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Historia de la separación entre Iglesia y Estado

Ilustración: Celebración de la Razón en Notre-Dame, en París (grabado, 1793, Biblioteca Nacional de Francia).

La modernización, el proceso histórico de tránsito a la modernidad (que tanto han estudiado Anthony Giddens, François-Xavier Guerra, Henri Peña-Ruiz y Roberto Blancarte, entre otres intelectuales), ofrece múltiples aristas o dimensiones al análisis. Una de ellas es, sin dudas, la progresiva autonomía de la sociedad civil y el Estado respecto al poder religioso. En el primer caso, hablamos de secularización; en el segundo, hablamos de laicización.

Son procesos muy interrelacionados, que por lo general se desenvuelven juntos, y que se retroalimentan, aunque sin estar codeterminados de manera mecánica. A largo o muy largo plazo, su coexistencia y sinergia parecen claras. Tienden a ir de la mano, a propiciarse el uno al otro. Pero en el corto y mediano plazo, sin embargo, pueden presentar asincronías y contrastes no menores en su desarrollo. A veces, la secularización avanza a ritmo más rápido que laicización; otras, sucede al revés. Por otro lado, en ciertas coyunturas, un retroceso en la secularización puede coincidir con un avance en la laicización, o viceversa. Todas las combinaciones son posibles en esta realidad tan compleja y dinámica, tan expuesta al condicionamiento de todo tipo de contingencias, que es la historia.

Veamos algunos ejemplos. Actualmente, Argentina –debido al art. 2 de la Constitución y otras hipotecas jurídicas– se halla menos laicizada que la Bolivia de Evo Morales –que ha introducido cambios notables en relación al estatus jurídico de la Iglesia católica–, pero, paradójicamente, más secularizada que el país del Altiplano. Los Estados Unidos son, a nivel político-legal, más laicos que el Reino Unido (donde el anglicanismo sigue siendo religión oficial), pero la sociedad británica es, en líneas generales, más secular que la sociedad del Tío Sam, donde persisten grandes bolsones de fundamentalismo cristiano (Bible Belt, Mormon Corridor, etc.). En nuestro país, la opinión mayoritariamente favorable a la despenalización y legalización del aborto, igual que a la separación entre Estado e Iglesia, no está teniendo correlatos en el derecho positivo, dándose así una situación ambivalente de creciente secularización de la sociedad civil sin progresos apreciables en cuanto a la laicidad del Estado (desaprobación del proyecto de IVE en el Senado, dificultades en la aplicación de la ESI, ilegalidad de la eutanasia, etc.). A la inversa, la Turquía republicana de Entreguerras, bajo el influjo occidentalizante del estadista Mustafá Kemal Atatürk, se volvió un Estado rigurosamente aconfesional pese al bajo nivel de secularización alcanzado por su sociedad civil, todavía muy inmersa (años 20 y 30) en las atávicas tradiciones del islam sunita.

En síntesis, entre secularización y laicización hay correspondencias tendenciales, mas no conexiones mecánicas. Al menos a largo plazo, los procesos secularizantes tienden a generar procesos laicizantes, o a potenciarlos; y los procesos laicizantes tienden, a su vez, a generar procesos secularizantes, o a potenciarlos. La razón de esto es muy sencilla: Estado y sociedad civil no son compartimentos estancos, sino entes fuertemente imbricados, permeables entre sí. Tarde o temprano, parcial o totalmente, las dinámicas de cambio histórico que afectan a uno, forzosamente han de repercutir sobre el otro.

La lenta consolidación –con marchas y contramarchas– de la tolerancia religiosa en la sociedad civil y el Estado es un aspecto fundamental, crucial, de los procesos de secularización y laicización en la modernidad. El otro componente clave es el surgimiento, la propagación del principio jurídico-político de laicidad, de aconfesionalidad, es decir, de «neutralidad oficial» en materia de religiones.

En el Occidente moderno, ámbito cultural donde primero comienza la laicización, este proceso asume como forma histórica concreta la mentada separación entre Iglesia y Estado. La razón resulta obvia: la Europa occidental que ingresa en el Renacimiento, dejando atrás el largo milenio de la Edad Media, es una civilización profundamente cristiana, hegemonizada por la Iglesia católica romana. En otras regiones del mundo, al calor de otras circunstancias culturales, la laicización se concretará, lógicamente, de modo diferente: como separación entre Islam y Estado, como separación entre budismo y Estado, etc.

Pero el proceso de separación entre Iglesia y Estado no estará reducido a la Europa occidental, ni habrá de concernir únicamente a la Iglesia católica romana. ¿Por qué? En primer lugar, porque las potencias de Occidente protagonizarán, desde el siglo XV, un fuerte proceso de expansión ultramarina, conquistando territorios y creando colonias fuera del continente europeo, principalmente en América, donde trasplantarán sus instituciones religiosas. En segundo lugar, porque la Cristiandad latina sufrirá, durante el siglo XVI, a raíz de la Reforma protestante, un gran cisma, desgajándose de la Iglesia católica romana varias confesiones: la Iglesia luterana, la Iglesia calvinista holandesa, la Iglesia anglicana, la Iglesia presbiteriana, etc. Y en tercer lugar, porque en Europa oriental la Iglesia ortodoxa de raigambre griega sobrevivirá al declive y colapso del Imperio bizantino, diversificándose en varias Iglesias ortodoxas nacionales: la búlgara, la serbia, la rusa, etc.

Estados más o menos respetuosos de la libertad de creencia y culto ha habido muchos, muchísimos, a lo largo de la historia universal, incluso en tiempos antiguos y medievales (la Persia aqueménida, las poleis de la Grecia clásica, el califato abásida, el Imperio mongol de Gengis Kan, etc.). Pero no podemos hablar de Estado laico hasta tanto no emergen repúblicas que, además de practicar la tolerancia religiosa, se abstienen de adoptar o proclamar un credo oficial. Así, por caso, no podemos considerar a la Holanda del siglo XVII un Estado laico, ya que, si bien era inusualmente permisiva con los credos disidentes (para los parámetros de la época), privilegiaba al calvinismo como religión oficial.

La laicización plena (en Occidente, la completa separación entre Iglesia y Estado) supone, entonces, dos conquistas: tolerancia religiosa y aconfesionalidad de los poderes públicos. El respeto de la libertad de conciencia y culto es condición necesaria de la laicización, sin dudas. Pero no es condición suficiente. Debe existir, asimismo, un Estado prescindente en materia de credos, un Estado que no privilegie ni favorezca a ninguna religión. O sea, un Estado laico.

Hubo, es cierto, algunos gobiernos aconfesionales en la Norteamérica colonial, en tiempos tan tempranos como el siglo XVII: Maryland, Rhode Island, Pensilvania, Nueva Jersey. Pero hay que ser prudentes en la ponderación de estos antecedentes históricos de la laicidad, por dos importantes motivos. Primero, porque no se trataba de Estados independientes, sino de colonias pertenecientes al Imperio Británico, el cual siempre reconoció al anglicanismo como religión oficial. Y segundo, porque el régimen de igualdad de credos vigente en Maryland, Rhode Island, Pensilvania y Nueva Jersey se daba al interior del cristianismo trinitario, consenso ideológico mínimo que, si bien contenía a la abrumadora mayoría de la población colonial (elementos anglicanos, puritanos, católicos, luteranos, cuáqueros, presbiterianos), excluía a algunas sectas protestantes (el unitarismo, por ej.), lo mismo que a los sectores religiosos no cristianos (pueblos originarios, colectividad judía) y a las minorías irreligiosas (librepensadores deístas o agnósticos). No obstante, el valor histórico de estas experiencias precursoras es inmenso, como tendremos oportunidad de constatar.

Estados Unidos

El primer Estado laico del mundo es EE.UU., que también constituye la república más antigua de América. Las Trece Colonias de la Norteamérica inglesa, galvanizadas por las ideas de la Ilustración, declararon su independencia del Reino Unido en el último cuarto del siglo XVIII, allá por 1776, trece años antes de la Revolución Francesa. Luego de una etapa muy laxa de unidad confederativa, donde su soberanía estuvo en peligro, los Estados Unidos optaron por consolidar su unidad instaurando un régimen federal, el primero de su tipo en el mundo. Esto se consiguió en 1788, sancionando una carta magna común a todos los estados de la Unión: la Constitución de los Estados Unidos.

En 1791, a través de la Primera Enmienda, EE.UU. instituyó formalmente, de iure, el principio de laicidad, que en la práctica ya tenía amplia vigencia, al menos en varios estados. Recuérdese que durante el período preindependiente, algunas de las Trece Colonias ya habían adoptado regímenes aconfesionales de avanzada, como la Maryland del siglo XVII o la Pensilvania cuáquera. Sin restar importancia al impacto ideológico de las Luces, lo cierto es que el pasado colonial de la Norteamérica inglesa favoreció muchísimo esta laicización tan precoz. ¿Por qué? Porque la extraordinaria diversidad inmigratoria de esta región del continente había dado lugar, con el paso del tiempo, a la conformación de una sociedad multiétnica muy cosmopolita y pluralista en materia de credos, donde ninguna confesión religiosa detentaba una posición claramente mayoritaria o dominante.

La Primera Enmienda reza así: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley sobre establishment of religion (oficialización de una religión), ni prohibiendo la libre práctica de la misma…”. Es decir, garantía de Estado laico y garantía de libertad de cultos. Estas dos cláusulas constitucionales son conocidas –respectivamente– como Establishment Clause y Free Exercise Clause.

