Evaristo Villar en el homenaje de Europa Laica a Gonzalo Puente Oeja
Evaristo Villar, animador y líder del colectivo “Redes Cristianas” ha cumplido 50 años de sacerdocio y 77 años de edad. Evaristo es un hombre que ha pasado su vida, junto a otras personas que están en Redes Cristianas, como el también sacerdote Benjamín Forcano, luchando por la libertad de conciencia y las libertades personales dentro de las organizaciones religiosas; además Evaristo es un ejemplo de compromiso incombustible con las luchas sociales y las causas por la emancipación de las personas.
Desde aquí quiero felicitarle, en nombre de Europa Laica, por su ejemplo en la lucha por la libertad de conciencia y un Estado laico y además, desde unas trincheras, tan difíciles ,como son las organizaciones religiosas. Pero sobre todo quiero presentar a los lectores del Observatorio del laicismo este escrito, que en su cincuenta aniversario de sacerdocio, ha redactado Evaristo Villar; un escrito extraño, poético , sutil y de gran sinceridad y que constituye un ejemplo de lo que nuestro inteligente compañero de León Laica, Julio Ferreras, en una interesante ponencia que presentó en las jornadas laicistas de este año celebradas en León, denominó la religión interior, y un ejemplo de lo que significa la libertad de conciencia para alguien tan querido como Evaristo Villar.
Antonio Gómez Movellán, presidente de Europa Laica
Texto de Evaristo Villar
Llegado a esta etapa, que entiendo es ya la última de mi vida, hay dos cosas que quiero hacer hoy y una tercera que descarto. Quiero, en primer lugar, dar gracias a Dios Padre/Madre que me ha conducido amorosamente hasta aquí por caminos nunca soñados por mí. Y quiero también y en segundo lugar, agradecer el inesperado y feliz encuentro que he tenido con vosotras y vosotros en Santo Tomás de Aquino: la vida que hemos hecho en común y la paciencia que habéis tenido conmigo para soportarme durante tantos años. Pero, sobre todo y lo que es más importante, porque me habéis ayudado a despojarme de tantos periféricos que la tradición había venido asociando a mi estatus que lo convertían en algo tan añejo, discriminatorio e injusto… La tercera cosa que descarto y de la que no voy a hablar hoy es sobre mis sueños, realizados o no; ni sobre los conflictos que han rodeado casi siempre mi vida; tampoco voy a hacer ningún balance de mis hechos. Ahí están a merced de la interpretación de cada cual, siempre legítima.
Abusando de vuestra paciencia y rompiendo por un momento la dinámica de este espacio que hemos dedicado al intercambio de ideas y experiencias quiero hablaros, con modestia y honestidad, de mí mismo. Será en torno a esta pregunta: al final de este largo viaje, cuando regreso a mí mismo, ¿qué es lo que encuentro dentro? De esto, tan difícil, quisiera, si me lo permitís, hablaros ahora.
- A mis 77 años de edad, cuando regreso a casa o vuelvo a mí mismo, me encuentro, en realidad, como un ser inacabado. Es verdad que llego a esta edad madura con una mochila casi llena de experiencias y de ideas, de sensaciones y de sueños. Pero, aunque todo esto lo llevo pegado como la sombra al cuerpo, reconozco que este bagaje no es suficiente para cubrir la distancia que me separa del límite. Me encuentro como en un génesis inacabado que tiene que enfrentarse aún a las grandes preguntas que no he sabido resolver antes. Me refiero a preguntas como ”de dónde vengo” para la que no tengo respuesta segura. A veces hasta sueño haber comenzado a ser antes de entrar en el calendario, haber comenzado a vivir antes de entrar en la vida. Pero esto es solo un sueño, una sospecha, o ¿es algo más? Y me pregunto luego “¿a dónde voy yo con esta mochila y con estos andares”? Y lo cierto es que no alcanzo a ver más allá de la miopía de mis propios ojos. O ¿he de dar crédito a la idea de que mi vida, como el horizonte, puede avanzar más allá de sus propios límites? Finalmente, me pregunto también “¿quién soy yo?”. Y, la verdad es que no lo sé. Mi duda está en saber si la respuesta he de buscarla en el pasado que se fue, en la mochila desordenada que llevo a la espalda o en el viaje siempre pendiente a mi propio corazón. Sin pretenderlo, reconozco que León Felipe, casi paisano mío, escribió para mí aquel hermoso poema del Romero, ¿lo recordáis?: “Ser en la vida romero, siempre romero, sin más más oficio, sin otro nombre y sin pueblo… que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo… pasar por todo una vez una vez solo y ligero, siempre ligero…”
- Un ser inacabado, sin respuesta para las grandes preguntas, siempre en camino. Sin embargo sí que puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que en mi vida he pretendido en serio una cosa, ser cristiano. Y esta afirmación no sería suficiente si no le añadiera a continuación que en esto he empeñado toda la vida. Confieso que no me ha resultado fácil porque he tenido que venir rectificando muchos caminos y abandonando otros que se cerraban en sobre sí mismos y no me permitían caminar a ninguna parte. En esta situación, llegué a sospechar que el valor de la oferta cristiana, del Evangelio, era inmensamente superior a las condiciones que las instituciones humanas me imponían para aceptarla. Desde esta sospecha, preferí correr el riesgo de equivocarme a seguir protocolos que me parecían insuficientes o equivocados; decidí seguir las llamadas de la conciencia y la libertad antes que el sometimiento a ideologías y doctrinas insípidas y limitantes; aposté por acercarme a la espontaneidad y frescura del Evangelio antes que a seguridades doctrinales resecas y ajenas al proceso de la historia.
