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El rey emérito Juan Carlos I salía en coche el 20 de mayo del puerto deportivo de Sanxenxo.

Hazme una autocrítica

En una democracia libre, el arrepentimiento es irrelevante. Los crímenes graves ya se castigan en los tribunales, se arrepienta o no el criminal

De todas las formas de escarnio, la autocrítica es la más perversa, pues bendice el fervor de los justicieros. Como en el sacramento católico, uno desagua sus remordimientos por la celosía y obtiene a cambio una penitencia y un perdón. El propósito es volver al rebaño puro y libre de cargas. La autocrítica tiene mucho prestigio en este mundo neorreligioso donde la virtud solo puede ser presuntuosa y pública. Tras el paseíllo emérito por Sanxenxo, le ha tocado turno de confesión a los periodistas veteranos que participaron de la omertà monárquica, pero la semana que viene les tocará a otros. Todos tendremos nuestra oportunidad de arrepentirnos, pues el espíritu de los tiempos lo reclama y no hay día en que no se exija a alguien que pida perdón.

Carlos Alsina le preguntó a Rajoy hace meses si hacía autocrítica. “Bastante me critican los demás, como para autocriticarme yo”, respondió. Lo dijo mientras promocionaba un libro, que es, tras el ritual católico, la forma de confesión más socorrida: si uno no tiene nada de lo que lamentarse, ¿para qué escribir? El arrepentimiento solo me interesa como género literario, pues exige renunciar al perdón. Cuando uno escribe que ha sido un miserable, tan solo constata que ha vivido: quien se mira al espejo y no ve a un gilipollas no se ha enterado de nada. Se confiesa para uno mismo —porque los libros monologan, el lector es un cotilla que acude luego—, y no espera que nadie le abrace.

La autocrítica contemporánea, en cambio, es una forma de hipocresía. O socializa una culpa privada (fueron las circunstancias, el mundo me hizo así, todos los demás también lo hacían…) o vierte la porquería sobre la víctima. Pedir perdón puede ser también una forma de chantaje: si el agraviado no acepta las disculpas del victimario, es un resentido, como si aquel no tuviera derecho a vivir amarrado a un rencor, como en el tango de Gardel.

La única confesión digna es la que no pide nada, ni siquiera perdón. En una democracia libre, el arrepentimiento es irrelevante. Los crímenes graves ya se castigan en los tribunales, se arrepienta o no el criminal, y lo que no es un crimen queda en la conciencia de cada uno. Convivir no exige concordia, no hace falta que nos abracemos para vivir juntos en un país en paz. Ni siquiera tenemos que caernos bien. Basta con que nos reconozcamos el derecho a existir. Todo lo demás es una cuestión de gustos literarios.

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