Esta cláusula constitucional se funda en el ideal democrático del wall of separation de Thomas Jefferson, inspirado, a su vez, en los escritos del inglés Roger Williams, un heterodoxo teólogo y predicador puritano del siglo XVII radicado en Norteamérica. En su célebre carta a la Asociación Bautista de Danbury (Connecticut), fechada el 1º de enero de 1802, Jefferson escribiría:

Creyendo como ustedes que la religión es un asunto que ha de quedar únicamente entre el hombre y su divinidad, que él no debe rendir cuentas a nadie por su fe o su devoción, que los poderes legítimos de gobierno sólo tienen alcance sobre las acciones, y no sobre las opiniones, contemplo con soberana reverencia el acto de todo el pueblo americano que declaró que su «legislatura» debería “no hacer leyes que establezcan oficialmente una religión, ni prohíban el libre ejercicio de la misma”, levantando así un muro de separación entre Iglesia y Estado. Adhiriendo a esta expresión de la suprema voluntad de la nación en nombre de los derechos de conciencia, veré con sincera satisfacción el progreso de aquellos sentimientos que tiendan a restituirle al hombre todos sus derechos naturales, convencido como estoy de que no hay derecho natural que se oponga a sus deberes sociales.

Pero la vigencia práctica de la laicidad fue bastante despareja en la historia estadounidense. En los modernos estados del Norte –más urbanizados y cosmopolitas– tuvo mucha más efectividad que en los estados tradicionales del Sur y el Oeste, de cultura más rural y comunitaria, y –por lo general– de ferviente devoción cristiana. Estas disparidades regionales, que aún hoy subsisten, y que se manifiestan sobre todo en el Bible Belt y el Mormon Corridor (ataques a la teoría de la evolución, oposición al aborto legal, etc.), se han debido al acusado federalismo existente en el país del Tío Sam, sistema que concede un amplísimo margen de autonomía jurídico-política a los estados, mucho mayor al que gozan las provincias argentinas.

La Suprema Corte de Justicia de EE.UU. ha oscilado bastante en la interpretación de la Establishment Clause y la Free Exercise Clause. Estas oscilaciones dieron lugar a etapas de mayor y menor laicidad en la historia norteamericana. Cuando ha primado el separacionismo en los veredictos del máximo tribunal, la laicidad tendió a ser más fuerte. Cuando ha prevalecido el acomodacionismo, tendió a ser más débil. El separacionismo interpreta la Primera Enmienda en términos netamente laicistas, apoyándose en la tradición deísta jeffersoniana del wall of separation. El acomodacionismo, en cambio, propone una lectura más conservadora, donde la aconfesionalidad es concebida, implícitamente, como una suerte de ecumenismo cristiano –fundamentalmente protestante– refractario a las otras religiones, y declaradamente hostil al ateísmo u otras formas de irreligiosidad, cosmovisiones que son tildadas de «antiestadounidenses». El acomodacionismo considera lícito, por ej., favorecer a las Iglesias con fondos públicos, exenciones fiscales y privilegios educativos (por ej., equiparación epistemológica del neocreacionismo con la teoría de la evolución en las escuelas públicas).

Francia

A finales del Antiguo Régimen, en vísperas de la Gran Revolución de 1789, Francia era una monarquía absoluta donde el catolicismo romano tenía estatus de religión oficial. Sin embargo, desde 1787, regía en ella –en virtud del Edicto de Versalles– la tolerancia religiosa, que había favorecido a las minorías protestantes (hugonotes, luteranos de Alsacia) y a la colectividad judía, que ascendían juntas al 5% de la población.

Desde mediados del siglo XVIII, la literatura libertina (Choderlos de Laclos, Diderot, etc.) y la filosofía ilustrada (Voltaire, Rousseau, Holbach y otros) venían acicateando el librepensamiento y la irreligiosidad, en un contexto de clandestinidad bastante permisivo en comparación con otros reinos. El racionalismo deísta, sobre todo, con sus críticas incisivas a las supersticiones populares y los dogmas teológicos, ganaba terreno rápidamente entre los segmentos más inquietos de la aristocracia y de la plebe. La Francia de Luis XVI se hallaba ya, pues, en proceso de secularización.

Contrariamente a lo que suele creerse, La Revolución Francesa no introdujo la separación entre Iglesia y Estado. El catolicismo romano mantuvo su estatus de religión oficial. El clero, igual que la nobleza, dejó de ser un estamento con derechos feudales y prerrogativas especiales, pero siguió siendo mantenido por el fisco, como parte del funcionariado público del nuevo régimen. En los inicios de la Revolución, prevaleció el regalismo de herencia borbónica, doctrina según la cual el Estado (sobre todo en su versión francesa o galicana) tiene la potestad soberana de regular y supervisar, dentro de sus fronteras, la vida institucional eclesiástica, limitando de hecho la autoridad del papa y sus subalternos (obispos, abades, etc.). Más que separar la Iglesia del Estado, lo que pretendían los revolucionarios era preservar su subordinación, aunque reformándola profundamente en una dirección netamente secularista. Así vio la luz, promediando el año 1790, la Constitución civil del clero.

El fuero eclesiástico fue suprimido, igual que el diezmo. El clero secular quedó incorporado al cuerpo ciudadano de la nación, y el clero regular o monástico resultó disuelto. Las tierras de la Iglesia fueron confiscadas y subastadas para garantir el asignado, la nueva moneda revolucionaria. Los obispos y curas pasaron a ser elegidos por sus fieles, debiendo prestar juramento a la Constitución civil del clero para poder conservar sus cargos. La organización diocesana fue adaptada a la flamante división administrativa por departamentos.

En 1791, el papa Pío VI condenó por «impía» la Constitución civil del clero. El clero galicano se fracturó en dos bandos: los constitucionales, partidarios de la Revolución, y los refractarios, enemigos de la misma. Constitucionales eran quienes aceptaban jurar; refractarios, quienes se rehusaban a hacerlo, en obediencia a Roma.

Durante 1792, en un clima de virulento anticlericalismo (que incluyó linchamientos y ejecuciones en masa de clérigos refractarios sospechados de militar en la contrarrevolución), se legalizó el divorcio y se creó el registro civil. Poco después de proclamada la República, se reemplazó el calendario gregoriano por el calendario republicano. Hacia 1793-94, el anticlericalismo se radicalizó al calor del Terror jacobino. Los sans-coulottes de París pusieron en práctica, tomando como punto de partida la fiesta de la Liberté, una serie de celebraciones carnavalescas y ceremonias iconoclastas de fuerte tono irreligioso. Chaumette, líder cordelero y dirigente de la primera Comuna de París, famoso por propiciar la clausura de todos los templos católicos de la capital francesa, organiza en la catedral de Notre Dame el novedoso Culto a la Razón, liturgia cívica de tono alegórico asociada al ateísmo de Meslier, Holbach y otros librepensadores. Numerosas iglesias de Francia son reconvertidas por los hebertistas en temples de la Raison. Robespierre, asustado por los «excesos materialistas» de esta ola de Descristianización, instituye el más moderado Culto al Ser Supremo –también llamado teofilantropía– inspirado en el deísmo volteriano y rousseauniano.

Con la caída de la dictadura jacobina en Termidor (1795), la Descristianización se detiene, y pronto retrocede. El culto público católico es rehabilitado, aunque con restricciones (las procesiones públicas, la exhibición de imágenes religiosas fuera de los templos y el tañido de campanas siguieron estando prohibidos). Por otro lado, numerosos clérigos refractarios permanecían en prisión o en destierro obligado. Recién con el Concordato de 1801, firmado entre Napoleón y Pío VII, el Estado francés y la Iglesia católica se reconcilian, terminando así la etapa revolucionaria de la Descristianización.

Durante el Primer Imperio (1804-15), la Restauración borbónica (1815-30), la Monarquía de Julio (1830-48), la Segunda República (1848-52) y el Segundo Imperio (1852-1870), el catolicismo romano volvió a ser religión oficial o dominante, aunque la libertad de cultos se mantuvo. La laicización experimentó así, en la Francia de los dos primeros tercios del siglo XIX, una gran marcha atrás. Pero la secularización de la sociedad civil no se detuvo, y a partir de 1870, con la Tercera República, la laïcité habría de recuperar rápidamente el terreno perdido, hasta alcanzar finalmente el umbral de la completa separación entre Iglesia y Estado. Pese a sus retrasos, Francia será el primer país plenamente laico de Europa, y el gran faro del laicismo a nivel internacional (al menos hasta la Revolución rusa, en 1917).

La Tercera República no anduvo con remilgos a la hora de implantar el laicismo. La lucha por la laïcité conoció momentos de intenso anticlericalismo, debido, en gran medida, a la estrecha ligazón existente entre la Iglesia católica y la derecha monárquica. Sin embargo, la laicización del Estado francés no fue inmediata. Hubo que esperar a la consolidación hegemónica del bloque republicano para que dicho proceso se pusiera en marcha. Hacia 1877, Léon Gambetta exclamaría en la Cámara de Diputados: “le cléricalisme, voilà l’ennemi!” (“¡El clericalismo, este es el enemigo!”). Sus compañeros y seguidores tomarían nota de este pronunciamiento.

