En el siglo XVIII, la Inquisición española había perdido la fuerza de las épocas anteriores. Pero aún conservaba su vigor y actividad en ciertas materias, especialmente en algunos movimientos heréticos vinculados al misticismo como el iluminismo, el quietismo o el molinosismo, que provocaron sonados y singulares procesos. Algunos de ellos tuvieron como protagonistas a mujeres, las denominadas beatas, siempre próximas a esos grupos.
El término beata es muy difícil de definir. Solía referirse a mujeres que vivían en comunidad, sin hacer votos solemnes, pero que se mantenían célibes. En otras mujeres, esta imagen aparece desdibujada, ya que utilizaban la beatitud como tapadera para conseguir beneficios económicos o sociales.
Una de esas causas tuvo lugar en Sevilla. Allí se denunció y juzgó a María de los Dolores López, conocida como “la beata ciega”, la última mujer quemada por la Inquisición.
¿Quién era María de los Dolores?
María de los Dolores López nació y fue bautizada en Sevilla en 1736, en el seno de una familia cristiana muy conocida en la ciudad. Su padre, Luis López, era muñidor de la Hermandad del Santísimo de San Salvador. Su hermano Luis era sacerdote de una parroquia sevillana y su hermana era religiosa Carmelita Descalza en Sanlúcar de Barrameda.
Desde muy niña mostró extraños signos de espiritualidad. Así, con solo cinco años quiso comulgar y, pese a la oposición paterna, por consejo de un confesor “que la halló capaz y con ideas de una virtud intrusa” se le suministró. Aprendió a leer a edad temprana y lo hacía con frecuencia, especialmente vidas de patriarcas y profetas que ella interpretaba a su manera. Además, ayunaba y se mortificaba “arrimándose tachuelas al cuerpo”.

A los doce años, como consecuencia de una infección en los ojos, se quedó ciega. La mala relación con sus padres, debido a su carácter rebelde y altanero, le hizo abandonar la casa familiar para colocarse en la de su confesor.
Este la introdujo en la obra de Miguel de Molinos, místico español creador del quietismo, y la doctrina de los flagelantes, ambas consideradas heréticas. A Molinos se le acusaba, a partir de su defensa de la quietud, de dejar a un lado la responsabilidad moral, que conduciría entre otros al pecado sexual. Los flagelantes, por su parte, defendían que se podía alcanzar la salvación por méritos propios y sin ayuda de la Iglesia Católica.
Durante cinco años Dolores mantuvo una relación íntima, física y emocional, con su confesor.
Tras la muerte de su protector volvió a la casa de sus padres. Pero pronto fue admitida en el convento de las monjas de Belén de Sevilla. Allí mostró una conducta supuestamente desordenada, llegando a insinuarse con besos y caricias a una de las religiosas. Ello, unido a algunas expresiones como que “no hay pecado en llevando el corazón sano”, o su defensa de que los sacerdotes se deberían poder casar, tal y como decía Martín Lutero, la hicieron sospechosa ante la comunidad, que resolvió expulsarla a los seis meses de estar allí.
Buscó entonces un director acomodado a su doctrina y lo encontró en el religioso Juan del Pino, agustino del convento de San Acacio, que la protegió durante un tiempo. Desde ese momento, mantuvo con él un trato constante, aunque pasaron a vivir en distintas localidades. Aconsejada por él, entró en el beaterio de Marchena en cuya clausura permaneció seis años, siendo constantemente visitada por Del Pino. Hasta que uno de los superiores del religioso lo denunció y le condenaron al destierro.
Regreso a Sevilla y denuncia
Dolores decidió entonces abandonar el beaterio y regresar a Sevilla. Se instaló sola en la calle de Triperas, donde su fama de beata atrajo la atención de varias personas sencillas que la tenían por santa debido a sus ayunos, penitencias, oraciones y revelaciones.
Junto a todo ello siguió practicando la doctrina de los flagelantes. También mantuvo relaciones con varios confesores, hasta que despertó las sospechas de uno de ellos, que no creyó en sus éxtasis, falsas penitencias, fingidas revelaciones, ni en sus conversaciones y trato familiar con “su Ángel Custodio”. En octubre de 1775, decidió denunciarla ante el tribunal de la Inquisición de Sevilla.

A esta primera denuncia se unieron otras muchas, como las de algunas monjas del convento de Belén que informaron sobre la conducta poco decorosa de Dolores para con sus compañeras. Varias vecinas de la calle de Triperas declararon haber visto al padre agustino fray Juan del Pino entrar y salir con asiduidad de su casa, donde permanecía largo rato, a veces toda la noche.
Además, habían observado que comulgaba diariamente de manos del religioso, algunas veces sin confesarse previamente; y que, aunque afirmaba que no comía, ellas la habían visto comer viandas que le llevaban desde el convento de su confesor. Otros testigos confirmaron las flagelaciones que practicaba la beata con el religioso, las revelaciones que según afirmaba recibía de Dios sobre las almas del purgatorio o sus fingidas conversaciones con los ángeles.
Un largo juicio
Los calificadores del tribunal, expertos en teología y derecho canónico encargados de valorar las denuncias, estudiaron detenidamente todos los testimonios. Y llegaron a la conclusión de que los hechos y dichos de la beata eran heréticos, blasfemos, erróneos, impíos, escandalosos, seductivos, deshonestos, hipócritas y las revelaciones fingidas. Se dio traslado del informe al inquisidor fiscal y, por auto de 15 marzo de 1779, se ordenó que la rea fuera llevada presa a las cárceles secretas, con secuestro de sus bienes, y que se continuara la causa hasta ser definitiva.

El proceso fue largo. Dolores había incurrido en contradicciones y perjurios en los primeros interrogatorios. Por ello, el tribunal mandó que se le dieran las audiencias necesarias para que dijera la verdad, se arrepintiera y confesara sus delitos y pecados. También le hizo ver que no cabía alegar ignorancia en los pecados cometidos y confesados. Pero, por más que se esforzaron, ella mantuvo su inocencia, negándose a reconocer los hechos probados y alegando que no podía confesar haber pecado, “porque su ignorancia la excusaba de culpa”.
A la vista de su pertinaz obstinación, pues en dos años de prisión no mostró signo alguno de arrepentimiento, y tras riguroso examen de los testimonios aportados, el tribunal pronunció sentencia definitiva. En ella declaró a María de los Dolores López: “herege, apóstata, obstinada, pertinaz, ilusa, iludente y fingidora de revelaciones, revocante, negativa, impenitente y contumaz”. Por todo ello, se le impuso la pena de excomunión mayor, confiscación de bienes y entrega al brazo secular para su ejecución en la hoguera.
A medida que se acercaba el desenlace la tensión aumentó porque, pese a la presión que ejercieron sobre ella algunos religiosos para que abjurara de sus errores y se reconciliara con la Iglesia, ella mantuvo su inocencia.
El día de la ejecución, 24 de agosto de 1781, la expectación era tal que la multitud llenó el recorrido por el que iba a pasar la condenada desde la iglesia del convento de San Pablo, donde se leyó la sentencia, hasta la plaza de San Francisco, donde iba a ser entregada a justicia ordinaria.
Allí, en el último momento, se arrepintió, pidió un confesor, fue absuelta y “se le conmuto la muerte dándole garrote antes de arrojarla a la hoguera”. Fue la última víctima quemada de la Inquisición española.