La renuncia de Decathlon a vender la versión ‘sport’ del pañuelo con el que la mujer musulmana cubre su cabeza intensifica el debate francés sobre la laicidad
Era casi un signo de normalidad. Por unas horas, a finales de febrero, la clase político-mediática francesa dejó de pelearse por los chalecos amarillos y volvió a una de las obsesiones rutinarias: el hiyab, el pañuelo con el que se cubren la cabeza y el cuello algunas mujeres musulmanas.
Si el semiólogo Roland Barthes no hubiese muerto atropellado en 1980, podría haber ampliado su libro Mitologías con un capítulo sobre este objeto verdaderamente mitológico en la Francia contemporánea. El hiyab es mucho más que una prenda de vestir. Es una pantalla en la que se reflejan los miedos atávicos a la pérdida de la identidad francesa o a la sociedad multicultural, y motivo de discusiones bizantinas sobre qué es y qué no es la laicidad, en un momento en el que el presidente, Emmanuel Macron, plantea modificar la ley que regula la relación del Estado con las iglesias, y en particular con el islam.
La última polémica prendió a finales de febrero, cuando se supo que la multinacional francesa de equipamiento deportivo Decathlon planeaba vender en Francia un traje deportivo equipado con un hiyab. La campaña contra Decathlon arrancó, como suele ocurrir, en las redes sociales. Se sumó a ella una coalición amplia que incluía desde políticos socialistas hasta ultraderechistas. Se mezclaba el rechazo al integrismo con una islamofobia que en Francia se envuelve a veces en la bandera de la laicidad, y todo esto aderezado con el recelo instintivo y tan francés hacia la economía de libre mercado. Para algunos, ver a una empresa privada intentando hacer dinero con el hiyab deportivo era un crimen de lesa laicidad.
La campaña triunfó y Decathlon retiró la prenda. Toda polémica es efímera por definición, pero la del hiyab esconde un debate de fondo: sobre la libertad de las mujeres musulmanas para vestir sin los corsés que impone la tradición (o el padre o marido), pero también para vestir, si lo desean, de acuerdo con esta tradición. El hiyab —o el burkini,que permite bañarse en un lugar público con el cuerpo y la cabeza tapados— puede verse como una regresión tras décadas de lucha feminista, pero también como un mal menor: una posibilidad para muchas mujeres de acceder al espacio público secularizado. El paternalismo impregna estas discusiones, habitualmente monopolizadas por varones blancos que prescriben cómo vestir a las mujeres musulmanas.
Otro problema es la definición de laicidad, codificada en la ley de 1905. El primer artículo garantiza la libertad de conciencia y el libre ejercicio del culto. El segundo establece que “la República no reconoce, ni remunera, ni subvenciona ningún culto”. Desde una lectura literal, se hace difícil ver en qué contravenía la ley la decisión de Decathlon de comercializar el hiyab deportivo. Una interpretación menos ajustada al texto permitiría cuestionar esta prenda como instrumento para crear un país de comunidades —el temido multiculturalismo a la canadiense— o como herramienta de opresión sexista.
El trasfondo, lo que los anglosajones llamarían el elefante en la habitación, es el encaje de la religión musulmana en la República. Hoy, un 18,5% de los recién nacidos reciben un nombre árabe o musulmán. En 1968 era un 2,5%. Macron promueve una reforma de la ley de 1905 para impulsar un islam de Francia, libre de la influencia salafista y la injerencia extranjera. Detrás del ruido por el burkiniy el hiyab, esta es la cuestión.
Marc Bassets
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