En 1879, la Iglesia católica queda excluida de la administración de los hospitales y establecimientos de caridad. Los capellanes son expulsados de los nosocomios; las monjas, reemplazadas por enfermeras diplomadas. En 1881, el gobierno recorta los salarios del clero y seculariza los cementerios. La onomástica y la simbología de las instituciones oficiales (tribunales, cuarteles, etc.) son rigurosamente laicizadas. En 1884, el parlamento sanciona una ley que establece el matrimonio civil y el divorcio vincular. La libertad religiosa es objeto de estricta regulación (restricciones a las procesiones públicas, al uso de sotana fuera de los templos, etc.). En 1887, el Estado francés autoriza la cremación de cadáveres, haciendo caso omiso de la indignación clerical. Dos años después, una ley obliga a los clérigos a cumplir con el servicio militar.

En el campo educativo, el laicismo francés está fuertemente asociado a un nombre: Jules Ferry, político y estadista republicano de férreas convicciones anticlericales. En febrero de 1879, es nombrado ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, cargo que ejercerá durante casi cinco años, hasta noviembre de 1883. Ferry –quien también será, por aquella época, primer ministro en dos ocasiones– impulsará a fondo la laicización de la educación estatal francesa. A poco de asumir, crea magisterios tendientes a formar maestras y maestros de concepción laicista. En 1880, consigue que el Consejo Superior de Instrucción Pública y los consejos académicos queden sustraídos a la injerencia de la Iglesia, y que la orden de los jesuitas y otras congregaciones religiosas sin licencia (agustinos de la Asunción, por ej.) sean inhabilitadas para la enseñanza. En 1882, logra que se sancione una nueva ley de enseñanza que hace de la laicidad uno de los pilares del nuevo sistema educativo de Francia (los otros son la universalidad, la obligatoriedad, la gratuidad y la escolarización de las niñas).

Las leyes Jules Ferry representan un hito en la laicización de la Tercera República. Serán complementadas con la ley Goblet de 1886 (que marginará de la escolaridad primaria pública a todos los sacerdotes, tuvieran o no título docente), y también con las reformas anticlericales de Émile Combes a comienzos del siglo XX. En 1901, todas las congregaciones religiosas existentes en Francia son prohibidas, excepto cinco, las cuales no se dedicaban a la enseñanza. Miles de colegios católicos fueron cerrados. En 1904, Combes obtiene de la Asamblea Nacional una nueva ley por la cual los clérigos quedan inhabilitados para enseñar y dirigir en todas las escuelas, tanto públicas como privadas, primarias y secundarias. La Iglesia pone el grito en el cielo. El conflicto entre Francia y Roma alcanza su paroxismo. La Tercera República y el Papado rompen relaciones.

En 1905, el parlamento francés aprueba la ley de separación entre Iglesia y Estado. “La República no reconoce, no paga, ni subsidia religión alguna”, se estipula en uno de los artículos. El Concordato napoleónico de 1801 queda formalmente disuelto, y con él, el sostenimiento del culto católico con fondos públicos. El Estado francés adopta un neutralismo estricto en materia religiosa, y la Iglesia galicana –aunque privada de sus últimos privilegios materiales y simbólicos– recupera su autonomía institucional (por ej., derecho a elegir libremente sus obispos). De este modo, la laicización de Francia llega a su culminación. La Constitución de 1946 (Cuarta República), igual que la de 1958 aún vigente (Quinta República), habrán de ratificar, en su artículo 1, el principio de laïcité: “Francia es una República indivisible, laica, democrática y social”.

Comentemos, al pasar, que el laicismo francés ejerció una considerable influencia sobre las élites liberales de América Latina durante la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX. La Argentina es un buen ejemplo, con Sarmiento y la generación del 80 (Roca, Wilde, Civit, etc.).

Italia

En Italia, la laicización estuvo fuertemente imbricada con otro proceso político: el Risorgimento, la unificación nacional. A mediados del siglo XIX, la Península estaba fragmentada en muchos Estados de diverso tamaño: el Reino de las Dos Sicilias, el Reino de Piamonte-Cerdeña, el Gran Ducado de Toscana, los ducados de Parma y Móneda… Además, el nordeste (Lombardía y Véneto) se hallaba en manos del Imperio austríaco. Por otro lado, buena parte de la Italia central (incluyendo la ciudad de Roma) seguía dependiendo temporalmente del Papado: los llamados Estados Pontificios.

La unificación italiana fue protagonizada por dos grandes actores políticos de ideología liberal-nacionalista: el reino constitucional de Piamonte-Cerdeña, regido por Víctor Manuel II de Saboya y su conservador ministro Cavour, y la facción republicana de la Joven Italia, con Mazzini y Garibaldi como grandes referentes. Piamonte-Cerdeña habría de conseguir, finalmente, la hegemonía dentro del Risorgimento, de ahí que el naciente Estado italiano, surgido hacia 1861, adopte como forma de gobierno la monarquía parlamentaria, aclamando como rey a Víctor Manuel II.

Los avances de la unificación peninsular dependen estrechamente de las armas: hay que librar varias guerras de independencia para lograr el objetivo. Luego de vencer y abolir al Reino de las Dos Sicilias en el sur (Expedición de los Mil, 1860), se impone la necesidad de expulsar a los austríacos en el norte (1866). Pero para que el Risorgimento pueda concluir su labor de integración nacional, es preciso anexionar también los dominios temporales del papa en el centro de Italia, algo que el papa se niega terminantemente a hacer.

La capital del Reino de Italia fue inicialmente Turín, sede de la corte sardo-piamontesa; y a partir de 1865 lo fue Florencia, en la Toscana. Pero los nacionalistas italianos ansiaban que fuese Roma, la mítica urbe del Tíber, la Ciudad Eterna. Y Roma seguía en manos del papa Pío IX, cuyas espaldas estaban bien cubiertas por el emperador francés Napoleón III. Así nació la Questione romana, la Cuestión romana.

Tras una serie de vicisitudes, Italia se decide a ocupar los Estados Pontificios en septiembre de 1870, acontecimiento histórico que se conoce como Breccia di Porta Pia. La guerra franco-prusiana está por expirar. Francia ha sido aplastada por Prusia. Luego de la desastrosa batalla de Sedán, Napoleón III es capturado y depuesto. La crisis francesa deja al Papado totalmente indefenso. Víctor Manuel II no se demora en sacar partido de esta coyuntura. El 11 de septiembre, los batallones del Gral. Cadorna cruzan la frontera de los Estados Pontificios. Avanzan con deliberada lentitud, en espera de que Pio IX acabe aceptando una entrega pacífica de sus dominios temporales. No sucede así. El 19, las tropas italianas alcanzan la Murallas Aurelianas. Roma queda sitiada. Pero el papa se mantiene inflexible, y ordena a sus zuavos que resistan. El 20 de septiembre de 1870 (fecha que luego se convertirá en el Día Internacional del Librepensamiento), los bravos bersaglieri de Cadorna abren una brecha en el muro perimetral, cerca de la Porta Pia. La toma de la ciudad es fulminante y poco cruenta. Los Estados Pontificios quedan disueltos, tras once siglos de existencia. Por medio de un plebiscito, el Lacio se incorpora al Reino de Italia. Roma se convierte en la nueva capital de la nación.

Víctor Manuel II le ofreció a Pío IX su protección, y el pago de una subvención anual, entre otras garantías especiales. Pero el sumo pontífice rechazó la oferta. Desde entonces, los papas se consideraron “prisioneros en el Vaticano”. La álgida Cuestión romana perduró durante décadas, agriando las relaciones entre el Reino de Italia y el Papado. Finalmente, en 1929, Mussolini suscribió con Pío XI los Pactos de Letrán. Estos acuerdos darían origen al Vaticano, un microestado enclavado en el corazón de Roma, algo así como una versión reducida de los antiguos Estados Pontificios. Con la anuencia del Duce, el catolicismo romano gozaría de inmensas ventajas y prerrogativas en la Italia fascista, en un contexto de creciente confesionalismo.

La Constitución republicana de Posguerra (1948), aunque respeta la libertad de cultos y de conciencia, y aunque no proclama un credo oficial, le reconoce al catolicismo –conforme a los Pactos de Letrán– un estatus privilegiado incompatible con la laicidad. De modo similar a la Argentina, Italia no ha completado el proceso de separación entre Iglesia y Estado.

Alemania

La unificación nacional de Alemania se desarrolló de manera casi simultánea a la de Italia. Culminó apenas un año después, en 1871, con la proclamación del Imperio Alemán, el segundo Reich. El reino hegemónico que traccionó este proceso político fue la Prusia de los Hohenzollern, y fue el canciller Bismarck quien cumplió el papel de Cavour. Otra similitud: Prusia debió doblegar a Austria, igual que Piamonte-Cerdeña.

Conseguida la unidad, Alemania no tardaría en experimentar tensiones religiosas. Prusia, igual que todo el norte del Imperio, eran predominantemente protestantes, luteranas. En cambio, los principados del sur (Baviera, Baden, etc.) era mayoritariamente católicos. Varias minorías étnicas del Reich también profesaban el catolicismo romano (alsacianos, polacos, etc.). Estas regiones y sectores confluyeron en el Zentrum, partido político que asumió explícitamente la defensa de los intereses confesionales de la grey católica germana.

