Luego de unos fuegos de artificio que se lanzaron en el mes de septiembre pasado, y que generaron toda clase de reacciones absurdas, relacionados con la modificación constitucional que le concedería al Estado costarricense su carácter de laico (hoy es confesionalmente católico), a través de un proyecto de ley hecho público al calor de la campaña política, inocentemente creímos que hasta allí había llegado este diálogo de gazmoños y mojigatos.
En su momento, y utilizando el púlpito (como corresponde) los obispos costarricenses se opusieron argumentando que el proyecto de ley era presentado por los enemigos de la iglesia católica, negándole a ésta todos los espacios que pudiera tener en la sociedad, que lo que se buscaba era no un estado laico sino un estado ateo, y uno de los obispos, el de la ciudad de Cartago, famoso por su intemperancia, salidas de tono y en algunos casos ignorancia e irrespeto a la leyes de la república, pidió a sus feligreses no votar por aquellas personas y partidos que apoyaban este proyecto de ley, lo cual le valió una denuncia ante el Tribunal Supremo de Elecciones (no resuelta todavía, por cierto. Los magistrados deben temer un interdicto o una excomunión, en el mejor estilo medioeval).
Es el mismo obispo que le concedió a la próxima presidenta de esta país el título de “hija predilecta de María” en una ceremonia en la Basílica de la Virgen de los Ángeles, acto del peor gusto por rastrero y lambiscón, además de impropiamente otorgado, pues hasta donde sabemos solamente la Santa Sede puede conceder títulos de esta índole. Pero, entendamos bien, ello forma parte de las estrategia de la jerarquía católica, que cree que por tratarse de una mujer la que gobernará en los próximos cuatro años, podrán manipularla de la misma forma que manipulan viudas para que les dejen sus bienes materiales. ¡Menuda sorpresa se van a llevar, pues detrás de ese tono conciliador y suave, de esa sonrisa constante, se esconde una fiera que sabrá defender sus principios y creencias, y solamente accederá a las cosas que considere justas, según su leal saber y entender!
Así pues, aprovechando la semana santa, uno de los periódicos locales presentó la noticia de que “la iglesia católica madura ideas encaminadas a un tratado internacional que le garantice de manera legal espacios en algunas tareas públicas, así como exenciones (impositivas), educación, administración de bienes y asistencia social…..y la posibilidad de recibir parte del dinero que los contribuyentes pagan por impuestos al Estado… garantías a instituciones católicas, mantener vigentes los tribunales de la iglesia para asuntos matrimoniales, su presencia en hospitales y cárceles”, y algunas cosas más.
De salida, con solamente dar una mirada superficial a la noticia, también superficial, se notan ya visos de inconstitucionalidad. Por ejemplo, en trasladarle a la Iglesia Católica, parte de la recaudación de los impuestos que pagamos todos, seamos o no seamos católicos, pues lo bienes públicos no pueden ser entregados a particulares, como reza la Constitución. Lo que llama poderosamente la atención es que el objetivo principal es el económico. ¡No faltaba más, así ha sido siempre!
Pero existe una dimensión más profunda en este pretendido “tratamiento especial” que piden los jerarcas eclesiásticos, porque aunque uno de los principios más utilizados y repetidos por la religión católica es el de llevar una vida sencilla, alejada de lujos y pretensiones de poseer bienes materiales, por lo que se ve las cosas no son así. Por otra parte, el principio de caridad también constituye una de las bases de la religión católica. Principio que solamente corresponde a dar las migajas que les sobran. Pues deberíamos estar al tanto todos los costarricenses de sus inversiones en grandes empresas locales, su participación en la bolsa de valores (siendo codueños de una de las principales casas de intermediación bursátil), y la acusación penal que tienen en trámite en su contra, por haberse dedicado ilegalmente a la intermediación financiera, local e internacionalmente, en el mejor estilo del Banco Ambrosiano, el Instituto per la Opere Religiosi, el Arzobispo Marcinkus, Lucio Gelli, Calvi, Sindona, y la mafia siciliana, que eran todos socios en oscuros negocios, como quedó hartamente comprobado en los tribunales italianos.
