar del pulpito a oír a los solitarios, por no invertir la pasta que cuesta esta apoteosis de propaganda católica y romana en esa vieja declaración de derechos humanos a la que llamamos bienaventuranzas. Fellini y Buñuel, claro, no estarían de acuerdo y rodarían en un plisplás “Amarcord en Cuatro Vientos” o “Viridiana ataca de nuevo”.