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Iglesia y control social

Preocupados por el comportamiento de la sociedad en el franquismo, los miembros  el equipo de investigación (GEAS) venimos trabajando sobre las actitudes sociales que se  experimentaron  a  lo largo del  Régimen  y, últimamente,  en  la  transición  a  la democracia.  En esa relación entre el Régimen y la sociedad civil aquel buscó con diferentes iniciativas y  resultados  la  manera  de  imponerse  y  de  generar  el  suficiente  grado  de  respaldo  o,  si  se  prefiere,  de  legitimidad.  En paralelo  a una  dramática  y  apabullante inversión  en  terror,  la  dictadura pretendió controlar en todo momento a todos los españoles. Se trataba de conocer  sus opiniones  y  preferencias pero  también  de inculcar  unos  valores oficiales favorables al  ideal  franquista .  Dadas  las  dificultades  lógicas  de  un  proyecto  de  esta  envergadura  el  Nuevo  Estado  se  valió  de  uno  de  sus  más  predilectos  aliados:  La  Iglesia.  Ésta  se  había  comprometido con la idea de “cruzada” desde el mismo momento de la proclamación de la  II República y se ofreció gustosa a la misión a cambio de un trato preferencial económica y  políticamente.

Todo marchó sin sobresaltos dignos de mención en aquella relación hasta que desde la base de la propia institución religiosa se empezaron a dar movimientos críticos con este  papel que irán desembocando lentamente en posturas de abierto enfrentamiento al final del periodo.  Aquél  cambio  de  tendencia  contó,  qué  duda  cabe,  con  el  decisivo  impulso  del  Concilio  Vaticano  II  y  su  manifiesta  vocación  renovadora  anunciada  antes  con  las  encíclicas  de  Juan  XXIII  Mater et Magister (1961) y Pacem in Terris  (1963). En  esta evolución vemos pues el tránsito de una Iglesia que pasó de controlar para el Estado y para sí misma a ser controlada por un Estado que se sintió traicionado por su aliado fiel . En esta evolución la Iglesia, como institución, tuvo un comportamiento todavía no suficientemente estudiado que está dando, desde nuestro punto de vista, lugar, de forma apresurada, a un cierto  revisionismo  según  el  cual  se  empiezan  a  negar  o  matizar  algunas  rotundas investigaciones empíricas de su colaboración con el régimen. En este sentido la publicación de  un  libro  reciente  de  Julián  Casanova  ha  vuelto  a  remover  a  muchos  y  a  promover estudios que pretenden dar una imagen diferente de la Iglesia según la cual no todo sería compenetración con el  franquismo y  sí, más bien, oposición, disidencia o,  al menos,  un compromiso social que cada vez merece más publicaciones, y que nos llevaría finalmente a destacar  la  actuación,  indispensable  dirían  algunos,  de  la  misma  durante  la  transición política  a  la  democracia,  después  de  mejorar  ostensiblemente  la  imagen  del  mundo católico  entre  los  sectores  populares,  entre  los  que  se  había  extendido  con  claridad  un sensible anticlericalismo.

En  este  contexto,  venimos  demostrando  la  existencia  de  un  cierto  grado  de  aceptación del régimen en algunos sectores de la población, lo cual, por otra parte, no tenía porqué  conducir  a  una  minusvaloración  del  factor  represivo  ni  de  las  actitudes  de disentimiento y rechazo que se daban en amplios sectores de la sociedad. Podemos hablar  de una suerte de consenso hacia la dictadura que fue creciendo paulatinamente y que, como el propio régimen, fue cambiando a medida que pasaban los años, y que la coacción, la violencia política, a pesar de su terrible constancia, no bastaría por sí sola para explicar su perduración. Para entender la evolución del régimen es preciso estudiar no sólo sus sistemas coactivos sino también sus apoyos y sus canales para generarlos. El consentimiento, el conformismo o la pasividad e impotencia que aparentemente predominaba ante el régimen pudo ser el efecto combinado  del  miedo,  la  resignación  y  el  espíritu  de  supervivencia,  pero  también  del control social.

El  franquismo,  como  los  demás  regímenes  de  sus  características,  sólo  pudo mantenerse en la medida en que gozó del apoyo y consentimiento, más o menos activo, de amplísimos sectores de la población. También hay que señalar la debilidad de las fuerzas de oposición,  y  constatar  que  no  todas  las  situaciones  conflictivas  o  actitudes  de  protesta podían considerarse como manifestaciones de hostilidad hacia el régimen. Entre nosotros y después  de una  primera  negativa  a  la existencia del consenso  se admite que el  régimen debió  haberse  beneficiado  necesariamente  de  unos  apoyos  sociales  y  un  grado  de aceptación entre los ciudadanos que debía ir más allá del estrecho círculo de los poderes económicos,  sociales  y  políticos  dominantes  (la  “coalición  reaccionaria”).  Habrá  gamas entre el consenso y la oposición como consecuencia de la mezcla de miedo, resignación y adaptación.  La  apatía  y  la  desideologización  deben  considerarse  no  como  rasgos
definitorios sino como el resultado de la política represiva, el miedo y el fatalismo.

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Manuel Ortiz Heras  (UCLM. GEAS.).

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