Dios está en todas partes, pero en ninguna es tan invocado como en Haití. Las pululantes tap-tap, transportes donde enjambra la gente, pintadas de naíf, parecen tener por destino el valle de Josaphat, pues todos los rótulos tienen un único motivo: pedir el favor de Dios. Entre las ruinas, proliferan iglesias de toda laya y el supermercado espiritual es la vanguardia en la lentísima reconstrucción. Suyos son los altavoces, y ante los campamentos de despojados que ocupan plazas y campos de fútbol, una maleza plástica de arte-povera, los nuevos predicadores retruenan en la noche y venden la banda sonora del apocalipsis. Uno de ellos advierte que en el cielo hay un meteorito justo con el tamaño de Haití. ¡Qué cabrón! Hay siempre un público para estos sermones catastróficos, tal vez porque escasean los paliativos médicos o porque, en el fondo, estos relatos pertenecen al género del cuento, donde el medio es el miedo y la trama real el abandono. James Noël, poeta, me dice que la gente acude por necesidad de un espectáculo. Quizás por eso eligieron un presidente cantante. El otro, después del terremoto, se quedó mudo. En la gran novela de Haití, Gobernadores del rocío, de Jacques Roumain, un personaje dice: "Tus palabras se parecen a la verdad y la verdad tal vez es un pecado". Los Duvalier y compañía desforestaron el país en todos los sentidos. No hay una sola sala de cine. Queda un único diario, Le Nouvelliste. En Haití se cumple la utopía neoliberal y triunfa el capitalismo mágico. Sí, por fin, la Administración casi no existe. Con el 60% de analfabetismo, el 80% de la enseñanza es privada. Al igual que la salud. Recrudecido el cólera, si se marchan los voluntarios internacionales, la mayoría de la población no tendría ninguna asistencia. Tienen razón los haitianos. Debería existir Dios. Y bajar a pelar estas cebollas con la "mano invisible".
Autoridades públicas en actos religiosos
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