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Homosexualidad, derechos civiles y religión

En las últimas décadas el derecho de cada persona a vivir libremente su identidad sexual y por tanto el respeto a la diversidad sexual, ha avanzado más que en el resto de la historia de la humanidad.

Un cambio tan profundo, (como también esta sucediendo con el derecho a la igualdad de mujeres y hombres), es comprensible que sacuda los cimientos ideológicos y las costumbres de la sociedad, generando incomprensión, inseguridad y hasta rechazo. Admito que no es fácil para quienes han sido educados toda la vida en una concepción tradicional de las opciones sexuales, ver por la calle dos hombres o dos mujeres besándose.

Es sabido, salvo que no queramos conocer la realidad, que la homosexualidad ni es una moda pasajera ni una novedad de tiempos revueltos. Ha existido siempre en todas las épocas, sociedades y culturas. Cuestión muy distinta era su grado de aceptación, tolerancia o persecución.

Y al igual que durante siglos y siglos se discutió de la inteligencia de las mujeres (o si las mujeres tenían alma) y hasta bien entrado el siglo XX no se las permitió ejercer el derecho de voto, durante siglos de forma muy mayoritaria se consideró la homosexualidad como una actitud degenerada, además de un peligro (se decía) para la continuidad de la humanidad. Hasta los años 70 del siglo XX (es decir hasta ayer mismo) la homosexualidad era catalogada por sociedades científicas e instituciones internacionales como una enfermedad y ahora mismo está castigada con la pena de muerte en bastantes países.

Por tanto, no es extraño que haya sectores de la sociedad que sigan manteniendo su rechazo hacia la homosexualidad. Y llegados a este punto hay que diferenciar dos actitudes, la de los poderes públicos y la de las organizaciones o entidades privadas, especialmente de tipo religioso.

Los poderes públicos deben garantizar la plena igualdad de derechos de todas las personas y el respeto absoluto a la diversidad sexual, con una legislación plenamente garantista, lo que desgraciadamente no sucede en la mayoría de los países, por supuesto con diversos niveles de discriminación y/o persecución, desde limitar derechos civiles básicos hasta condenar a muerte a las personas homosexuales. Esa es una lucha abierta, en la que esperamos se avance rápidamente en los próximos años.

Y otra es la actitud ideológica de confesiones religiosas o de asociaciones privadas que en su ámbito interno de actividad no acepten a las personas homosexuales, también con diversos tipos de rechazo o tolerancia. Por ejemplo, no es igual la actitud de unas confesiones religiosas que otras o de unas jerarquías eclesiásticas que otras en el seno de una misma religión.

Pero el que los poderes públicos y la opinión pública admitan y acepten lo que podríamos denominar “reglas de juego internas” de una confesión religiosa o una asociación es una cosa y el que esa confesión o asociación pretenda imponer o hacer campañas, más o menos belicosas, para manipular o limitar derechos de las personas homosexuales, es una cuestión muy diferente.

Viene a cuenta todo este largo preámbulo a la actitud del Papa Francisco o de la Conferencia Episcopal española, una vez más, en relación a la homosexualidad.

Es cierto que el Papa Francisco ya no dice lo que decían sus predecesores en la Silla de San Pedro hace unos años. Pero sigue considerando “raros” a los niños y niñas, a los chicos y chicas, que deciden asumir su opción homosexual. El Papa, que en sus seis años de mandato ha dado pasos adelante y pasos atrás (en esta y en otras materias), debería ser consciente de la enorme influencia que sus palabras tienen en millones de familias católicas y no católicas, que se encuentran con la realidad de que uno o varios de sus miembros manifiestan su opción homosexual, generando a esos padres y madres inseguridad, posiblemente rechazo y en no pocos casos dolorosas rupturas.

No voy a entrar a comentar las reiteradas actitudes homófobas del Obispo de Alcalá de Henares, del Obispo de San Sebastián, o algún otro, porque se califican con su simple lectura o escucha. Sí me interesa referirme a las más sofisticadas justificaciones del portavoz de la Conferencia Episcopal, sobre la oferta de “curación espiritual” de personas homosexuales a través de cursos organizados por uno u otro episcopado.

Hablar en esos términos, a pesar de que pretenda quitar hierro a lo sucedido en el obispado de Alcalá de Henares, supone admitir que la homosexualidad es una especie de enfermedad, aunque sea una enfermedad mental. Cuestión distinta es que se calificara la homosexualidad como un “pecado” en relación a los principios inspiradores de la religión católica (algo que puede ser más que discutible, ya que en los Evangelios no hay, que yo recuerde, una condena explícita de la misma). Cada religión es muy libre de establecer sus normas rectoras, mientras, como ya he dicho, no trascienda de su ámbito interno y no repercuta en los derechos de las personas.

En otras palabras, la Conferencia episcopal y más allá la jerarquía vaticana, puede fijar su actitud y sus relaciones con las personas homosexuales, y estas igualmente serán muy libres de vincularse o no a la Iglesia Católica.

Los párrocos y los obispos pueden en sus homilías expresar su opinión al respecto e incluso realizar ejercicios espirituales u otras prácticas religiosas, donde plantear en su caso la incompatibilidad, inconveniencia o inadecuación de la homosexualidad con los principios del catolicismo y que cada fiel reaccione como considere oportuno. Pero nunca traspasar la frontera de considerar la homosexualidad como una enfermedad o una rareza psíquica, necesitada de curación, por muy espiritual que esta sea.

En mi opinión el debate sobre la relación entre la opción homosexual y la religión debe realizarse, valga la expresión, en los términos más “laicos” posibles, desde el respeto a los derechos civiles, sin descalificaciones y a su vez sin caer en tics anticlericales.

En este sentido recomiendo vivamente ver la película “Identidad robada” (“Boy erased”), que se proyecta aún en los cines. Una magnifica historia situada en la Norteamérica profunda, en el marco de tremendas pseudoterapias dirigidas contra chicos y chicas con tendencias homosexuales, por parte de confesiones o sectas protestantes.

Dirigida por Joel Edgerton e interpretada magistralmente por Lucas Hedges, Nicole Kidman y Russell Crowe. Película, que no puede ser más actual, basada en hechos reales y que hay que ver hasta el ultísimo fotograma de los títulos finales, ya que aporta algunas claves de gran interés.

Héctor Maravall

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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