La creciente gravitación parlamentaria del Zentrum alarmó a la Prusia protestante. Bismarck, nacionalista y luterano, hostil al catolicismo y a la minoría polaca, lanzó entonces su famoso Kulturkampf o «Combate cultural». Su objetivo político era claro: contrarrestar la influencia ultramontana de Roma y debilitar a la Iglesia católica alemana.

El Kulturkampf se desarrolló entre 1871 y 1878. Se tradujo en una batería de reformas: supresión del departamento católico en el Ministerio de Cultura de Prusia, protección oficial a los segmentos veterocatólicos (aquellos que habían rechazado el nuevo dogma de la infalibilidad papal, instituido por el Concilio Vaticano I en 1870), penas de cárcel para los clérigos que criticaran al gobierno (ley de púlpito), expulsión de los jesuitas, disolución de varias congregaciones religiosas, controles en la formación y designación de los sacerdotes, matrimonio civil, quita de subsidios, supervisión más estricta de las escuelas, ruptura de relaciones con la Santa Sede, etc.

Hacia 1878, el Canciller de Hierro comienza a revertir, deponer o ablandar esta política anticatólica. Lo hace más por motivos pragmáticos de circunstancia que por una variación en sus convicciones profundas. Juzga necesario tener de aliado al Zentrum en su nueva cruzada contra el movimiento obrero y el Partido Socialdemócrata, «enemigos satánicos» de la fe, la patria y la propiedad.

En 1918, caído el segundo Reich, la República de Weimar estableció un régimen de laicidad débil con amplias libertades en materia de creencias y cultos. Con la llegada de Hitler al poder, el clero católico del sur soportó algunos hostigamientos por parte del gobierno nazi, aunque no por mucho tiempo (pronto se llegó a un modus vivendi ventajoso para ambos). La colectividad judía sufrió una persecución feroz, brutal, igual que los grupos irreligiosos. Los sectores más liberales o progresistas de la Iglesia luterana también padecieron la violenta intolerancia del III Reich. El neopaganismo y las teosofías arianistas se pusieron de moda entre algunos jerarcas hitlerianos (Himmler, por ej.), pero el Estado y la sociedad nazis se volcaron, más bien, a lo que se denominó «Cristiandad positiva», una reinterpretación chovinista, totalitaria, racista y antisemita del luteranismo tradicional, cuyo clero debió afrontar grandes purgas para acomodarse a la nueva situación. Luego de la Segunda guerra mundial, la Alemania comunista del este experimentó un intenso proceso de laicización. En cambio, la Alemania capitalista del oeste mantuvo algunas prerrogativas a las confesiones mayoritarias o más tradicionales (luteranismo, catolicismo, judaísmo), como la personería pública, las exenciones tributarias, la recaudación del impuesto eclesiástico –voluntario– a través del fisco y la posibilidad (no en todas las jurisdicciones) de impartir enseñanza religiosa en las escuelas estatales. Tras la caída del Muro de Berlín, la Alemania reunificada mantuvo el régimen de semi-laicidad de la vieja Alemania occidental. Sin dudas, el país germano es más laico que Argentina, pero no plenamente laico como Francia.

Bélgica

El caso belga es relevante porque su modelo de laicidad escolar –más moderado que el francés– influyó sensiblemente en la historia educativa de nuestro país, como habremos de comprobar. Dado que poco y nada se sabe al respecto, resulta oportuno dedicar unas líneas al proceso de laicización en Bélgica.

La Bélgica decimonónica, país de amplia mayoría católica con minorías protestantes nada insignificantes, proclamó su independencia en 1830, organizándose políticamente como monarquía constitucional. Liberales laicistas y conservadores clericales se disputaban el poder, alternando su predominio tanto en el gabinete del rey como en las cámaras del parlamento.

La ley educacional de 1842, si bien mantuvo la enseñanza confesional en las escuelas públicas, estipuló que la misma ya no podría seguir siendo exclusivamente católica, y que debía variar según cual fuera la fe mayoritaria del estudiantado en cada establecimiento. Además, les reconoció a los niños y niñas de credos minoritarios el derecho de no participar de la instrucción religiosa, en salvaguardia de su libertad de conciencia.

En 1879, bajo el influjo del estadista anticlerical Walthère Frère-Orban, primer ministro de Bélgica, la mayoría liberal aprobó una nueva ley de educación que introdujo la laicidad en las escuelas públicas. La enseñanza religiosa podía ser impartida en los establecimientos estatales, pero fuera del horario de clases, de manera opcional y extracurricular. Los colegios católicos dejaron de ser subsidiados.

La Iglesia belga resistió con vehemencia la reforma de Frère-Orban. En 1881, el papa León XIII exhortó a sus fieles belgas a perseverar en su defensa del confesionalismo (encíclica Licet Multa). El conflicto, apodado «Guerra escolar» (Guerre scolaire en la Bélgica francófona, Schoolstrijd en la zona flamenca) se prolongó durante varios años, hasta 1884, cuando los conservadores ganaron las elecciones y desplazaron del gobierno a los liberales. Malou, el nuevo primer ministro de Leopoldo II, restableció el financiamiento público a los colegios privados de la Iglesia. En 1895, la enseñanza religiosa volvió a ser obligatoria en las escuelas estatales.

Nuestra ley 1420 de educación común (1884), piedra angular del sistema escolar argentino, adoptó el modelo belga de laicidad en su art. 8: “La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión y antes o después de las horas de clase”. Sarmiento y los hombres de la generación del 80 conocían bien la reforma de Frére-Orban, y valoraban mucho este antecedente. Los debates preliminares en el Congreso Pedagógico (1882), y luego en el parlamento nacional, así lo testimonian. Lo cierto es que, por convicción filosófica o prudencia táctica, los liberales argentinos optaron por replicar la laicidad escolar a la belga, más transaccional, y no a la francesa, rigurosamente separatista.

En los años 50 de la centuria pasada, Bélgica asistió a una segunda Guerre scolaire o Schoolstrijd. El predominio del catolicismo, verdaderamente abrumador, sobre la educación primaria y secundaria fue lo que encendió la mecha. Los colegios confesionales católicos eran particularmente numerosos, y recibían ingentes sumas de dinero por parte del tesoro público. En las elecciones de 1954, la coalición de liberales y socialistas salió victoriosa. Achille Van Acker fue electo primer ministro. Con su respaldo político, Leo Collard, nuevo titular del Ministerio de Educación, recortó los subsidios educacionales a la Iglesia católica y creó una gran cantidad de escuelas laicas.

Actualmente, Bélgica es un Estado sin religión oficial ni preeminente, con una sociedad muy secularizada. No obstante, hablar de laicidad en el caso belga resulta problemático, ya que el Estado provee financiamiento a todas las confesiones reconocidas por la ley (catolicismo romano, luteranismo, calvinismo, anglicanismo, judaísmo, islam, cristianismo ortodoxo), y también permite que en las escuelas públicas se imparta enseñanza religiosa, respetándose, en la medida de lo posible, la fe mayoritaria de cada comunidad vecinal, barrial o pueblerina. Las minorías seculares (personas agnósticas, ateas, indiferentes, etc.), que ascienden a un 32% de la población, también están incluidas en este esquema. Reciben fondos del erario, y existen colegios estatales donde, en vez de impartirse dogmas religiosos, se enseña librepensamiento.

Este sistema multicultural ha sido criticado por su lógica de competitividad «pez gordo vs. peces chicos», y también por su fuerte segmentación comunitarista. Tales cuestionamientos no están desencaminados. El Estado belga, al mismo tiempo de verse obligado a favorecer de facto al catolicismo (credo mayoritario, 53%) en detrimento de minorías creyentes y seculares muy diversas (ninguna de las cuales supera el 20%), tiende a reproducir y legitimar la existencia de importantes bolsones de conservadurismo y fundamentalismo religiosos en el seno de la sociedad civil.

El proceso de laicización belga ha resultado, pues, bastante complejo y peculiar. Y ha dado origen a un fenómeno sui generis que se conoce como secularismo organizado. Las minorías no creyentes (personas agnósticas, ateas, indiferentes, etc.), que representan un tercio de la población, se hallan estructuradas de modo sumamente orgánico, institucionalizadas en grandes asociaciones civiles de alcance nacional, formalmente reconocidas como interlocutoras por el Estado belga, igual que las confesiones religiosas. Reciben estipendios del gobierno y tienen acceso a la educación pública, de acuerdo a criterios de proporcionalidad demográfica.

España

A comienzos del siglo XIX, España continuaba siendo una sociedad de Antiguo Régimen: monarquía absolutista, unión entre el trono y el altar, organización estamental y corporativa, etc. El catolicismo romano era confesión oficial y excluyente. La intolerancia y el fanatismo religiosos seguían imperando con fuerza. La modernización del país, inducida por las ideas ilustradas y las reformas borbónicas (y por el contacto con la Francia revolucionaria, tan próxima a la Península Ibérica), todavía era demasiado incipiente.

Pero la invasión napoleónica de 1808 altera abruptamente ese status quo. Tanto la España ocupada por los franceses como la España juntista toman medidas laicizantes: abolición de la Inquisición y la censura previa eclesiástica, supresión de las órdenes religiosas y desamortización de sus bienes, etc. La Constitución de Cádiz (1812), sin embargo, mantuvo el fuero eclesiástico y el estatus oficial del catolicismo, y no introdujo la libertad de cultos.

