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Halloween, brujas y difuntos

Me vienen contando desde hace varios años que en los colegios católicos españoles, o sea, en todos, porque los curas tienen las aulas abiertas en todos los colegios de España, desde los ámbitos religiosos se induce a los niños a rechazar la fiesta de Halloween, por ser una fiesta extranjera y supuestamente extraña a nuestra cultura, y a seguir celebrando, como secularmente en este país, el Día de los Santos y el Día de los difuntos. Como dios manda. Y se traen, al parecer, una especie de absurda cruzada contra esa celebración anglosajona que se ha extendido y popularizado entre los jóvenes por ser, de manera evidente, mucho más festiva, cordial e inocente que la oscura y tétrica fiesta católica.

Efectivamente, Halloween es una fiesta tradicional de los países anglosajones y sus orígenes se remontan a una celebración céltica, el Samhaim, que celebraba no algo relacionado con muertos ni difuntos, sino con el fin de la cosecha y el inicio de la época más oscura y menos luminosa del año. En realidad, el Samhaim era el inicio del año celta, y en sus fiestas se homenajeaba también a los espíritus de familiares y ancestros, haciéndoles partícipes, simbólicamente, de las despensas llenas con las cosechas del verano. Eran, por tanto, unas fiestas que rendían culto a lo finito, es decir, a la muerte, tanto como símil del final de un ciclo, como alegoría de recuerdo de los ancestros. Y es por eso, quizás, que en muchas partes del mundo se considere el mes de octubre como el mes de las “brujas”.  Pero eran, en realidad, unas fiestas de generosidad y de espiritualidad acorde con los cambios de ciclo de la natura. Tras la ocupación de los territorios celtas, los romanos asimilaron esta tradición a las suyas propias. Y posteriormente, como es lo habitual, el cristianismo, a través de los edictos de los papas Gregorio III y Gregorio IV, en el siglo VI,  suplantó estas fiestas naturales por una festividad cristiana y por nuevos significados adheridos a su ideología.

Los curas y monjas que inducen a los niños al rechazo de Halloween y argumentan que es una fiesta ajena y extraña a nuestra cultura quizás no sepan que en España estuvieron asentados los celtas y su rica cultura, y mucho tiempo antes de que lo estuviera el cristianismo. Y quizás ignoren también que el cristianismo nos es cercano por la fuerza de la imposición, que sus orígenes no son españoles, precisamente, ni siquiera europeos, sino judaicos. Y quizás también ignoren que sus dogmas ya no son santo y seña para casi nadie, que las sociedades occidentales se han  secularizado, por más que a ello se resistan algunos. Pero el adoctrinamiento es el adoctrinamiento, y el proselitismo es el proselitismo. Que hay que defender las supersticiones propias ante las ajenas, que en algo tiene que basarse tanto privilegio y la pervivencia del famoso Concordato.

Cuando era niña, recuerdo que, a veces, visitaba a una vecina anciana que me sentaba al lado de su chimenea al calor de la lumbre y, mientras me asaba castañas y patatas en las brasas, me contaba, por estas fechas, algunas historias de difuntos, muertos que resucitaban, brujas y fantasmas, lo cual, lógicamente, me llevaba a sentir miedo y a tener alguna que otra pesadilla nocturna. Y es que la tradición cristiana está repleta, no sólo de dogmas, sino de fetiches siniestros y macabros. Sangres, muertes, sufrimientos, espinas, infiernos, llamas eternas, culpas, castigos, sacrificios, almas en pena, valles de lágrimas. Si nos fijamos en el gusto por los asuntos necrófilos, ya el tema se pone serio. Reliquias, cabelleras, supuestos santos momificados, dedos en alcanfor (me impactó ver, en Ávila, el dedo de Santa Teresa en un frasco), miembros amputados, calaveras…. Parece que al cristianismo le encanta todo lo relacionado con las conservas humanas y con el miedo, en definitiva.

Y, mientras los druidas celtas homenajeaban en su Samhaim a sus “brujas”, mujeres sanadoras, recolectoras de plantas medicinales, que se encargaban de curar a los enfermos, el cristianismo, por el contrario, se dedicó a perseguir a las mujeres disidentes del poder establecido, es decir, a las mujeres libres, cultas, sabias, o que no seguían el estrechísimo molde al que su dogmática les abocaba. Porque la “brujería” no fue otra cosa que una invención teológica que, alentada por San Agustín de Hipona, el padre de la Iglesia,  justificaba la persecución y el exterminio de las mujeres que no consentían someterse a los lerdos y sumisos arquetipos para ellas construidos por la Iglesia y el poder establecido. Y tanto fue así que, incluso, la tradición literaria infantil aún continúa utilizando esos arquetipos misóginos que siguen inoculando en las mentes infantiles y en la conciencia colectiva el odio a esa parte intuitiva, libre, creativa y mágica del universo femenino, siempre en ese afán de doblegar a las mujeres y de bloquear la libertad y la felicidad humanas.

En cualquier caso, si tuviera forzosamente que elegir, sin duda me decantaría por la tradición celta, porque Halloween  es una fiesta inofensiva, alegre y natural, alejada del carácter lúgubre y siniestro de los ritos católicos, y porque no creo que haya “difuntos”; la propia palabra me produce escalofríos. No hay difuntos, ni almas en pena (o sí, pero vivos y coleando), hay seres amados que murieron y ya no están; y lo mejor que pudo pasarles es haber tenido una vida feliz, consciente, libre y plena. Por mi parte, siempre los llevo en mi recuerdo, en mi memoria y en lo profundo mi corazón. Pero siempre, en éste, como en otros tantos asuntos, como decía el eminente científico y humanista Carl Sagan, no quiero creer, lo que quiero es saber.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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