Se han encontrado «escondidos» en cuentas de varios departamentos de la Santa Sede que no aparecían en las hojas de balance
No uno, ni dos, ni tres… El Vaticano ha descubierto “cientos de millones de euros escondidos en cuentas de distintos departamentos” y en su banco, el siempre polémico Instituto para las Obras de Religión (IOR). La revelación no procede de un nuevo infiltrado al estilo de Paolo Gabriele, aquel secretario infiel de Benedicto XVI que a mediados de 2012 puso al descubierto los grandes trapos sucios del pequeño Estado, sino del mismísimo cardenal australiano George Pell, prefecto de la secretaría de Economía de la Santa Sede. El también arzobispo de Sidney no aclara de qué forma el IOR, que en junio ya había cancelado 3.000 cuentas sospechosas, ha regularizado tal fortuna ni la forma ni el motivo por el que sus propietarios se habían sustraído hasta ahora al control del Vaticano.
Según relata el ministro de finanzas vaticano en una entrevista concedida al semanario británico Catholic Herald, cuando por orden del papa Francisco empezó a hacer zafarrancho en el IOR descubrió que, en contra de lo que en un principio se temía, el banco no estaba en peligro de bancarrota. “De hecho”, explica el arzobispo de Sidney, “hemos descubierto que las cuentas están mucho más sanas de lo que parecía, y esto es porque algunos cientos de millones de euros habían sido escondidos en cuentas particulares que no habían aparecido en el balance”.
Aunque Pell admite que, durante décadas, personajes “sin escrúpulos” se han beneficiado de la “ingenuidad financiera” del Vaticano para blanquear dinero sucio, la explicación que ofrece del sorprendente hallazgo es otra, aunque tampoco demasiado inocente: “Las congregaciones, los consejos pontificios y especialmente la Secretaría de Estado se han beneficiado y han defendido su independencia. Los problemas se discutían en casa… y eran muy pocos los que sentían la tentación de decir al mundo lo que estaba pasando, a excepción de cuando necesitaban ayuda”.
Traducido al lenguaje del Borgo Pío, el barrio anexo al Vaticano donde los cardenales solían darse a la buena mesa hasta que Francisco instauró el menú del día, vienen a significar dos cuestiones igualmente graves. La primera es que las distintas familias de la Iglesia son más celosas del secreto bancario que del de confesión. Solo ahora y a regañadientes, ante la amenaza cierta de Francisco de llamar a los guardias, han tenido que sacar a la luz sus respectivas —y en algunos casos muy bien nutridas— cuentas corrientes.
No hay que olvidar que una de las primeras medidas de Jorge Mario Bergoglio fue la de impulsar la limpieza de las casi por definición oscuras finanzas del Vaticano. Según Francisco, el IOR no solo tenía que adecuarse a los requisitos internacionales de transparencia, sino enfocar su actividad hacia la directriz de su pontificado: “Una Iglesia pobre y para los pobres”. Y, como remacha el cardenal Pell en su entrevista, “una Iglesia para los pobres no debería estar mal gestionada”.
La segunda cuestión no es menos llamativa, sobre todo por ser el máximo responsable de las finanzas vaticanas el que la admite. “La Curia seguía modelos consolidados del pasado. De la misma forma que los reyes permitían mano libre a sus gobernantes regionales, príncipes o gobernadores con tal de que los libros de cuentas estuvieran en equilibrio, así hacían los papas con los cardenales de la Curia (y como hacen todavía los obispos diocesanos)”. Un desbarajuste que algunos, como el ya célebre monseñor Nunzio Scarano, detenido en junio de 2013 por blanqueo de capitales, supieron aprovechar muy bien.
De ahí que el Papa creara a principios de este año la Secretaría de Economía, cuyo primer objetivo era fiscalizar y reordenar todas las actividades económicas de la Santa Sede y el Estado de la ciudad del Vaticano. A Pell, uno de los ocho cardenales que en principio —más tarde se uniría el secretario de Estado, Pietro Parolin— conformaron el llamado G-8 para reformar el gobierno de la Iglesia, le tocó encargarse de las finanzas. Y una de las primeras cosas que concitaron su atención —un australiano en Roma— fue que un simple mayordomo, Paolo Gabriele, “pudiese disfrutar de pleno acceso durante años a información tan sensible” que desencadenó un escándalo de la magnitud de Vatileaks. El cardenal Pell está convencido de que los tiempos oscuros han pasado y que la situación financiera del Vaticano, a pesar de los 24 millones de déficit, ya es la propia “de un Estado del siglo XXI”.