A lo largo del siglo XIX, la laicización de España evolucionará e involucionará de manera pendular, de acuerdo a los avatares políticos que va experimentando el país: retroceso durante la Restauración absolutista de Fernando VII (1814-20), revitalización durante el Trienio Liberal (1820-23), nuevo retroceso durante la Década Ominosa (1823-33), y así sucesivamente, en un cuento de nunca acabar. Con todo, se registran algunas conquistas duraderas, como la supresión de la Inquisición (1834) y el reconocimiento constitucional –con algunas limitaciones– de la libertad de cultos (1869).

España recién alcanzará la plena laicidad ya bien avanzado el siglo XX, en 1931, al caer la monarquía y proclamarse la Segunda República. La nueva Constitución sancionada aquel año, amén de garantizar una amplia libertad de cultos y de conciencia, estipulará que “El Estado español no tiene religión oficial” (art. 3). Asimismo, establecerá que “No podrán ser fundamentos de privilegio jurídico […] las creencias religiosas” (art. 25), y que “El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas” (art. 26). Como se ve, la laicización es completa.

Huelga aclarar que la Iglesia católica, al estallar la Guerra civil española en 1936, tomó partido resueltamente por el bando nacional, es decir, por la derecha contrarrevolucionaria, convirtiéndose en uno de los pilares de la larga dictadura del general Franco (1939-75). No menos redundante es señalar que, durante el franquismo, el catolicismo romano recuperaría todos sus privilegios jurídicos y económicos (estatus oficial, sostenimiento estatal del culto, etc.), en una pavorosa regresión de derechos que haría añicos la laicidad española.

Con la llamada Transición democrática, España pasa de un confesionalismo desembozado y arrogante, a un confesionalismo maquillado y culposo. El art. 3 de la Constitución del 78 comienza diciendo que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, pero acota de inmediato que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”; cláusula que, en los hechos, se ha traducido en una financiación preferencial –extremadamente generosa– de la religión mayoritaria. Por otro lado, en conformidad con los acuerdos firmados con el Vaticano en 1979, el Estado español se compromete a impartir enseñanza confesional en todas las escuelas públicas de nivel primario y secundario (la asignatura de Religión es de elección voluntaria para les estudiantes, pero de oferta obligada para los establecimientos educativos). Este cuadro de situación se ha mantenido hasta el presente. España está lejos del laicismo. Más lejos, inclusive, que la Argentina.

Rusia

El imperio zarista, desde siempre, estuvo indisolublemente ligado a la Iglesia ortodoxa rusa, principal heredera de la Cristiandad grecobizantina. Durante siglos, la autocracia de los Romanov fue de la mano con la intolerancia religiosa y el confesionalismo de Estado. Las minorías confesionales del imperio (protestantes, musulmanes, budistas, etc.), para poder profesar su fe, debían vivir de manera segregada y aceptar todo tipo de desigualdades y restricciones legales. Su existencia, por lo demás, era bastante precaria, pues de tanto en tanto había persecuciones. El caso de la colectividad judía resulta emblemático, debido a los tristemente célebres pogromos.

Pero con la Revolución rusa de 1905 comenzaron a soplar vientos de cambio. En 1906, el zar Nicolás II promulga el Edicto de tolerancia religiosa. A raíz de eta medida, la situación de las minorías confesionales en Rusia experimentó una sensible mejora.

La Revolución rusa del 17 trajo aparejadas modificaciones más profundas, sobre todo tras el ascenso de los bolcheviques al poder. En un clima de intenso anticlericalismo avivado por la guerra civil (anticlericalismo que incluyó ejecuciones sumarias de religiosos, quema de templos y acciones iconoclastas), el nuevo régimen soviético suprimió de un plumazo todos los privilegios del cristianismo ortodoxo, nacionalizó las propiedades del clero e instituyó la separación entre Iglesia y Estado. También reemplazó el calendario juliano por el gregoriano.

En los años 30, la dictadura estalinista llevó la laicización hasta niveles insospechados. La Unión Soviética asumió el ateísmo como credo oficial, y las religiones fueron perseguidas. Sin embargo, durante la Segunda guerra mundial, Stalin, acosado por el peligro nazi, se reconcilió un poco con la Iglesia ortodoxa en aras de vigorizar los sentimientos patrióticos de las masas.

El laicismo soviético tuvo un alto impacto ideológico a nivel mundial. En la Posguerra, toda la Europa socialista se vio influida por él: Polonia, Hungría, Alemania del este, Rumania, etc. También la China de Mao, que a su vez fue modelo para otros países comunistas del Asia oriental, como Vietnam y Corea del Norte. A esta lista debemos añadir, por supuesto, la Cuba socialista de Fidel Castro, cuyo proceso de separación entre Iglesia y Estado le debe mucho al legado de la Revolución Rusa.

Tras la disolución de la URSS en 1991, el cristianismo ortodoxo recuperó, en la flamante Federación Rusa, gran parte de su popularidad, riqueza y poder. No solo eso. Ha conseguido también un estatus de religión cuasi-oficial, al menos de facto.

México

A finales del período colonial, la Iglesia novohispana era la más rica y poderosa de toda la América española. Pero su involucramiento con la causa realista, muy pronunciado, le traería no pocos problemas luego de la guerra de independencia. Los liberales mexicanos vieron en el catolicismo romano una rémora del pasado, un obstáculo a remover en la senda del progreso civilizatorio.

México inició su vida independiente como una monarquía constitucional, de la mano del emperador Iturbide. Pero este régimen resultó efímero, y ya en 1823 adoptó la forma republicana de gobierno. Desde entonces, la discusión política giró más bien en torno al tipo de soberanía interior que tendría el país, a saber: federalismo vs. centralismo.

Durante bastante tiempo, y pese al crecimiento del liberalismo, México siguió reconociendo al catolicismo como credo oficial y excluyente, en la vena de la tradición constitucionalista gaditana (Constitución española ilustrada de 1812). La laicidad y la tolerancia religiosa brillaban por su ausencia, aunque estos ideales tenían cada vez más defensores, debido al potente ejemplo de los vecinos Estados Unidos.

La laicización recibió un fuerte impulso hacia 1855, cuando el liberal Benito Juárez, uno de los secretarios del presidente Juan Álvarez, logró la sanción de la Ley de Administración de Justicia, apodada Ley Juárez, la primera de las leyes de Reforma. Esta norma buscaba suprimir el fuero eclesiástico, igual que el militar. La oposición clerical fue enorme, y el Papado condenó con dureza la iniciativa. A raíz de ello, Juárez morigeró la ley, permitiendo la permanencia de los tribunales eclesiásticos y castrenses para los delitos penales. La Ley Lafragua, del mismo año, puso fin a la censura previa eclesiástica al proclamar la libertad de imprenta.

En 1856, se sancionó la Ley Lerdo, que disponía la desamortización de los bienes del clero en aras de posibilitar una reforma agraria que liquidara el retardatario sistema latifundista heredado de la Colonia. También se promulgó un decreto ordenando la expulsión de los jesuitas.

Al año siguiente, la Ley Ocampo creó el Registro Civil, y la Ley Iglesias prohibió el cobro del diezmo a los pobres. La Constitución federal de 1857 refrendó todas estas leyes de Reforma, y suprimió totalmente los fueros corporativos del clero y el Ejército. Además, prescindió de toda cláusula sobre religión de Estado y sobre exclusivismo confesional, omisión deliberada que permitía avanzar hacia el laicismo y la libertad de cultos. La Iglesia, furiosa, amenaza con excomulgar a quienes juren la nueva carta magna.

La escalada del conflicto deriva en una guerra civil: la guerra de Reforma o de los Tres Años (1858-61). Al calor de esta cruenta conflagración, el proceso de laicización se intensifica. La desamortización de los bienes eclesiásticos avanza con notable celeridad. En 1859, el Congreso mexicano sanciona toda una batería de leyes laicas y/o anticlericales: matrimonio civil, secularización de los cementerios, libertad de cultos, supresión de festividades religiosas, cierre de conventos, nacionalización de los hospitales e instituciones de beneficencia, expulsión del nuncio apostólico…

Luego de la Segunda intervención francesa en México (imperio de Maximiliano I), expulsados los invasores y restaurada la República, Juárez intentó dar rango constitucional a las leyes reformistas del 59, pero no tuvo espaldas suficientes para hacerlo, y optó por aplicar esta normativa con suma cautela. Recién con el gobierno de Lerdo de Tejada, en 1873-74, las leyes de Reforma quedarían incorporadas a la Constitución mexicana. El art. 1 de esta ley de enmienda a la carta magna del 57 estipuló que “El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El congreso no puede dictar leyes, estableciendo o prohibiendo religión alguna”. Asimismo, el art. 4 dispuso que “La simple promesa de decir verdad y de cumplir las obligaciones que se contraen, sustituirá al juramento religioso con sus efectos y penas”.

No obstante, durante el Porfiriato (1876-1911), la Iglesia mexicana siguió siendo protegida y favorecida por el gobierno, pues ninguna cláusula constitucional lo impedía de manera taxativa (México nunca se había asumido como Estado plenamente laico). El culto católico continuó siendo generosamente mantenido por el fisco, el número de diócesis y clérigos fue incrementado y la enseñanza religiosa se generalizó en la escolaridad pública. No en vano, la historiografía mexicana (Franco Savarino, por ej.) habla de conciliación porfirista entre Iglesia y Estado para caracterizar este período.

