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Guerra de religión en la UE: ¿frugalidad o derroche?

El cuadro que ilustra este artículo, pintado a finales del siglo XIX por Henri-Paul Motte –popular autor de temas históricos–, presenta al cardenal Richelieu, el todopoderoso primer ministro del rey Luis XIII, mitad monje mitad soldado, supervisando el sitio de La Rochelle en 1628. El ejército del rey de Francia buscaba poner fin a la sublevación de los protestantes de este importante puerto de la costa atlántica, que siete años antes habían proclamado la independencia y contaban con el apoyo militar de Inglaterra. El cardenal Richelieu, obispo y –por encima de todo– estadista, consideró que se había traspasado la frontera de lo admisible: “Hay que cortar la cabeza del dragón”, declaró. O así cuenta la leyenda.

El asedio de La Rochelle, que fue bloqueada por mar con la construcción de un gran dique, se prolongó durante un año y acabó con la victoria de las tropas reales, dejando tras de sí la muerte de la mayoría de los 28.000 habitantes de la ciudad. El desenlace fue decisivo para el futuro de Francia, pues comportó el sometimiento –y posterior expulsión– de la comunidad protestante y la consolidación definitiva del país como una potencia católica.

La caída de La Rochelle fue un golpe determinante para los hugonotes, los seguidores del fundador del calvinismo, el teólogo francés Juan Calvino. La derrota de los calvinistas puso fin a las concesiones territoriales que mediante el Edicto de Nantes habían recibido del rey Enrique IV –quien había reconocido el establecimiento de una cincuentena de plazas fuertes para los protestantes– y abrió el camino para que en 1685 el rey Luis XIV revocara completamente el edicto y suprimiera la libertad de culto en Francia. Aquella decisión precipitó el éxodo de miles de hugonotes, que buscaron refugio en los países protestantes, entre ellos la recién independizada Holanda, convertida en la nueva patria del calvinismo.

Algunos analistas, como el ensayista francés Alain Minc –un influyente asesor de los presidentes Nicolas Sarkozy y François Hollande–, opinan que la expulsión de los hugonotes tuvo nefastas consecuencias para Francia, que de este modo se vio privada de una “burguesía de los negocios” que a su juicio el catolicismo engendró con mayor dificultad, mientras que este éxodo alimentó el nuevo capitalismo en Holanda y Prusia. “Sin la revocación (del Edicto de Nantes), Francia se hubiera industrializado mucho más rápidamente”, sostiene. Lo que Francia perdió lo ganó Holanda, que en el siglo XVII se convirtió en la gran potencia comercial y marítima continental con el concurso decisivo de los refugiados hugonotes. El economista alemán decimonónico Eberhard Gothein no dudó en calificar la diáspora calvinista como el “vivero de la economía capitalista”.

La visión protestante

El papel que el protestantismo en sus diferentes ramas –anglicanismo, luteranismo, calvinismo…– tuvo en el surgimiento del capitalismo en Europa ha sido ampliamente documentado. En su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de 1905, el filósofo germano Max Weber sostiene que la concepción protestante sobre el valor del trabajo, y la legitimación de la búsqueda del provecho, contribuyó de forma determinante a la aparición del capitalismo. Y también a la formación de una ética que conjuga ascetismo y puritanismo –especialmente en el calvinismo, que rechaza todo tipo de frivolidad y disfrute, así como el “derroche ocioso del dinero y del tiempo”– y que ha modelado la manera de vivir y de pensar de media Europa.

Cuando el ministro de Finanzas neerlandés, Wopke Hoekstra, rechazó recientemente la emisión de deuda pública europea para ayudar a los países más afectados por la pandemia de Covid-19 –España e Italia– acusándoles de haberse quedado sin margen de maniobra presupuestaria por haber despilfarrado el dinero en su momento, estaba actuando como un auténtico calvinista, cuyo apego a la austeridad va parejo al hábito de hablar con ruda franqueza. Lo mismo había hecho su antecesor, Jeroen Dijsselbloem, a raíz de la crisis financiera del 2008 cuando acusó a los países meridionales europeos de actuar como las cigarras: “No se puede gastar todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir que te ayuden”, declaró, abonando un prejuicio que ha vuelto a aparecer estos días en la portada del semanario holandés Elsevier.

Holanda lidera hoy el grupo de los llamados “países frugales”, que rechazan conceder ayudas a fondo perdido y mutualizar deuda en la Unión Europea. Es una división entre el Norte y el Sur, entre países ricos y pobres, pero también –y fundamentalmente– entre protestantes y católicos.

Hablando de la crisis griega en una entrevista con La Libre Belgique en el 2017, el historiador neerlandés Luuk van Middelaar (1) sostenía que en Europa se enfrentan “dos concepciones de la vida política”, donde se reflejan “los mismos debates que durante las guerras de religión”. “Los protestantes –decía– insisten en el respeto a las reglas y a la ley, apelan a la verdad y acusan a los otros de hipócritas, mientras que el catolicismo está más centrado en el amor, lo que hoy se traduce por solidaridad, y deja más margen a la discrecionalidad en la aplicación de las reglas”. Europa no ha superado aún esta dicotomía entre sus dos almas.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha hablado en estos mismos términos en varias ocasiones. “Hemos vuelto a la guerra de religión que opone a la Europa católica y la Europa calvinista, y que históricamente ha conducido siempre a Europa a su perdición”, alertaba hace cuatro años. Hoy, la pandemia de la Covid-19 ha vuelto a poner esta fractura sobre el tapete. La gran diferencia respecto a la crisis financiera del 2008 es que en esta ocasión Alemania –históricamente alineada con Holanda– ha asumido por primera vez, de la mano de Francia, el principio de la solidaridad europea sin condiciones. Y ha sido la hija de un pastor luterano, la canciller Angela Merkel, quien ha roto el tabú.

Fuente: «Guerra de religión en la UE», La Vanguardia 2 de junio de 2020

Lluís Uría

Subdirector de La Vanguardia

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