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Inmatriculaciones: ¿y ahora qué?

La espinosa cuestión de las inmatriculaciones eclesiásticas ha registrado este primer semestre de 2021 dos hechos decisivos. El primero representa un éxito del movimiento ciudadano que lleva más de una década luchando por su nulidad. Nos referimos a la publicación del listado de bienes inmatriculados. Con casi tres años de retraso, el gobierno de Sánchez entregó en febrero pasado al Congreso de los Diputados un catálogo incompleto y parcial. Solo incluía los inmuebles inscritos por los obispos entre 1998 y 2015, y aportaba de ellos una información claramente deficiente, que impedía de facto su correcta identificación.

La mera publicación, no obstante, ya es una victoria sin paliativos del creciente movimiento patrimonialista que suma a día de hoy casi 30 colectivos de toda España. El segundo hecho decisivo venía cosido a la misma publicación del inventario. En el preámbulo, un informe jurídico del gobierno admitía que las inscripciones episcopales adolecían de una más que probable inconstitucionalidad, toda vez que equiparaban a la Iglesia con el Estado y a los obispos con fedatarios públicos. Y, sin embargo, no anunciaba medidas de carácter legislativo ni legal para tratar de cancelar las inmatriculaciones.

Más aún: en declaraciones inequívocas de la ya ex vicepresidenta Carmen Calvo, muñidora de las opacas negociaciones con la Iglesia, el gobierno da por buenas las decenas de miles de inscripciones eclesiásticas, y endosa a los ayuntamientos y particulares su eventual reclamación ante los tribunales. El ejecutivo de Sánchez, por lo tanto, desiste de dar la batalla por las inmatriculaciones e incumple su compromiso expresado de forma indubitable en dos proposiciones no de ley, el programa electoral y nada menos que el discurso de investidura del presidente ante la sede de la soberanía popular.

El desistimiento del gobiernode coalición legitima un flagrante privilegio eclesiástico

El desplante gubernamental coloca al movimiento patrimonialista en un punto de inflexión sin precedentes de su ya no tan corta vida civil. Más de diez años después de una tenaz batalla ciudadana y un despliegue notable de iniciativas jurídicas, políticas y legislativas, la coordinadora Recuperando acaba de darse de bruces con la realidad: el presunto gobierno más progresista de la historia contemporánea de España tampoco tiene la valentía (ni la voluntad) de afrontar el desafío de las inmatriculaciones eclesiásticas. Si este Consejo de Ministras no es capaz de hincar el diente al intrincado asunto, no parece probable que se vaya a atrever ningún otro en las próximas décadas.

A juicio de Recuperando, el desistimiento del gobierno de coalición legitima un flagrante privilegio eclesiástico. Pero, sobre todo, certifica la privatización del incalculable legado cultural, artístico y arquitectónico de España, que incluye tesoros monumentales del valor de la Giralda, el arte mudéjar aragonés, el prerrománico asturiano o la universal Mezquita de Córdoba, símbolo indiscutible del controvertido expolio patrimonial.

Resulta difícil de entender que el Estado, depositario del acervo común construido a través de generaciones, no haga valer sus derechos y tire la toalla en una cuestión central del debate público. Todo indica que el Ejecutivo no ha querido abrir con la Iglesia un nuevo frente de conflicto, particularmente complejo desde el punto de vista jurídico y potencialmente inflamable de la siempre convulsa cuestión católica en nuestro país. Las organizaciones ciudadanas están convencidas de que las inmatriculaciones han sido moneda de cambio de la abundante cartera de asuntos pendientes entre la jerarquía eclesiástica y el Estado. El Gobierno de coalición ni siquiera ha tenido la deferencia de reunirse con la coordinadora Recuperando, la más activa del movimiento patrimonialista, mientras negociaba subrepticiamente y con absoluta falta de transparencia la amnistía registral de las inmatriculaciones.

Para compensar la manifiesta dimisión gubernamental, el Ministerio de Cultura ha lanzado un anteproyecto de reforma de la Ley de Patrimonio Histórico, con la que establecer límites a la Iglesia católica en la gestión del colosal legado arquitectónico de carácter religioso. En cierto sentido, acepta sin rechistar la privatización del patrimonio histórico, pero le impide transmitir los bienes culturales a un tercero que no sea el Estado. Lo que, de alguna manera, reconoce implícitamente la naturaleza demanial de todo ese inmenso legado cultural. Es decir: si está fuera del comercio es que se trata de bienes de dominio público.

El anteproyecto de ley también prevé la creación de la figura del Bien de Interés Mundial (BIM) para aquellos monumentos reconocidos por la Unesco. Y estos monumentos deberán dotarse de un patronato con representación de las distintas administraciones públicas, en un claro intento por acotar el control de la Iglesia sobre tesoros arquitectónicos de valor incalculable. Pero el premio de consolación no satisface, en modo alguno, a las organizaciones patrimonialistas. Y su bandera sigue en pie: nulidad de las inmatriculaciones y blindaje de todos los bienes culturales de dominio público.

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