La Revolución Mexicana, iniciada en 1910, traería importantes novedades. En el convulsionado contexto de la guerra civil, la alineación de la jerarquía católica con la reacción derechista del Gral. Huerta reavivó, al interior del bando revolucionario, la vieja tradición anticlerical de raigambre juarista o masónica. En el marco de una gran ola de desfanatización, se registraron numerosos episodios de iconoclastia popular, muchas iglesias fueron quemadas, la sátira irreligiosa cundió y no pocos sacerdotes fueron hostigados o ajusticiados.

La nueva Constitución de México alumbrada por la Revolución, la mentada Constitución de 1917, retoma la brega laicizante interrumpida o desandada durante el Porfiriato: la Iglesia pierde su personería pública, la enseñanza religiosa queda prohibida en las escuelas públicas de nivel primario, las congregaciones son disueltas, los bienes eclesiásticos pasan a manos del Estado, el gobierno se reserva el derecho de Patronato, los clérigos son privados de sus derechos políticos… No hay separación estricta entre Iglesia y Estado, toda vez que el segundo se reserva una potestad de regulación sobre la primera, y tiene que financiarla.

El conflicto Iglesia-Estado recrudece en los años 20 con la Cristiada o Guerra cristera (1926-29), sangrienta guerra civil librada entre el oficialismo anticlerical y la oposición católica. Desde 1924, el presidente Plutarco Elías Calles, masón, venía sosteniendo una política contraria a los intereses de la Iglesia. En 1925, patrocina oficialmente la creación de una Iglesia católica nacional, cismática, independiente de Roma: la Iglesia católica apostólica mexicana. La ICAM desconoció la autoridad del papa, defendió el uso del castellano como lengua litúrgica y rechazó el celibato, alineándose resueltamente con el gobierno. José Pérez Budar fue nombrado patriarca de la ICAM. El malestar en la Iglesia tradicional fue grande. Su ascendiente y poder sobre la grey católica estaba siendo abiertamente desafiado, disputado. Surge así la Liga Nacional por la Defensa de las Libertades Religiosas.

Pero Calles fue más lejos, y en 1926 se sancionó una ley –la famosa Ley Calles– que, modificando el Código Penal, estableció numerosas restricciones a la libertad religiosa de la mayoría católica. La idea era dar vigencia efectiva a las cláusulas más anticlericales de la Constitución del 17. La Ley Calles limitó el número de curas, prohibió el ejercicio del sacerdocio sin licencia oficial… A nivel local, varios estados mexicanos extremaron el sentido anticlerical de la norma: las congregaciones fueron proscritas, los sacerdotes ya no podrían ejercer su ministerio si no estuvieran casados, las procesiones públicas quedaron prohibidas, el uso de hábitos fuera de los templos también fue declarado ilegal…

Como medio de presión, la Iglesia suspende el culto. La Liga, por su parte, organiza un gran boicot impositivo. Calles ordena arrestar a los cabecillas de la desobediencia civil. La liga se decanta, entonces, por la lucha armada. Así empezó la Guerra cristera, una de las guerras civiles más sangrientas de América Latina en todo el siglo XX, inmortalizada por la pluma de Rulfo.

La paz tardó tres años en llegar. Fue posible gracias a un acuerdo entre el Estado y la Iglesia, donde el primero renunció a aplicar la Ley Calles y la segunda morigeró sus pretensiones.

Pero en 1934 estalla una segunda Cristiada. Tras el Grito de Guadalajara, el gobierno populista de Lázaro Cárdenas encara a fondo una reforma escolar de signo laicista, inspirada en lo que se conoce como educación socialista. La Iglesia se opone con vehemencia, pero el cardenismo no claudica. Las excomuniones y penas de prisión se multiplican, hasta que estalla una nueva guerra civil, que se prolongará hasta 1938. Con Cárdenas, la laicización de México da un gran salto adelante.

El laicismo mexicano trascendió sus fronteras nacionales, tanto en tiempos de la Revolución como del cardenismo. Laicistas liberales y socialistas de toda Hispanoamérica vieron en él un modelo digno de emular, una fuente de inspiración, un precedente histórico.

Con posterioridad al cardenismo, la Iglesia católica mexicana fue, poco a poco, reconquistando su poder y privilegios. En los años 90, la Iglesia recuperó su personería pública, y el Estado mexicano restableció relaciones diplomáticas con el Vaticano.

Uruguay

La República Oriental del Uruguay es un país muy pequeño y escasamente poblado, de poca gravitación internacional en comparación con colosos americanos como Estados Unidos, Brasil o México. Sin embargo, existen dos poderosas razones –aparte de su vecindad– por las cuales resulta pertinente, aquí, traer a colación su historia.

Primero, es el país más secularizado y laicizado de la América del Sur, algo así como la Francia de Sudamérica. A nivel latinoamericano, compite palmo a palmo con la Cuba socialista.

Segundo, es el primer Estado plenamente laico en toda la historia de América Latina, y el tercero en toda la historia de nuestro continente. El primero –recordemos– son los Estados Unidos, desde fines del siglo XVIII. El segundo es Canadá, desde mediados del siglo XIX.

Conforme a una encuesta de 2014 realizada por el Pew Research Center, menos de la mitad de la población uruguaya (42%) se asume como católica romana. Un 15% se declara evangélica, y casi el 6% manifiesta profesar otras religiones (judaísmo, islam, etc.). Las minorías irreligiosas (personas ateas y agnósticas) trepan al 13%, y un 24% se define como creyente sin adscribirse a ninguna confesión en particular.

Hay razones históricas que explican este notable nivel de secularización. Uruguay, a diferencia de las otras repúblicas hispanoamericanas, es un país con poco pasado colonial (la ciudad de Montevideo recién fue fundada en el siglo XVIII), con una Iglesia católica de escaso arraigo y poder. Además, La ubicación geográfica de la Banda Oriental (salida privilegiada al Atlántico, acceso directo a dos importantes ríos navegables como el Plata y el Uruguay, vecindad con el Brasil portugués) hizo de ella una comarca de intenso tráfico naval, constantemente visitada por buques y mercaderes extranjeros, con una minoría apreciable de europeos no españoles (británicos, franceses, etc.), siendo, por ende, una sociedad relativamente «cosmopolita», bastante permeable a las nuevas ideas ilustradas del Viejo Continente. Artigas, el gran prócer independista del Uruguay, defendió, en sus Instrucciones del Año XIII (1813), “la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”. Otro elemento a tener en cuenta es el largo e influyente exilio montevideano de los unitarios argentinos durante el rosismo, hombres de ideas liberales, por lo general partidarios de la secularización y laicización. A esto sumémosle la huella ideológica dejada por el italiano Garibaldi y sus camicie rosse, quienes permanecieron en el Uruguay a lo largo de muchos años (1841-48), con motivo de la Guerra Grande (Garibaldi era un republicano demócrata y masón, muy anticlerical).

Otro factor clave es, sin dudas, la inmigración aluvial europea que recibe la República Oriental durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, que hacen de este país una auténtica Babel, con nutridas –y muy diversas– minorías étnicas y religiosas, y también seculares. Uruguay es, de hecho, el país americano que –en términos relativos o porcentuales– mayor impacto inmigratorio sufrió, superando a los Estados Unidos y la Argentina. Ya para 1860, un tercio de la población uruguaya era extranjera: inmigrantes del País Vasco, de Italia, de Francia, de la Gran Bretaña protestante (ingleses anglicanos o metodistas, escoceses presbiterianos). Todavía seguía siendo así en 1879, año en que se hizo un nuevo censo. Una década más tarde, la mitad de quienes habitaban en la capital eran de procedencia europea. En el primer tercio del siglo pasado, el mosaico se diversificó aún más con el crecimiento de las colectividades israelita, siriolibanesa, rusa y armenia, a través de las cuales ganaron presencia el judaísmo, el islam y el cristianismo ortodoxo.

Uruguay se independizó del imperio brasileño hacia 1828, estructurándose como república. La Constitución liberal de 1830 declaró al catolicismo romano religión de Estado (art. 5), igual que en el resto de Hispanoamérica. No obstante, también reconoció la libertad de creencia y conciencia en su art. 134, algo que también habían hecho otras repúblicas de la región: “Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo atacan el orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los Magistrados. Ningún habitante del Estado será obligado a hacer lo que no manda la Ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. En materia de culto público, la carta magna no estipuló nada, ni a favor ni en contra de su ejercicio. Pero ya en 1845 fue inaugurado el Templo Inglés, de credo anglicano; y no mucho después (1856), comenzaron a arribar inmigrantes valdenses –protestantes– del Piamonte.

A partir de 1855, inmigración europea mediante, la masonería se hace fuerte entre los círculos liberales, pese a la oposición de la Iglesia. En 1859, los jesuitas son expulsados. Dos años más tarde, por decreto del presidente Berro, los cementerios son secularizados –transferidos a los municipios– en respuesta a la negativa airada de la Iglesia a dar entierro al médico Enrique Jacobsen, un reconocido masón. En 1879, se crea el Registro Civil. El matrimonio civil entrará en vigencia a partir de 1885.