Todo esto suena a repugnante hipocresía. No es necesario ser muy observador para darnos cuenta que todas las religiones poseen innumerables riquezas para su propio provecho. Riquezas conseguidas mediante la usurpación, dominación y opresión de los pueblos. En el caso de la religión católica podemos ver como alrededor de la idea de dios se han creado verdaderos holdings, bancos (como en el caso del nefasto Opus Dei), así como empresas de servicios y comunicaciones que están directamente vinculadas con la Iglesia Católica.
El poder económico de la religión ha contribuido a la reputación de que goza dentro de las esferas del poder, es decir, del Estado y del Capital. No podemos olvidar que estos tres poderes, Estado, Capital e Iglesia siempre han trabajado en pro de sus propios intereses. Por lo tanto no es de extrañar la aparición de personajes relacionados con la Iglesia Católica en los bancos y en las empresas. En los países católicos la Iglesia es propietaria de gran cantidad de tierras e inmuebles urbanos que constituyen la base de un sólido poder económico y social. El patrimonio eclesiástico era resultado de un largo proceso de acumulación que hunde sus raíces en los siglos medievales en Europa, y desde la conquista y la colonia en América.
El poder económico de la Iglesia no depende en la actualidad en exclusiva de los bienes inmuebles cuya propiedad detenta. Por lo demás, los privilegios fiscales del clero eximieron totalmente a la institución y a sus miembros de ciertas obligaciones contributivas. La Iglesia es, por tanto, una institución económicamente poderosa. Pero el poder del clero no reside exclusivamente en la concentración de un formidable potencial económico, sino también en su capacidad de control espiritual.
La sociedad hasta hace pocos años estaba imbuida de religiosidad, cuyas manifestaciones se hallaban presentes en prácticamente todas las facetas de la vida. El clero excitaba, moldeaba y orientaba los sentimientos religiosos populares, al tiempo que procuraba ejercer un estrecho control sobre las conciencias. En una sociedad con elevados índices de analfabetismo las predicaciones desde el púlpito constituían un eficacísimo recurso pedagógico y un medio de impresionar a las masas, que se complementaba con los programas iconográficos de los templos, plagados de intencionados mensajes. Con la difusión del espíritu del Concilio de Trento en la Iglesia romana, tales recursos se acercaron al paroxismo. La Iglesia insistió entonces, frente a las tesis de los reformadores, en el imprescindible papel intermediario del clero entre los fieles y Dios.
Para lograr el efecto deseado, es decir, la reafirmación del papel de la Iglesia como poder espiritual, cuestionado por las corrientes reformistas, hubo de mejorarse la formación intelectual y moral del clero, a cuyo objeto se instituyeron los seminarios. Hasta entonces, el nivel de preparación de los religiosos había sido muy diverso, dejando mucho que desear en bastantes ocasiones. En general, la formación del alto clero era elevada, tanto más cuanto que las principales dignidades procedían de las capas altas de la sociedad, en especial de la nobleza, lo que les había deparado la oportunidad de recibir una buena educación.
En el bajo clero, por el contrario, abundaban individuos con una deficiente formación. Para ordenarse era suficiente demostrar unos conocimientos elementales de latín y de doctrina cristiana.
Por otra parte, los reducidos ingresos que allegaban los párrocos rurales les obligaban en ocasiones a trabajar para subsistir. En general, los niveles de contacto del bajo clero con el pueblo resultaban lo suficientemente estrechos como para que no pudiera evitar mezclarse en sus formas de vida y costumbres. Las fronteras entre lo religioso y lo laico se hallaban muy difuminadas a comienzos de la Edad Moderna. Con frecuencia no se observaba el nivel de dignidad y ejemplaridad que cabía esperar del estado religioso. Los reformadores clamaron contra la relajación moral del clero. Después del estallido del cisma luterano la propia jerarquía católica, en aras de la conservación del prestigio de la institución eclesial, hubo de emplearse con rigor en la corrección de los abusos disciplinares del clero.