A esta altura de mi vida, descubro que, aun sin ser siempre consciente, he perseguido mayormente dos misterios que no siempre he conseguido articular bien. En ocasiones hasta me han parecido contrarios y enfrentados. Pero ahora pienso que no es así. Me refiero a Dios y al mundo. Ahora empiezo a intuir que no son dos misterios antagónicos, sino dos aspectos del mismo Gran Misterio. Dios, sí, pero no como aquel ser trascendente, santo y tremendo, separado del mundo, sino como este fondo inmanente que está a la raíz y dentro de todo lo que existe. Como esa fuerza o energía que todo lo sostiene y anima, que todo lo mantiene amorosamente en la existencia. Me siento, en esta fase de mi vida, muy identificado con la confesión de Pablo de Tarso en el Areópago diciéndole a los atenienses: “en él vivimos, nos movemos y existimos”. Y me entusiasma cada día más la intuición del poeta Machado cuando habla abiertamente de “el Dios que todos llevamos, el Dios que todos hacemos, el Dios que todo buscamos y que nunca encontraremos”. Y añado yo, el Dios que, al final, no nos cabe en las manos…
Por otra parte, miro el mundo como reflejo o espejo de Dios y, aún más, como la forma o el cuerpo desde donde el misterio se transparenta. Lo decía atrevidamente Teilhard de Chardin al hablar de la trasparencia más allá de la trascendencia o inmanencia de Dios: “No vuestra “epifanía”, Señor, sino vuestra ”diafanía”. Antes se había extasiado místicamente Juan de la Cruz ante ese “no sé qué” que las cosas quedan balbuciendo”.
- 3. Un ser inacabado con tantas preguntas no resueltas y que ha pretendido ser cristiano con ese fondo de misterio insondable. Para completar la radiografía de mí mismo, aún esta tercera nota. Quizás, como exigencia de todo lo anterior o con la intención de penetrar con la mirada en ese fondo misterioso, he pretendido modestamente ser teólogo. Y con este fin, me he sentado en diversas facultades de teología y en escuelas de exégesis y de hermenéutica. Al final, he caído en la cuenta de que, la “última realidad” que yo he venido persiguiendo en mi vida no se encerraba en sus textos. Todas las escuelas estaban llenas de palabras. Pero las palabras no eran más que presagios, mensajeros que no alcanzaban a tocar el gran misterio. Quizás porque lo que pretendían expresar con sabias palabras es inexpresable, quizás porque siempre está, como el horizonte, más allá de nuestro alcance.
Siguiendo el consejo de los maestros, decidí aplicar mis ojos para recrear en mí, con el poder de apropiación que tiene siempre la mirada, una réplica a mi medida de la inabarcable realidad última: uno para mirar hacia atrás e ir reconociendo las huellas y epifanías que el Gran Misterio ha ido dejando en el mundo; y otro para mirar hacia delante oteando el horizonte donde nos cita siempre la promesa.
En la construcción de esta empresa, que ha sido la sustancia de mi vida, no he encontrado mejor paradigma que Jesús de Nazaret. Rodeado siempre de “malas compañías”, es justamente testigo de esa doble mirada: una hacia el Abba que manifiesta su presencia en las cambiantes signos de los tiempos y otra sobre el cosmos para extasiarse ante la belleza y humildad de la flor, el candor de los niños, la compasión de los enfermos, y el dolor de los pobres. Modestamente, estas son algunas de las cosas que encuentro en mi casa, cuando regreso a mí mismo.