En materia de laicidad escolar, un hito insoslayable es la Reforma vareliana, durante las presidencias coloradas de Lorenzo Latorre y sus sucesores (1876-89). Se la llama «vareliana» porque su gran artífice e impulsor fue el escritor y periodista liberal José Pedro Varela, fundador de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular (1868), quien se desempeñó como director de Instrucción Pública a lo largo del trienio 1876-79; y también porque su continuador fue Jacobo Adrián Varela, quien sucedió a su hermano en la cartera educativa, hacia enero de 1880.

José P. Varela, amigo de Sarmiento, le dio un fuerte impulso a la enseñanza pública primaria, tomando como modelo a los Estados Unidos, país que había visitado, y donde había conocido al pedagogo argentino. Creó muchas escuelas estatales para los sectores más postergados de la sociedad uruguaya, y puso la educación privada de las congregaciones religiosas bajo la estrecha vigilancia del gobierno. Sentó las bases del moderno sistema escolar uruguayo, basado en los principios de universalidad, obligatoriedad y gratuidad.

El Decreto-ley de Educación Común (1876) mantuvo la enseñanza confesional en la escolaridad pública, no obstante la disconformidad manifiesta de Varela y sus partidarios, laicistas militantes. Pese a todo, la laicización educativa comenzó a abrirse paso en Uruguay, poco a poco. Hacia 1882, su hermano Jacobo lograría tres importantes modificaciones al decreto-ley: 1) opcionalidad de la enseñanza religiosa para quienes no profesaran el catolicismo, 2) reducción de la carga horaria de esta asignatura a solo 20 minutos diarios, y 3) desplazamiento de su dictado al tramo final de la jornada escolar (en aras de facilitar el ejercicio de la objeción de conciencia a las familias disidentes).

En 1901, se prohibió el ingreso de clérigos católicos extranjeros. La medida buscaba proteger al Uruguay de la injerencia ultramontana, factor retardatario del progreso nacional.

La cima de este proceso de laicización se alcanzó con el batllismo, durante el primer cuarto del siglo XX, con las dos presidencias alternadas del estadista José Batlle y Ordóñez (1903-07 y 1911-15), y de sus epígonos Claudio Williman (1907-11), Feliciano Viera (1915-1919) y Baltasar Brum (1919-23), todos integrantes del Partido Colorado, fuerza política de tendencia liberal y laicista. No bien asumió la primera magistratura de la República, Batlle eliminó la invocación a Dios y los Evangelios en los juramentos de cargos públicos, introduciendo la fórmula secular “por la Patria” a secas (no obstante ser Batlle un deísta). En 1906, dispuso la remoción de los crucifijos en las escuelas y hospitales públicos. Al año siguiente, se aprobó la ley de divorcio vincular, ampliada luego (1913) con una reforma que les permitía a las mujeres disolver el vínculo sin el aval de sus cónyuges. “La Iglesia no sólo niega la libertad individual y el progreso económico, sino que también nubla la conciencia del pueblo”, afirmó Batlle, sin medias tintas, en un editorial del diario oficialista El Día.

Una pequeña digresión: el batllismo no redujo su labor reformista al laicismo. También impulsó la democratización y ampliación de derechos en otros órdenes, e intentó defender la soberanía de la nación frente a los intereses creados de la oligarquía y el imperialismo: abolición de la pena de muerte, legislación social (donde se anticipó a las experiencias populistas latinoamericanas), voto femenino, control estatal de sectores estratégicos de la economía, etc.

Hacia 1909, con Williman en la presidencia, se suprimió al fin la enseñanza religiosa en la escolaridad estatal. La atmósfera de anticlericalismo era tan fuerte, que en 1910 se resolvió suprimir la asignatura de latín en los bachilleratos, por considerárselo un idioma demasiado asociado a la Iglesia católica. Asimismo, una ley prohibió a los militares rendir honores en las ceremonias religiosas, de modo similar a lo que había dispuesto la Tercera República Francesa.

La Constitución de 1918, que fuera plebiscitada a fines del 17 y que entrara en vigencia a partir de marzo del 19, es otro jalón fundamental de la laicización batllista. Su art. 5 estableció: “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna”. Vale decir, libertad de cultos y Estado laico.

Por último, mencionemos la secularización del calendario oficial, otra muestra notable del laicismo batllista. Se concretó a través de una ley sancionada en octubre de 1919, meses después de la asunción presidencial de Baltasar Brum. La Semana Santa devino Semana del Turismo; la Inmaculada Concepción de la Virgen, Día de las Playas; la Navidad, Fiesta de la Familia; la Epifanía del Señor (Reyes Magos), Fiesta de los Niños; No solo eso: la reforma calendárica incluyó también dos nuevas celebraciones de clara connotación anticlerical: 14 de julio (Toma de la Bastilla), Día de la Humanidad; y 20 de septiembre (Breccia di Porta Pia), Día de Italia. La «sacrílega» Revolución Francesa, y el no menos «impío» Garibaldi, eran reivindicados como tradiciones ilustres de la República Oriental del Uruguay, para horror de los sectores ultramontanos.

Bolivia

Hacia 1825, al independizarse de España gracias a la campaña militar de Sucre, el Alto Perú se constituyó en la República de Bolivia. La Constitución boliviana de 1826, apadrinada por Bolívar, no supuso más avance, en materia de libertad religiosa y laicidad, que la tolerancia del culto privado, garantía en consonancia con la abolición de la Inquisición. El catolicismo romano siguió siendo religión oficial y excluyente, a pesar de que Bolívar, en su Discurso a Bolivia, había manifestado que “En una Constitución política no se debe prescribir una profesión religiosa; pues, según las mejores doctrinas acerca de las leyes fundamentales, las últimas sirven de garantía a los derechos civiles y políticos. Como la religión no pertenece a ninguno de estos, es de otra naturaleza indefinible en el orden social y pertenece al orden intelectual”.

No habrá en Bolivia libertad de cultos hasta fines del siglo XIX. Una constitución tan tardía como la de 1878 todavía seguía excluyendo, sin pruritos, aquel derecho civil: “El Estado reconoce y sostiene la Religión Católica, Apostólica, Romana; prohibiendo el ejercicio público de todo otro culto”. Recién con la Constitución de 1880, patrocinada por el presidente liberal Narciso Campero, la libertad de cultos quedará debidamente garantizada. El art. 2 estipulará: “El Estado reconoce y sostiene la religión católica, apostólica, romana, permitiendo el ejercicio público de todo otro culto”.

El catolicismo ya había dejado de ser religión de Estado –stricto sensu– con la Constitución de 1871, propiciada por el gobierno del Cnel. Agustín Morales. No obstante, durante más de 130 años, seguiría siendo religión protegida o favorecida, y financiada. La Constitución de 1994, sancionada a instancias del gobierno neoliberal de Sánchez de Lozada, prescribió en su art. 3: “El Estado reconoce y sostiene la religión católica, apostólica y romana. Garantiza el ejercicio público de todo otro culto. Las relaciones con la Iglesia Católica se regirán mediante concordatos y acuerdos entre el Estado Boliviano y la Santa Sede”.

Entrado el siglo XXI, de la mano del gobierno progresista del MAS, con Evo Morales de presidente, la república del Altiplano da un paso hacia adelante en su proceso de laicización. La Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, sancionada en 2009, establece en su art. 5: “El Estado respeta y garantiza la libertad de religión y de creencias espirituales, de acuerdo con sus cosmovisiones. El Estado es independiente de la religión”. Además, el art. 21, inc. 3, consagra “la libertad de pensamiento, espiritualidad, religión y culto, expresados en forma individual o colectiva, tanto en público como en privado, con fines lícitos”.

El preámbulo, sin embargo, señala: “Nosotros, mujeres y hombres, a través de la Asamblea Constituyente […], cumpliendo el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia”. Esta doble invocación teísta (panteísta-andina y monoteísta-cristiana), más allá de su interculturalidad de signo decolonial, no se condice con el principio de laicidad. Se ha pasado de una bolivianidad nacional-católica, hispanista o criollista, a una bolivianidad plurinacional-interreligiosa, que incluye a los pueblos originarios. No hay, pues, desacralización de la axiología identitaria. Lo que hay es, más bien, una diversificación religiosa de la axiología identitaria.

Por otro lado, la ley de educación Siñani-Pérez (2010) reconoce, entre las bases del nuevo sistema educativo plurinacional, el principio de laicidad. Pero al mismo tiempo, de manera un tanto ambigua o confusa, admite la enseñanza religiosa en general, sin circunscribirla –como correspondería– al ámbito de la escolaridad privada. El art. 3, inc. 6, prevé: la educación “es laica, pluralista y espiritual, reconoce y garantiza la libertad de conciencia y de fe y de la enseñanza de religión, así como la espiritualidad de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, fomenta el respeto y la convivencia mutua entre las personas con diversas opciones religiosas, sin imposición dogmática, y propiciando el diálogo interreligioso”.