Hoy en día, las cosas no son tan terribles como entonces (en la ignorancia del clero bajo, se entiende) pero se mantiene la misma actitud depredadora que se inició desde la época del emperador Constantino. Es decir, la acumulación de bienes materiales lleva siglos. El problema de la Iglesia Opulenta –y todos los que aspiran a seguir las enseñanzas de Jesús deben tener en cuenta que la riqueza constituye un problema- tiene sus raíces en el Siglo IV de la era cristiana, que es cuando el emperador Constantino se convirtió al cristianismo y puso a disposición del Papa Silvestre I una colosal fortuna.
Esta noticia (la del periódico, no la del Emperador, se entiende) debería ponernos a pensar en profundidad, pues la iglesia católica lleva siglos manipulando gobernantes y torciéndoles el brazo –bajo las amenazas del las llamas eternas del infierno, o con burdos chantajes a través de la vocinglería de los púlpitos- para conseguir prebendas inmorales. Tenemos el ejemplo más acendrado: el Tratado o Concordato de Letrán, entre el Vaticano y la República Italiana (bajo Mussolini), que ha sido ejemplo para todos los que posteriormente ha implantado aprovechándose de la ignorancia o la debilidad de gobernantes en otros países.
La iglesia desempeña diversos papeles en muchos países. Necesita dinero. Cuánto dinero necesita es ya otro problema. Lo que la iglesia debería hacer con ese dinero es algo a poner en juicio. Que con ese dinero se realizan muchas buenas obras está fuera de duda. Que se emplea para otros menesteres altamente sospechosos también está fuera de duda. Son muchas las obras buenas que realiza, lo que falta por saber es cuánto es el dinero que recibe y, sobre todo, por qué medios los recibe. En estos aspectos siempre han sido altamente circunspectos.
Localmente sabemos de las inversiones que tienen en la Florida Farm and Ice Co. y sus fábricas de cerveza; de su participación accionaria en SAMA, la corredora de bolsa; las innumerables propiedades inmuebles, depósitos en bancos y obras de arte; fincas rurales y mil cosas más. Y mientras tanto, los pobres, los verdaderos pobres que tanto amaba Jesús, están fuera de sus preocupaciones y de sus inversiones.
Esta es la Iglesia de los que tienen el poder y de los que se creen elegidos por Dios para ser sus representantes en la Tierra. Nada más absurdo y antievangélico. El Dios de los empobrecidos, nada tiene que ver con los obispos, nada tiene que ver con “su excelencia”, “su santidad” y otras yerbas que se echan a sí mismos. Mortales, como el más común de los seres humanos: obispos y curas (de la Iglesia de arriba, la rica y la soberbia) se creen y se ven a sí mismos superiores en todo a los demás seres humanos… Estos hipócritas (los de arriba) dicen haber sido elegidos por Dios quien los ha llamado para servir a la humanidad. Cuando la historia nos demuestra hasta la saciedad que se la han pasado sirviendo a los ricos, políticos, militares y asesinos de toda las calañas. Y ahora, en un paroxismo increíble, desean aprovechar el momento de cambio político para imponer condiciones y prebendas, amparados en el hecho de que el Opus Dei (representado en el gobierno apropiadamente) está detrás de todo ello, con su red de influencias y su poderío económico, solamente comparable al que tuvieron los Jesuitas durante la Colonia.
Ha llegado el momento, en consecuencia, de aunar esfuerzos ciudadanos para detener la voracidad eclesiástica. Renacer el proyecto de un Estado laico, desvincular la religión del gobierno (cualquier religión), y que, como todas las demás religiones, la católica se las apañe como pueda. Pues si la fe es tan grande, que cada quien aporte de lo suyo para mantener sus iglesias, sin esperar que los demás, que no compartimos sus supercherías, tengamos que aportar recursos a la fuerza para mantener estos privilegios. Es decir: ¡obligarlos a vivir según los preceptos del Evangelio!
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