Una de las particularidades del principio ético de Autonomía, quizás la más importante en el ámbito de la Medicina, se refiere a la capacidad que tiene el enfermo para tomar decisiones en lo que respecta a qué tratamientos o métodos diagnósticos de los propuestos deben ser (o no) aplicados; permite al enfermo rechazar todo tipo de tratamiento o elegir uno distinto al propuesto.
Este principio en las últimas décadas ha ido adquiriendo una capital importancia, de modo que en la actualidad se asume que nadie puede obligar a una persona libre, mentalmente competente y sabiendo perfectamente cuáles son las consecuencias de su elección a recibir un tratamiento que no desea, aunque el resultado sea su muerte; de hecho, la legislación obliga a que ante cualquier técnica o tratamiento que suponga un riesgo, por más mínimo o infrecuente que sea, no podrá realizarse si el enfermo no es informado y accede firmando su consentimiento; a modo de ejemplo, nadie puede obligar a un enfermo a que se le realice una transfusión aunque su negativa le lleve a la muerte o a que se le someta a un tratamiento de diálisis en caso de insuficiencia renal, aún informándole que su decisión le llevará a la muerte en pocos días y que, en caso de ser aplicada, podría vivir muchos años con una calidad de vida más o menos aceptable.
El enfermo, bien informado y asesorado, es libre para decidir, no debe ser coaccionado y la Ley le ampara. Hasta aquí no hay ningún problema legal y se plantean pocos debates en los que se enfrentan los partidarios de hacer valer el principio ético de autonomía del enfermo y los que se niegan a que sea respetado basándose en la defensa de la vida humana.
Sin embargo, de forma paradójica, si existe un gran debate ante la siguiente situación, que si se somete a un proceso de razonamiento, parece totalmente injusta:
Mientras que cualquier persona, incluso sin encontrarse en situación de enfermedad con criterios de terminalidad, que vive o puede seguir viviendo gracias a una técnica o tratamiento, puede decidir morir con sólo rechazarlos y con el amparo de la Ley, esto no puede hacerlo el paciente que no depende de ningún tratamiento o técnica de soporte para seguir viviendo, aunque incluso se encuentre en una situación avanzada de enfermedad grave e incurable causante de un sufrimiento físico y psicológico que considera intolerable y con una muy deteriorada calidad de vida.
En el primer supuesto, el principio de autonomía prevalece sobre la obligación ética de mantener la vida hasta tal punto que incurriría en un delito quien aplicase estas medidas en contra de la voluntad del enfermo con la intención de salvarle la vida.
En el segundo supuesto, los criterios, valores y preferencias del paciente carecen de importancia, se le obliga a seguir viviendo, y el que cometería el delito sería quien los hiciese prevalecer.
Hay quienes no se manifiestan ni plantean debates morales o políticos ante el hecho de que un ser humano haya decidido morir por negarse a recibir una transfusión o a que se le practique una intervención quirúrgica como parte del tratamiento de una enfermedad curable y que sin embargo se escandalizan públicamente ante la decisión que ha tomado un enfermo incurable de terminar con su vida llena de dolor y sufrimiento, pero que tiene la «desgracia» añadida de no depender de ninguna medida a la que pueda negarse.
Armando Azulay Tapiero | Médico Especialista en Medicina Interna | Máster en Derecho y Bioética