Yendo a los hechos concretos, el nuevo diseño curricular, lejos de ser laico, se ha limitado a reemplazar la vieja asignatura de Religión (católica) por Valores, Espiritualidad y Religiones –en el nivel primario– y por Espiritualidad y Religiones –en el secundario–. Cada comunidad local adecua esta nueva asignatura a la fe prevaleciente en su seno: catolicismo romano de cuño ortodoxo, religiosidad neoindia (pachamamismo), cristianismo evangélico, o bien, catolicismo sincretizado con tradiciones andinas ancestrales, que es –por mucho– la forma de devoción más extendida en Bolivia. La enseñanza religiosa sigue, por ende, vigente, tanto en las escuelas públicas como en las escuelas de convenio (semiestatales), solo que ahora el catolicismo ya no tiene el monopolio sobre la ella. Pero ecumenismo no es laicidad…

Tres cuartas partes del pueblo boliviano profesan el catolicismo, mayormente en una modalidad sincrética, bastante mestizada con creencias y ritos de origen prehispánico. Dentro de este vasto conjunto social hay que ubicar –amén de los segmentos católicos más ortodoxos de extracción urbana, como los de Santa Cruz de la Sierra– a las comunidades rurales donde la reetnización está llevando a formas de religiosidad neoindias (libaciones a la Pachamama, cultos neosolares, etc.). Por otro lado, cerca de un 20% de la población boliviana pertenece a confesiones evangélicas, un sector en acelerada expansión, igual que en el resto de América Latina. El 5 ó 6% restante está conformado por otras minorías religiosas (colectividades judía, musulmana, budista, etc.), y también por las minorías seculares (personas agnósticas, ateas, etc.). Como se puede advertir, el nivel de secularización de la sociedad boliviana es más bien bajo.

La recurrente participación de Evo Morales y otros funcionarios del MAS en rituales neosolares y pachamámicos, lo mismo que en misas católicas inculturadas, resulta un tanto problemática en términos de laicidad. Más aún en la medida que es el propio Estado quien, a menudo, patrocina y organiza dicha liturgia, e incluso quien la construye o diseña, como bien lo ha explicado la antropóloga francesa Verushka Alvizuri en su artículo “Indianismo, política y religión en Bolivia (2006-2016)”, publicado en el n° 108 de la revista Caravelle (2017, pp. 83-98). Las religiones neoindias, aunque se asuman como ancestrales en aras de legitimarse, son, básicamente, una invención contemporánea, una creación identitaria del indigenismo decolonial.

Entre un 25 y 26% de la población boliviana no profesa el catolicismo, ni tampoco practica la religiosidad neoandina. Si es cierto que en la Bolivia plurinacional de hoy “el Estado es independiente de la religión”, como señala la nueva Constitución, las autoridades públicas debieran adoptar una postura prescindente en materia de creencias y credos, en aras de garantizar la igualdad de trato inherente a la convivencia democrática.

Apéndice: Turquía, un caso de separación entre Islam y Estado

La República de Turquía se formó hacia 1922-23, tras la derrota del decadente Imperio otomano en la Primera guerra mundial (1914-18); derrota que derivó en su colapso y disgregación final, y en la abolición del sultanato osmanlí, monarquía teocrática absoluta de credo islámico sunita que databa de la Baja Edad Media (siglo XIV), y que se hallaba en crisis desde hacía bastante tiempo (durante el siglo XIX ya había perdido gran parte de sus territorios en Europa y África, y en dos ocasiones fallidas había adoptado de mala gana –bajo presión de las circunstancias– un régimen constitucional de impronta occidental). Varios países independientes y protectorados se conformaron en Medio Oriente donde antaño reinaran el sultán Mehmed VI (1918-22) y sus predecesores: el Reino de Hiyaz, los Mandatos británicos de Palestina y Mesopotamia, el Mandato francés de Siria, el Reino de Yemen. Y también, claro está, la República de Turquía, en el corazón mismo del extinto Imperio otomano; o sea, en el Asia Menor o Anatolia, y en la Tracia Oriental o Turquía europea (donde se hallaba Estambul, la antigua capital imperial).

El fundador de la Turquía moderna de Entreguerras fue el mariscal Mustafá Kemal Atatürk, líder del Partido Republicano del Pueblo y primer presidente de la flamante República durante quince años (1923-1938). Estadista liberal y nacionalista, impulsó con enérgicas medidas de reforma la modernización occidentalizante de su patria, a la que deseaba devolver cuanto antes su prosperidad y grandeza.

El kemalismo, la doctrina oficial del nuevo régimen, planteó seis «flechas» (ilke) o pilares de la regeneración turca: republicanismo, populismo, nacionalismo, estatismo, reformismo y laicismo (laiklik). Examinaremos solo el último, dada la temática y finalidad del presente artículo.

El viejo sultanato otomano era un típico ejemplo de Estado confesional. El islam ortodoxo o sunita, la religión mayoritaria del imperio, tenía estatus de religión oficial. La sharia, la ley islámica, regulaba toda la vida social. Derecho sagrado y derecho positivo se confundían. Eran una sola cosa. En el caso de las minorías religiosas (dhimmis), regía el millet, sistema relativamente tolerante dentro del cual las comunidades disidentes (colectividades cristiana y judía, entre otras) se autorregulaban conforme a su propia normativa: derecho canónico, Halajá, etc. Por otro lado, los sultanes osmanlíes se autoproclamaban califas, siendo el califato una institución sacral de origen medieval, árabe, que siempre ha aunado, en la civilización islámica, el poder temporal y la autoridad espiritual. El califa era más que un emperador por derecho divino, más que el titular de una monarquía teocrática. Era también el sucesor y representante del profeta Mahoma.

El kemalismo no solo abolió el sultanato osmanlí, sino también –en marzo de 1924– el califato. En consonancia con esta reforma, el cargo honorífico de Shaykh al-Islam o «Jeque del Islam» fue reemplazado por la Diyanet, la Presidencia de Asuntos Religiosos. La Constitución de 1924 proclamó la libertad de conciencia y de cultos, y la igualdad civil sin acepción de credos. En 1926, la sharia fue suplantada por una versión adaptada del Código Civil suizo y por un nuevo Código Penal que combinaba elementos de sus homólogos de Alemania e Italia. Los conventos sufíes (el sufismo es una corriente mística y monacal del islam) fueron disueltos, y se prohibió el uso del fez, el tradicional tocado de los varones turcos. El kemalismo no llegó a prohibir el velo islámico entre las mujeres, aunque desalentó –con bastante éxito– su utilización (recién en los 80 comenzarían las restricciones al hiyab).

La enseñanza religiosa quedó formalmente excluida de la escolaridad pública. Atatürk era un ferviente admirador del laicismo francés de la Tercera República (Ferry, Combes, etc.), y no dudó en imitar sus políticas educativas secularizadoras.

En 1928, el gobierno kemalista logró una reforma constitucional histórica, que le quitó al islam, por primera vez en trece siglos de historia, el estatus de religión oficial. El art. 2 de la Constitución republicana del 24 había estipulado que “La religión del Estado turco es el islam”. Cuatro años después, una enmienda suprimió esta cláusula, haciendo de Turquía el primer país de tradición y mayoría musulmanas en adoptar la laicidad.

Cabe aclarar, no obstante, que la separación entre Islam y Estado no fue completa. El gobierno turco se reservó la facultad de supervisar y dirigir la religiosidad musulmana en múltiples aspectos, como las prácticas rituales y los sermones de los imanes. Además, estos últimos siguieron siendo remunerados por el fisco, y las mezquitas continuaron bajo protección oficial. Estos privilegios fueron concedidos solamente al islam sunita. Las confesiones islámicas disidentes quedaron marginadas.

La laicización no se detuvo en la década siguiente. En 1931, el kemalismo le reconoció el derecho de sufragio a las mujeres, para escándalo de los musulmanes más conservadores; y en 1934, el derecho a ser electas como funcionarias públicas, progreso que también generó mucho malestar entre los defensores del patriarcado islámico. Fueron reformas democráticas de avanzada, ya que muchos países occidentales (Suiza y Argentina, por ej.) aún seguían excluyendo a la población femenina de la ciudadanía política.

Finalmente, una nueva enmienda le dio al principio de laicidad –tácito desde 1928– rango constitucional explícito. Sucedió en febrero de 1937, hacia el final del gobierno de Atatürk.

En materia de creencias y cosmovisiones, la sociedad turca actual sigue siendo abrumadoramente musulmana, no obstante el innegable proceso de secularización operado por el kemalismo durante buena parte del siglo pasado. Se estima que cerca de un 96 ó 97% de la población profesa el islam, con un amplio predominio del sunismo sobre el chiismo y otras sectas islámicas (siete de cada diez musulmanes son sunitas). Las minorías seculares y de otras religiones rondan entre el 3 y 4%.

La ideología kemalista ejerció una influencia considerable en el mundo islámico. Varios movimientos y regímenes políticos del Medio Oriente, como el nasserismo en Egipto y el baazismo en Siria e Irak, recogieron la herencia laicista de Atatürk.

El laiklik turco entró en crisis a principios de los 80, cuando la dictadura militar del Gral. Kenan Evren reimplantó la enseñanza musulmana sunita –con algunas prácticas religiosas anexas– en todos los niveles del sistema educativo estatal. En el presente siglo, con el ascenso al gobierno de Recep Erdoğan (líder del derechista Partido de la Justicia y el Desarrollo), el proceso de reislamización se ha acentuado. La Diyanet, expandida y fortalecida en sus funciones, está promoviendo abiertamente el sunismo hanafí. Las restricciones basadas en fatuas (dictámenes de muftíes o juristas expertos en la sharia) son cada vez más frecuentes, como la prohibición de jugar a la lotería, alimentar a los perros dentro del hogar o tatuarse el cuerpo. Además, Erdoğan ha realizado grandes purgas en la educación pública, con el objeto de apuntalar la reislamización de Turquía. Miles de docentes han perdido sus empleos por defender la laicidad, o simplemente por no ser creyentes.

Federico Mare

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